EL PAíS
Galeano, un amigo fiel de sus amigos los espías
Los contactos del juez tan cuestionado por su investigación de la AMIA con la SIDE siempre fueron notorios e íntimos. Vienen de una vieja relación con los hermanos Anzorreguy y terminaron poblando su juzgado de parientes de espías del Estado.
› Por Susana Viau
Juan José Galeano trató de colocar la cinta con las declaraciones del iraní Manoucher Moatamer en la videocasetera. Sin embargo, algo atascaba el aparato e impedía mostrar las cosas que, según había prometido el juez a los periodistas, los iban a hacer “caer de espaldas”. Mientras tanto, Carlos Menem comía pizza menos preocupado por las dificultades para visionar el documento, que por confirmar si Daniel Alberto Passarella aceptaba ser el nuevo técnico de la Selección. Por fin, Galeano advirtió que, como en La dimensión desconocida, no era cuestión de sintonizar la vertical ni de controlar la horizontal sino de que el brigadier Andrés Antonietti, sentado en un rincón, dejara de jugar con el control remoto.
El clima divertido y fraternal que se respiraba esa noche en Olivos era una prolongación del que campeaba en las relaciones que Galeano mantenía con el secretario de la SIDE Hugo Anzorreguy y su hermano Jorge desde hacía años, cuando todos convergieron en la causa del Sanatorio Güemes. Lo que siguió a aquel primer encuentro fue un constante toma y daca. Los Anzorreguy agradecieron su participación en la causa del Güemes con un resonante ascenso a juez federal; él devolvió la gentileza convirtiendo su juzgado en una sucursal de la secretaría de inteligencia. El intercambio de nombres y hombres acabaría haciendo de la investigación del atentado más grande de la historia argentina una disparatada comedia de enredos.
Fue en abril de los ’90 que los destinos de Galeano y Jorge Anzorreguy se cruzaron. Anzorreguy Jorge y algunos de sus amigos del foro –Roberto “Poroto” Vald, entre otros– eran abogados de los directores del Sanatorio Güemes, por entonces una faraónica empresa de salud. La denuncia de que en la institución se reutilizaba el material descartable y una maniobra de “forum shopping” que permitió la intervención del juzgado de instrucción de Remigio González Moreno –portador de dudosa fama, y emparentado con Lily Vieyra, mujer del ex almirante Emilio Massera– fueron el soporte del escándalo. Los directores del Güemes afirmarían luego que un ex empleado del juzgado de González Moreno y otro abogado, profesor de derecho comercial, Marcelo Haissiner, les habían exigido 500 mil pesos para desactivar la causa. En la trama de denuncias y extorsiones menudearon agentes de la SIDE –al frente de la que ya estaba Hugo Anzorreguy, designado en enero del ’90–, los abogados más prestigiosos de los dos grandes partidos, policías y antiguos carapintadas. El expediente chorreaba barro y Jorge Anzorreguy y Vald vieron llegado el momento de denunciar la inconducta de González Moreno ante el juez de instrucción Luis Velazco.
Vald informaría después a Velazco que una llamada anónima y providencial lo había alertado acerca de un encuentro del juez González Moreno con dos policías de la comisaría 23ª con los que estaba complotado. Para quienes acostumbran a ver debajo del agua resultaba imposible no pensar que en este caso, la providencia no era sino el producto de los “pinchazos” telefónicos de la “Ojota” (Dirección de Observaciones Judiciales) que a instancias de Hugo Anzorreguy había quedado en jurisdicción de la SIDE, donde aún permanece. Un empleado y el secretario del juzgado de Luis Velazco observaron desde una mesa vecina la reunión que se estaba realizando en Saint Margaret, un penumbroso bar de Recoleta. El ingreso de Vald al local fue la señal para que los funcionarios judiciales procedieron a detener a Remigio González Moreno por cohecho y prevaricato. El secretario en cuestión se llamaba Juan José Galeano. El estudio Anzorreguy se había anotado otro éxito y suculentos honorarios. En reconocimiento a la labor realizada, en 1993, Galeano fue designado juez federal. Nadie dudó de que el espaldarazo había tomado impulso en la calle 25 de Mayo, la casa de los espías, el lugar desde el cual Hugo Anzorreguy –asesorado por su hermano Jorge– manejó a lo largo de una década los hilos de la Justicia, un territorio en el que apenas acertó a competir Carlos Vladimiro Corach.
