EL PAíS
› UN JUICIO SOBRE OTRO
Noventa días, dos imágenes y una persona
› Por Luis Bruschtein
Hay una fotografía, obtenida casi con sorpresa, donde se ve a un grupo de hombres de traje y corbata que sale furtivamente por una puerta lateral de los Tribunales. Uno de esos hombres hasta hace tres meses entraba a todos lados por la puerta principal, ungido por la dignidad del poder, cuando era el Presidente. El hombre de la fotografía ha perdido esa gallardía, o la serenidad de los sabios o la fogosidad de los luchadores, que la imaginación colectiva les asigna a los que llegan a ese lugar, aun cuando no las posean, y aun a pesar de las críticas y las bromas en televisión. La imagen muestra a un hombre común, preocupado por demostrar que aquel brillo no era una ilusión.
En noventa días, la misma persona parece otra. Es un cambio abrupto, como si se hubiera sometido a una cirugía de la personalidad. Pero no es Fernando de la Rúa el que cambió, sino los ojos con que se lo mira.
El ex Presidente fue sorprendido por la cámara de un cronista cuando se retiraba de los tribunales tras declarar en la causa que se sigue por la represión del 20 de diciembre, el último día de su presidencia. Y esa imagen hurtada, obtenida pese a los esfuerzos por evitarla, pone en evidencia otro juicio todavía menos piadoso que ya tiene sentencia, que es el juicio de la sociedad.
Desde hace algún tiempo hay una tensión en la Justicia entre el esfuerzo por reivindicar su independencia y el esfuerzo de políticos y sectores del poder económico por mantener sus privilegios. Esta tensión ha producido un desfile de personajes por los tribunales aunque la mayoría regresó luego a sus casas. No es el mejor estadío de la Justicia, aunque esta tensión sea preferible a la aceptación alegre de la impunidad. Y los políticos, ex funcionarios y banqueros le han ido encontrando la vuelta.
Es probable que finalmente De la Rúa no tenga una condena en la Justicia. Pero es evidente que no se salvó de la condena de la sociedad. En ese caso, el tribunal emitió su fallo tajante, imperativo, el 20 de diciembre, antes incluso de que la represión provocara las muertes de los manifestantes. Porque hubiera sido difícil que se produjera ese desfile de personajes por la Justicia si antes no se generaba un consenso en la sociedad que abriera las puertas.
Cuando la Justicia condena un delito, además sienta un precedente ejemplarizador para evitar que se repita. El caso De la Rúa, hace tres meses presidente de la República y hoy furtivo visitante de los tribunales, opera de esa manera sobre los políticos que hasta ahora sólo podían sentirse amenazados por algún bajón pasajero en su caudal electoral que podía ser revertido con paciencia, rosca y mayor intervención mediática. Algunos políticos se ilusionan con que las cosas siguen igual, que nada cambió y que De la Rúa cayó simplemente por abuso de estupidez e ineficiencia, que presumen no compartir, cuando en realidad ese tipo de pensamiento los delata en la plenitud de ambas cualidades.
Porque el peso del 20 de diciembre cayó como una lápida sobre De la Rúa y sobre la impunidad de prometer y no cumplir, de gobernar en función de minorías poderosas y subestimar a las mayorías que votan. Es una lección para aquellos que piensan a la política como una práctica profesional de laboratorio o que pretendan usarla groseramente a título de beneficio personal. La sentencia civil del 20 de diciembre terminó con la administración De la Rúa, pero también golpeó muy duro la carrera de Carlos Menem y puso en tela de juicio a una cultura política que predominaba en la Argentina.
La conclusión de este cuadro sería que, de ahora en adelante, la defección política no quedaría impune –como fue la sensación que dejó la reelección de Menem en su momento–, que existe una sanción fuerte por parte de la sociedad y su correlato en la Justicia. Y que cualquier político deberá tomar en cuenta ese juicio severo sobre cada una de sus acciones como una especie de amenazante y filosa espada de Damocles sobre su cabeza. Esa conclusión, que da cuenta de un factor nuevo como es la irrupción de la gente en defensa de sus intereses, constituye un avance. Pero la idea de políticos que se hacen buenos por temor al rayo de Júpiter tiene un dejo amargo. Los partidarios de la educación severa o los que creen que el aumento de las penas disminuye la cantidad de delitos estarán conformes. Pero en el ámbito de la política se decide la vida de una comunidad, es el corazón de todas las actividades de una comunidad y resulta desagradable pensar que quienes lleguen allí actuarán más por miedo al castigo que por vocación. La política es la expresión de los intereses, deseos, sueños y aspiraciones de las personas. Por eso el desfile de políticos y ex funcionarios como De la Rúa por los tribunales y explosiones populares como la del 20 de diciembre serán necesarios y seguirán sucediendo mientras no se generen estructuras y formas de acción que reúnan y entronquen nuevamente a la política con las personas, con los pueblos, con los ciudadanos.