Mié 25.08.2004

EL PAíS  › OPINION

El menos común de los delitos

› Por Mario Wainfeld

Enrique Arancibia Clavel (quien cometió doble homicidio al servicio de una agencia estatal chilena) no puede ampararse en la prescripción de su delito. Así lo resolvió la Corte en un fallo impecable, que pone a la Argentina en línea con los principios básicos del derecho universal. Una minoría de tres jueces, arcaicos y pomposos, no pudo cerrarle el paso a una decisión justa. Fiel a su idiosincrasia, un integrante de esa minoría, Adolfo Vázquez, quiso salir en los diarios de hoy y lo logró merced a una bochornosa conferencia de prensa en la que, en un castellano digno de ser mejorado, profirió una proclama militar (ver nota aparte).
La principal defensa del asesino era la prescripción. Los genocidas cometen sus tropelías invocando razones de Estado y patriotismo. Cuando se los juzga se transforman en máquinas de chicanear, al mejor modo de los ladrones de gallinas. Pero Arancibia Clavel no es un delincuente común y maula, aunque como tal se comporte.
Aun en casos menos ominosos que el asesinato del general Prats y su esposa, la prescripción suele ser chocante para la gente de a pie. Que el transcurso del tiempo permita que un culpable zafe de ser castigado no es algo sencillo de digerir para las personas comunes, quienes aspiran a que los Tribunales administren verdad y justicia. Les cuesta entender que, desde el fondo de la historia, los sistemas legales no sólo procuran verdad y justicia sino también certeza y paz social.
El “fondo de la historia”, si de derecho escrito hablamos, es la Roma de la antigüedad. Pragmáticos, los romanos amaban legislar por escrito. Roma era un imperio que cambiaba el mapa del mundo, que ocupaba territorios ajenos y que se valía de códigos para justificar ex post sus conquistas. Para Roma era esencial estipular que cualquier situación (por anómala que fuera) quedara santificada por el paso del tiempo.
Otras sociedades han aplicado la prescripción porque, en determinadas circunstancias, privilegian la concordia por encima de la investigación del delito. Se supone que si una sociedad no ha perseguido o condenado a un sospechoso en un largo lapso es porque el rencor ha cesado o se ha mitigado. O porque el presunto criminal se ha enmendado o integrado a la vida comunitaria. La lógica que da contexto a la prescripción es la existencia de un orden social relativamente armónico que se resentiría más si alguien es castigado que si se lo dispensa de sanción.
Esta síntesis, forzadamente escueta, trata de explicar por qué es imposible que la prescripción se aplique a crímenes de lesa humanidad. Cuando se delinque desde el Estado, la lógica de la prescripción pierde sentido. Así lo consagra el voto de la mayoría de la Corte dictado ayer: “Los crímenes contra la humanidad son generalmente practicados por las mismas agencias de poder punitivo (esto es, por órganos estatales) huyendo al control y a la contención jurídica”. Y da ejemplos: “las desapariciones forzadas en nuestro país las cometieron fuerzas de seguridad o fuerzas armadas operando en función judicial, los peores crímenes nazis los cometió la Gestapo, la KGB stalinista era un cuerpo policial”. Y remata, irrefutable, “no es muy razonable la pretensión de legitimar el poder genocida mediante un ejercicio limitado del mismo poder”.
Cuando se han trastrocado principios básicos del orden universal, las coordenadas usuales de tiempo y espacio deben ser reformuladas. Las fronteras locales, las convencionales nociones de soberanía, ceden ante el derecho internacional. Y el paso del tiempo no pone fin a la búsqueda de verdad y justicia. Algo que pudieron corroborar en estos días Arancibia Clavel y Emilio Massera, antaño dueños de la vida de sus compatriotas.

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