Lun 09.08.2004

EL PAíS  › OPINION

Mirar más allá

› Por Eduardo Aliverti

Habría que ensayar alguna hipótesis a propósito de por qué hay esta sensación –o esta certeza, como se quiera– de que en el país no pasa nada de fondo. Y de que ni siquiera se discute algo de fondo.
Por supuesto, esa afirmación no se refiere al escenario social, plagado de problemas y dramas que la convertirían no sólo en un análisis frívolo sino, y sobre todo, en una falta de respeto hacia las angustias de una mayoría de la población. No es eso. Estamos hablando de cómo puede ser que todo eso no tenga una gran respuesta política, institucional, de la clase dirigente.
El Gobierno se reduce a la fuerte personalidad del Presidente (lo cual, en sí mismo, sería en realidad una virtud) y a un puñado de acompañantes. Su esposa; un par de secretarios jerárquicos de extrema confianza e influencia y los dos Fernández como carrileros. Globalmente expresado restaría Lavagna, quien, hasta ahora y a caballo de las comparaciones con sus impresentables antecesores, se reveló bastante eficaz en el timón de una economía atada con alambre y confiada en el piloto automático de las retenciones agropecuarias. Lo tomas o lo dejas, eso es el Gobierno. Inútil buscarle mucha más ingeniería de “cuadros”.
Está el Partido Justicialista, al que el jefe de Estado le mostró los dientes hasta hace algunas semanas y al cual se hace muy difícil definir. ¿Qué diablos es el PJ como estructura dirigencial? Una suerte de Confederación de Intereses Personales y Sectoriales, que a la sociedad no le dice absolutamente nada de nada. Es una designación, y punto, que sirve para significar a esa cosa que el grueso mayor de los argentinos identifica como aquello que, a pesar de todo, está en situación más apta para ejercer el poder.
Esto último deja un espacio precioso para entender qué ocurre por afuera de la cosa peronista. Los radicales, como otrora competidores de esa cosa en algunas franjas importantes de la clase media, son una lágrima. Conducen algunas gobernaciones y centenares de municipios con un sello insulso. Influyen, a veces, en las roscas parlamentarias. Lo tienen a Alfonsín en el rol de Abuelo de la Nación. Y punto. Como rectores sociales, no existen. Se les fue uno por derecha, López Murphy. Y se les escapó Carrió por, digamos, izquierda. Ambos sacaron unos cuantos millones de votos que, asimismo, como fuerza política o social específica son insustanciales. Esos sufragios pueden írseles tan espontáneamente como les llegaron, y los dos se mantienen gracias a apariciones mediáticas altisonantes. Y más hacia la derecha y más hacia la izquierda se reproducen los síntomas. Siempre en el sentido de contar los porotos de figuras y esquema dirigente, la derecha no tiene otra punta de lanza que sus medios de comunicación haciendo bardo contra piqueteros y compañía. Y la izquierda (o lo agrupable bajo el paraguas de “progresismo”) persiste en el deshoje de una margarita de unidad que nunca llega y que, obvio, la consolida en una imagen de divisionismo crónico.
Completando el panorama tenemos Congresolandia, que no es más que un decorado para darles licitud a las iniciativas del Ejecutivo. El shopping sindical, con la bendición del kirchnerismo a la rentreé de los gordos cegetistas y una CTA a la que no sería legítimo ubicar allí, pero sumida en el debate producido por un gobierno que le mordió discurso. Y por último, el escenario de la lucha social. Que aparece tan dinámico como disperso, con grupos activos, pero atrapados en las tácticas de sobrevivencia generadas por el estallido y que, como si fuera poco, soportan el humor cada vez más adverso de las capas medias.
Hablamos, por lo tanto, de una crisis feroz de representatividad. Crisis que, podría argüirse con toda razón, no hace más que representar, justamente, el grado de desorientación y dispersión de la sociedad. Sin embargo, tomar nota de ese astillamiento de la demanda no puede ser, o no debería seguir siendo, justificativo del inmovilismo de la oferta. No, al menos, desde la dirigencia que se pretende portavoz de desposeídos y venidos a menos. Y que desde ese parlante corre al oficialismo por izquierda. Hacia la derecha las cosas son más entendibles porque, al fin y al cabo, no hay cambios sustantivos respecto del modelo que parió la dictadura y que consolidó la rata. Hacia la izquierda no. Falta la unidad, antes que nada, sobre la base de un consenso capaz de articular lo que une y no lo que divide. Después un programa audaz, técnicamente idóneo aunque antes políticamente creíble, y tan lejano del infantilismo retórico como de la resignación posibilista. La chance es grande, desde las condiciones objetivas, porque por primera vez en años el paradigma neoliberal también está en crisis y los huecos para colársele y fisurarlo se agigantan.
¿Se podrá dar esa posibilidad, o acaso hablamos de una obra asentada que llegó para quedarse durante demasiado tiempo?

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