Dom 13.06.2004

EL PAíS  › ROBERTO MARAFIOTI, SEMIOLOGO

“Hoy nadie puede plantearse hacer política sin los medios”

Analiza las claves del discurso de Néstor Kirchner y sus estrategias para “crear y elegir enemigos” de modo de mantener la iniciativa y ganar poder. Las contradicciones del peronismo y el “mejor que decir es hacer”.

› Por José Natanson

Desde el momento mismo de su asunción, Néstor Kirchner mantuvo la iniciativa, hizo lo imposible por no ceder espacios, ocupó una centralidad política casi excluyente y fue construyendo un discurso de confrontación casi permanente. La semana pasada, la estrategia llegó a un clímax a raíz de los tironeos con Felipe Solá y Eduardo Duhalde por los fondos de coparticipación para la provincia de Buenos Aires. “La construcción del enemigo es un recurso retórico y político útil”, sostiene Roberto Marafioti –semiólogo y autor, entre otros libros, de Temas de argumentación (Biblos)– en un reportaje con Página/12 en el que analizó la verosimilitud y las posibilidades del discurso presidencial.
–¿La confrontación es un costado o el eje del discurso de Kirchner?
–Es un recurso que se utiliza para construir un enemigo. Convoca a una épica, a la epopeya. Se puede confrontar de diferentes maneras, pero lo que sucede es que en la Argentina hay problemas severos, que permiten identificar fácilmente ciertos adversarios. Decir que había carcamanes inútiles en la Corte Suprema era elemental. Plantear la cuestión de los derechos humanos respondía a una demanda que existía. Después, claro, parece que por momentos el Presidente es excesivamente temperamental. Pero creo que sirve para instalar su figura y construir un consenso. Los discursos sociales buscan construir credibilidad, construir un verosímil en el que la gente crea. No tiene que ver con la verdad sino con una construcción que alguien plantea y que es creída por otros. Se elabora un consenso en el que nos podemos entender. Eso vale para el discurso político, pero también para otros discursos sociales, desde la publicidad a la literatura. Tiene que haber un consenso. Esto, que se dice de modo tan fácil, no es tan sencillo de hacer. Y menos desde el peronismo.
–¿Por qué?
–El peronismo es una mezcla, históricamente siempre fue así, pero después de la experiencia del menemismo es difícil decir: “Ahora volvemos, somos los de antes”. Aun en la sociedad argentina, que es muy benigna o tiene una memoria frágil. Hay personajes de la política actual que se definen como kirchneristas, como por ejemplo Miguel Angel Pichetto, que tuvieron un rol importantísimo durante el menemismo. Ahora se dice que el menemismo no fue peronista, y en eso hay una similitud con los liberales, los marxistas y los católicos. Ante el fracaso, los liberales argentinos dicen que en los ’90 no se aplicó una política liberal. Cuando uno señala, por ejemplo, las matanzas de Stalin, los marxistas dicen que lo que pasó con los socialismos reales en realidad no era socialismo, sino otra cosa. Cuando se les marca a los católicos la complicidad de la Iglesia con ciertas cosas dicen que eso no es el catolicismo. Lo mismo pasa con el peronismo. ¿Cómo se puede reivindicar el peronismo, si el peronismo es Kirchner, pero también fue Menem? Por eso, de lo que se trata es de construir relatos creíbles.
–¿Es verosímil el enemigo que construye Kirchner?
–Sí. Cuando se pelea con el Fondo se monta sobre un momento peculiar de la historia. Señala enemigos, y es interesante que lo haga, aunque sea como forma de construir envases colectivos. La construcción del enemigo es un recurso retórico y político útil. Señala al Fondo, a las privatizadas. Yo no creo que Kirchner piense en rupturas profundas. Pero a partir de esa construcción se puede ubicar en una posición para negociar mejor en un contexto difícil, de pobreza lacerante.
–¿No hay un costado peligroso? El apelar a la “Nación” o la “Patria” para defender algunas de sus propuestas puede llevar a demonizar a aquellos que se opongan, a calificarlos de “enemigos del país”. Quizá lo sean, pero también pueden ser personas que legítimamente opinan otra cosa.
–Sí. Pero tampoco creo que la confrontación o la identificación de enemigos sea el eje de la cuestión.
–¿Cómo caracterizaría el discurso de Kirchner?
