Mié 02.01.2002

EL PAíS

Fin de año distinto

› Por Sandra Russo

Víctor decidió este fin de año, por primera vez desde que abrió su empresa de materiales eléctricos, cerrarla. Hizo cuentas y escuchó su biorritmo, y llegó a la conclusión de que, tanto a favor de sus cuentas como a favor de su biorritmo, era conveniente bajar la persiana quince días e irse con su mujer, Susana, y sus dos hijos a la cabaña que tienen en Cariló. Estaban allí, sumidos en el languidecer resinoso del bosque, desde el 23. Sin televisión y sin diarios. Fuimos a visitarlos el sábado 29, con el vértigo que nos habían dado las imágenes del grupo que esa misma madrugada había entrado al Congreso y había prendido fuego, por lo menos, a un sillón: esa imagen fue la única que pudimos ver en un flash de noticias, recién llegados ese mediodía a Ostende. En el Viejo Hotel, algunas habitaciones gozaban de canales de cable y otras no. La nuestra captaba solamente los canales de aire, de modo que tuvimos que bancarnos todo “Sábado Tropical”, “Cine de Sábado” y otras porquerías esperando algún flash que por fin apareció y nos puso al tanto de que el cacerolazo de la noche anterior había terminado violentamente.
Cuando llegamos a la cabaña de Víctor y Susana, dejamos explotar la angustia que habíamos empezado a acumular en la ruta, comentándoles las horribles escenas que habíamos visto en el flash de noticias, y los negros rumores que soplaban sobre el nuevo gobierno. Notábamos que ni Víctor ni Susana repreguntaban mucho, que dejaban flotar los silencios, que ahorraban comentarios. Tardamos un poco en darnos cuenta de algo obvio: no querían saber. Se habían ido allí precisamente para no saber. No porque coman clavos o no tomen partido sino porque les apareció, como a tanta otra gente, una necesidad imperiosa, supervivencial y rotunda, de borrar de sus mentes, por unos días, palabras como cheque o depósito, que los han torturado desde hace meses. Como ellos encontramos a otros, que ante la sola mención a “la actualidad política” huían por los médanos.
Cuando comprobamos que, al haber ido a la costa solamente por tres días a pasar fin de año, no podíamos hacer corresponder nuestro trastorno mental con la bucólica desinformación de Víctor y Susana, volvimos al Viejo Hotel de Ostende, en el que los huéspedes suelen ser gente alienada como uno, prendida a radios y televisores, pendiente de las últimas noticias. Al entrar, una mujer a la que no conocíamos nos encaró:
–Renuncia –dijo.
–¿Renuncia quién? ¿Rodríguez Saá renuncia? –nos alarmamos.
–Renuncia indeclinable. Hubo cacelorazo en Chapadmalal. Los peronistas no lo apoyan. Se va –sintetizó la señora mayor con mucha más precisión que Gustavo Silvestre. Pero queríamos ver a Silvestre en TN y en nuestro cuarto no había cable. En un pasillo encontramos a la diputada Alicia Castro, que amablemente nos facilitó media cama de su cuarto, que sí sintonizaba el canal de noticias, para ver cómo Rodríguez Saá hacía lo que ya nos había anticipado la anónima señora mayor, que no sé cómo se informaba, pero que siguió operando como una verdadera usina de noticias en ese hotel al que todos habíamos ido, inocentemente, a pegar unos cuantos matracazos y a ponernos gorritos de payasos cuando dieran las doce el 31.
Todo lo que siguió, siguió confuso. El 31 a la tarde, para matar el tiempo –porque los que no estábamos desenchufados, no veíamos la hora de volver a enchufarnos del todo– llevamos a los chicos a los jueguitos electrónicos de Pinamar. Allí pudimos ver a Hernán Lombardi gritando por un celular: “¿Y eso quién te lo dijo? ¿Dónde se reúnen?”, y lo miramos con recelo, como todos los que lo reconocieron. Eran casi las diez de la noche y no parecía 31. En la puerta de un Banelco una mujer gritaba: “¡Después no se quejen si les rompen los vidrios! ¡Pongan plata en los cajeros, atorrantes!”.
En el Viejo Hotel la cena fue tranquila, y como se acostumbra a decir ahora, “sin consignas”. O sea: casi nadie se dio por aludido de que había que festejar algo. Un hombre, aliviado, dijo: “Por suerte parece una cenacualquiera, menos por esos collares que se ponen las mujeres”. En el balneario, a las doce menos un minuto, todos empezamos a gritar el descuento: diez, nueve, ocho, siete... Los brindis allí deben haber sido como en todas partes: realistas.
–Que en el 2002 nos dé el cuero.
–Que el 2002 no sea peor que éste.
–Que no haya más violencia.
–Que nos sea leve.
En honor a los niños presentes, los padres y las madres bailaron un ratito. A la una, una caravana de gente silenciosa caminaba sobre la arena, volviendo sobre sus pasos para entrar al hotel, con el rito cumplido, y el champagne y la incertidumbre enrareciéndoles las venas.

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