EL PAíS
› OPINION
Todos los demonios
› Por Eduardo Aliverti
En días donde los grandes medios de comunicación y sus periodistas “independientes” no están haciendo, casi, más que demonizar al activismo de abajo, corresponde hablar de un invento nacido no en las estructuras institucionales sino en la sociedad. Si el enemigo que diseña el Gobierno es la banda peronista bonaerense, los piqueteros son –como nunca– el contendiente que han inventado o adquirido los tilingos de clase media para evitar el choque contra las minorías privilegiadas.
No hay nada nuevo bajo el sol. Los piqueteros son familiares directos de otros cucos que, en todos lados y en todo tiempo, moldearon quienes necesitan ver amenazas allí donde está el más débil o el más fácil. Cabecitas, judíos, homosexuales, subversivos, villeros, zurdos, negros de mierda, viejas locas. Quizá la particularidad argentina sea esa tendencia autodestructiva de sus conjuntos populares y esos delirios de grandeza de sus capas medias, provenientes de haber sido alguna vez la comunidad más integrada y ascendente de América latina. Quizá haya que encontrar ahí la explicación a tanta bronca y resentimiento dirigidos antes a las víctimas que a los victimarios. “Atorrantes”, “vagos”, “patoteros”, “quilomberos”, “hijos de puta”. ¿Cómo puede ser que tanto insulto y tanta furia se concentren nada más que en esos núcleos de gente hecha pelota, aun cuando sean discutibles algunas de sus metodologías, y no haya una línea dedicada en el malhumor cotidiano a las corporaciones que se chorearon este país? ¿Aumentan las tarifas, aumentan las condiciones precarias de trabajo, aumenta el superávit fiscal pero lo usan para pagarles a los acreedores y el problema de este país es que Castells extorsiona a McDonald’s y que Pitrola corta quince calles del centro de Buenos Aires? ¿Hay fondos de argentinos en el exterior por casi el equivalente a toda la deuda pública y el drama nacional es que los choferes porteños quedan embotellados por las manifestaciones?
La crítica de ciertas características del movimiento piquetero es necesaria desde dentro mismo del campo popular. Algunos de sus conductores parecen trabajar en beneficio de la campaña orquestada en su contra. A veces, la resta es tan superior a la suma que sólo queda una de dos: o están presos de una egolatría sin retorno o en efecto son operados por las líneas internas de la batalla peronista (en realidad, tal vez haya esto segundo aprovechando lo primero). Luchan separados y los vencen juntos. Estos y otros aspectos exigen un debate al que no debe quitársele el cuerpo. Además, tampoco se puede pretender que, al cabo y en medio de la derrota terrorífica sufrida por los sectores populares, la dirigencia de éstos sea un jardín de rosas delante de un palacio de lucidez política. Pero otra cosa es la condena que nace en el arrebato emocional y en las operaciones de la derecha, comandadas desde el periodismo de alcance masivo. Eso no es polémica fructífera, es mala leche. Si alguien cree de verdad que lo más importante de la coyuntura y el horizonte argentinos son los marginados que ganan la calle, es un infeliz o un canalla. Para el caso es lo mismo, porque terminan sirviendo al interés de que la agenda quede fijada allí y no en quienes se llevan todas las porciones de la torta. Son maniobras de distracción más viejas que Matusalén y, sin embargo, siguen resultando efectivas.
Y también cabe alguna reflexión a propósito de cómo se relaciona este presente de división profunda de las mayorías con ese pasado de acá a la vuelta, en diciembre del 2001. Muchos ingenuos creyeron entonces que había llegado la hora de la concientización popular, cuando en verdad, sin perjuicio de sus componentes atractivos y hasta heroicos, se trataba de un estallido segmentado con tanto de Biblia como de calefón. ¿Dónde están hoy, articulados, los sindicatos; dónde la izquierda; dónde los intelectuales; dónde la dirigencia estudiantil? La mudanza de “piquete y cacerola la lucha es una sola” a “estos vagos delincuentes que no me dejan trabajar”; la permanencia de las pujas de capilla; la cooptación de la inteligencia progre a manos de un nuevo maquillaje progre demuestran que la bronca era una conciencia atada con alambre y que todavía resta demasiado para poder avanzar contra los auténticos culpables de este desquicio que tiró al 50 por ciento de los argentinos tras la raya de pobreza e indigencia. Allí, debajo de esa línea, los idiotas útiles han encontrado otra vez contra quién agarrárselas.