–Tiene que ver con la circunstancia en que emerge su figura. Desde 1983 hasta ahora los discursos políticos tuvieron cierta organización, sobre todo en el caso de Alfonsín, aunque en la práctica después se viniera abajo. El de Menem es un caso distinto. No es un discurso muy sólido, sino que más bien se apoya en el discurso único del neoliberalismo y batalla con eso a partir de la relación con los medios. El de Kirchner está marcado por la crisis del 2001/2002 y la falta de concreción de ciertas expectativas sociales. Después de la crisis de la Alianza, el peronismo apareció como la única fuerza capaz de tener una respuesta, pero al mismo tiempo está claro que el peronismo tradicional no puede ser el intérprete de estos cambios. Entonces aparece la figura de Kirchner, que es extraña. Retoma la idea peronista de que mejor que decir es hacer y cuestiona un principio básico de ciertas corrientes semiológicas, que plantean que el discurso hace. El primero hace y después habla. Y así, con una serie de medidas, remonta la debilidad de origen del 22 por ciento de los votos y consigue índices altos de imagen positiva. Y lo hace con un discurso que desde el punto de vista retórico no es muy convocante, ni muy atractivo. Pero tiene gestos contundentes. Y a partir de ahí acumula poder. No importa tanto lo que dice como lo que hace.
–¿Kirchner es un político mediático?
–No es mediático, pero los medios no le son ajenos. El hecho de que haya ido a la inauguración de la radio de Tinelli no es inocente ni casual. No es mediático espectacular al estilo Menem. No se pone a bailar en la televisión, no tiene ese costado payasesco. Pero sí se relaciona con los medios. Y tiene dos espadachines, Alberto y Aníbal Fernández, tipos confrontativos, con una relación muy directa con los medios. Hoy nadie puede plantearse hacer política sin los medios. A veces se ve cómo los políticos están condicionados por las encuestas. Algunos estornudan y enseguida van a ver qué dice la encuesta. Lo que pasa es que los medios construyen consensos y los políticos no pueden escapar a eso. Los medios señalan temas.
–¿El discurso de Kirchner es sostenible en el tiempo?
–La opinión pública argentina es peculiar. Domingo Cavallo llegó al gobierno de la Alianza con un alto nivel de imagen positiva, y seis meses después estaba en la ruina política. Hubo un consenso colectivo que aplaudió su llegada, así como apoyó al menemismo. Si no pareciera que pasaron cosas porque hubo gobiernos tremendos. En realidad, también hubo consenso social. En este sentido, el 2001 es un punto de inflexión y Kirchner lo sabe. Ya no se admite cualquier cosa. Cambiaron los límites. Esto que se está construyendo sintoniza con un clima de época, en el que el neoliberalismo llegó a un techo. Kirchner lo sabe, y busca construir un relato creíble.
–¿Lo logra?
–Lo intenta. Intenta un relato que apela a una cierta epopeya, que trata de plantearse como algo distinto después del riesgo de disolución nacional del inicio del 2002. Un relato y una imagen que no encajan en los patrones del político tradicional. Eso también es consecuencia del 2001. Entonces se pone mocasines, no acepta negociar cuestiones que tienen que ver con ciertas convicciones, busca quebrar algunas cosas. La idea es construir otra política. Hay un componente importante de reivindicación fuerte de los ’70. Sin embargo, hubo muchos protagonistas de los ’70 que luego estuvieron en el menemismo. Los ’70 fueron la JP, el idealismo, el cambio, el socialismo nacional, pero después muchos de sus protagonistas fueron a parar al menemismo. Y entonces es difícil establecer una conexión directa, automática, entre los ’70 y lo que ocurre hoy.
–La apelación parece más bien retórica, porque Kirchner no gobierna como si estuviera en los ’70.
–Sí. Afortunadamente. Es moderno, en un doble sentido, por la gestión y por contraposición con el neoliberalismo. El discurso único neoliberal venía atado a otro discurso teórico, que era el de la posmodernidad: ya no hay relato, todo vale lo mismo. Kirchner dice que tenemos un destino, que se puede construir algo, que puede haber aunque sea un poco de justicia social. Hay un intento de pensar que el Estado puede volver a tener una función, de que reconstruir el Estado es reconstruir una ética. Eso, que recién se está empezando a armar y que tiene muchas dificultades, rompe con la idea posmoderna de que no hay relato. En este sentido, Kirchner retoma una epopeya moderna.

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