Semper fidelis
Cuentan que Galeano nunca fue un esclavo de la Justicia. Sus detractores relatan que jamás se presentó en Comodoro Py antes de las 11 de la mañana; a continuación firmaba y, a más tardar entre las 13.30 y las 14, dejaba el tribunal para quitarse el estrés jugando al golf. El regreso al despacho no se producía antes de las 19, hora en que solía recibir las frecuentes visitas de Rubén Beraja y Jorge Anzorreguy. Hugo jamás pisó el tribunal. El ex secretario Javier de Gamas, en cambio, prefería enfrascarse en el Euro 96, un jueguito futbolero de computación, mientras el prosecretario Agustín Gamboa descargaba en una especie de simulador de vuelo su entusiasmo por la aviación. En ese ambiente distendido, era lógico que a nadie le preocupara demasiado las altas cotas de contaminación que signaban las relaciones interpersonales de los individuos vinculados a la causa: la esposa del juez Galeano trabajaba en la fiscalía de Eamon Mullen y José Barbaccia; la esposa de Barbaccia en el sector Exterior de la SIDE; el abogado de la AMIA Luis Dobniewsky había tenido contactos previos al atentado con el padre de José Luis Telleldín, un fascista enrolado en lo que fuera el Comando Libertadores de América, versión cordobesa de la Triple A; el camarista de la causa Alfredo Cortelezzi dejó la Justicia para trabajar en el despacho de Dobniewsky; Dobniewsky intentó comprarle una casa a la mujer del traficante colombiano César Escobar Gaviria a través de Víctor Stinfale, abogado de Telleldín; la secretaria del juzgado de Galeano, Ana Sverdlick, dejó la Justicia para trabajar junto a la abogada de la DAIA y de Rubén Beraja, Marta Nercellas. Fue Sverdlick quien al declarar frente al juez Claudio Bonadío dijo desconocer que se hubiera pagado a Telleldín y que se filmaran los interrogatorios.
El origen de los “meritorios” era, por su lado, una evidencia de los lazos que unían a Galeano con la estructura de la SIDE. A su juzgado federal habían llegado una familiar directa del “8”, almirante (R) Juan Carlos Anchezar; un hijo de Juan Carlos Lavié, jefe de la Ojota entonces y ahora; un hijo de Jorge Lucas, concuñado de Anzorreguy, jefe de contrainteligencia, propietario del restaurante La Robla y de la discoteca La Diosa; un pariente del ex juez José Allevato, funcionario de la SIDE y, se rumorea, encargado de hacer lo necesario para tener satisfechos a los jueces y mantener entre los periodistas la buena imagen de la secretaría y del secretario; un hijo de Carlos Soria, en ese momento presidente de la bicameral de seguimiento de la causa AMIA y posteriormente secretario de la SIDE. El cuadro se completaba con el hijo de “la Turca” Ana, una funcionaria de la Sala Patria, el sector que tuvo a su cargo la detención de Enrique Gorriarán Merlo en México, y con una hija de quien firmó el retiro de los casetes con largas horas de escuchas telefónicas, el comisario Jorge “El Fino” Palacios.
Tanta cercanía no podía menos que manifestarse también en celebraciones conjuntas, como las que tuvieron lugar en diciembre de 1996. La propuesta surgió del propio juez y de los secretarios Carlos Velazco y De Gamas: por qué no despedir el fin de año con los funcionarios de la SIDE en vez de hacerlo, como era costumbre, sólo entre los empleados del tribunal. Se esbozaron algunas resistencias. A pesar de ello, Galeano y sus secretarios se salieron con la suya. Pero había una dificultad adicional: los espías de la “Sala Patria” estaban en abierto conflicto con los del sector 85 de contrainteligencia, donde además del concuñado Lucas, revistaba el cuestionado y perenne Jaime Stiuso. El dilema tuvo una solución salomónica: se festejó con los integrantes de la “Sala Patria” en un restaurante del barrio de Belgrano y con contrainteligencia brindaron en un predio del Club Comunicaciones, en San Martín y Francisco Beiró.
Aunque la gran prueba de fidelidad al hombre que lo había encumbrado hasta los niveles más altos de la Justicia la dio Galeano más tarde, en noviembre del ’96, cuando tras infructuosas gestiones para saber cómohabían ido a parar al juzgado federal de Norberto Oyarbide una escuchas ordenadas por él en el marco de otro expediente, el juez de instrucción Mariano Bergés resolvió allanar la SIDE para averiguar la identidad de quién había oficiado de traductor. La hoguera del enfrentamiento entre los efectivos de la Policía Federal que acompañaban a los empleados de Bergés y los hombres de la SIDE estuvo a punto de encenderse en las propias puertas del edificio de la calle 25 de Mayo, a metros de la Casa Rosada. Bergés no aceptó explicaciones, quería el legajo del agente. De pronto, una notificación de Galeano le solicitó que dejara sin efecto el allanamiento y olvidara el episodio, puesto que el empleado buscado era un agente encubierto afectado a la investigación del atentado a la AMIA. Bergés no creyó en las excusas de Galeano, pero no tuvo más remedio que dar marcha atrás. Al mismo tiempo, Galeano se había dirigido con premura al Congreso y solicitado una reunión urgente y a puertas cerradas de la Comisión Bicameral. Capitaneada por el PJ, presidida por Soria y con la anuencia de la UCR, la comisión cerró filas en torno de Galeano y satanizó a Bergés. Así, avalaban la maniobra urdida por el juez con el único fin de evitarle a Hugo Anzorreguy un papelón sin antecedentes. La DAIA, y la AMIA a través de Dobniewsky, también dieron su apoyo a Galeano. La AMIA dejó constancia escrita de su “abierta oposición” a revelar la identidad del imaginario agente encubierto. Este fantasmagórico personaje, se sabría con el tiempo, no era el traductor de un dialecto indio sino Alejandro Brousson, uno de los más sórdidos personajes enrolados en la secretaría de inteligencia, esa que el ex abogado laboralista de la CGT de los Argentinos había transformado en una formidable usina de negocios.
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