EL PAíS
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La caída del favorito
› Por Luis Bruschtein
En doce años hubo dos presidentes y Domingo Cavallo. Aquí se habla de menemismo o aliancismo, pero en el exterior es cavallismo. Carlos Menem y Fernando de la Rúa presidían, pero Cavallo decidía. Fue el sumo sacerdote de dos obispos. Despreció a los dos y los dos le dieron superpoderes. Puso al Ministerio de Economía por encima del debate y doblegó a las internas justicialista y aliancista y a la oposición respectiva. La detención de Cavallo en una celda de Gendarmería tiene más de caída del Imperio Romano que el desprestigio de Menem y el derrumbe de De la Rúa.
De la Rúa y Menem lo detestaron íntimamente, pero el modelo estaba armado para él. El establishment internacional desconfía de los políticos, sospecha que en algún momento las reelecciones o las encuestas se impondrán sobre el rigor económico de sus recetas. La figura del tecnócrata que sale de su riñón y arrebata la economía de la discusión política fue la fórmula que encontraron en Argentina. Y Cavallo fue el favorito de los dioses.
El New York Times, el Washington Post y El Mundo, de España, sólo tienen palabras elogiosas para el ex superministro. “Sacó a la Argentina de la decadencia y la convirtió en un ejemplo entre los mercados emergentes”, dicen. Extrañamente, esas palabras suenan a epitafio, al último adiós a un amigo.
Tiene su gracia, porque la suerte del preso de Gendarmería, su entronización, apogeo y caída, estuvo siempre de la mano de quienes hoy son los primeros en darlo por terminado, con más seguridad quizás que los mismos que lo detuvieron ayer. Cuando se acabaron las privatizaciones, cuando los ajustes ya no alcanzaron para tomar más deuda y pagarla, cuando la maquinaria para proveerlos de portentosas ganancias se secó y empezó a comerse la cola, los mismos que lo habían preferido firmaron su sentencia, mucho antes de que el juez Julio Speroni ordenara su detención.
Según las crónicas, cuando el juez le comunicó que quedaba detenido, la reacción de Cavallo fue de sorpresa. Algo aturdido y vulnerable, se dio vuelta y quiso escuchar la confirmación de boca de su abogado. No hay crónica del día en que, después de muchos años de agradarlo y consentirlo, el Fondo y la banca internacional le cerraron la puerta y lo dejaron solo con el corralito. Nadie sabía mejor que él lo que eso significaba porque había crecido usando esa amenaza.
Son dos momentos de su caída. Cuando fue ante el juez podía suponer lo que le esperaba. Y hasta es probable que también imaginara formas de remontar su situación legal. Pero el día que le cerraron las puertas en Washington perdió todo: argumentos, sustento, credibilidad y poder, como muchos comunistas cuando cayó la URSS.