EL PAíS
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Los rostros de la historia
Por Raúl Dargoltz *
El día siguiente de la primavera, el 22 de septiembre, el mismo día que hace ciento cuarenta y dos años eran liberados los esclavos en los EE.UU., vi nuevamente “los rostros de la historia”. Observé a una multitud integrada por miles de personas, de todas las clases sociales y edades, que por fin rompieron su silencio de siglos. Y allí, como diría Scalabrini Ortiz describiendo el 17 de octubre de 1945, estaba yo parado “como uno cualquiera y sabiendo que era uno cualquiera”.
Lamentablemente estuve ausente del país durante el estallido social del 16 de diciembre del ’93. Y ese día no pude contemplar la historia que me pasó por mis narices. Pero sí dije presente, por pura casualidad (¿o será causalidad?), los días 19 y 20 de diciembre del 2001, en Buenos Aires, cuando las cacerolas frías se calentaron por los golpes. Estaba siendo juzgado por haberme atrevido a escribir sobre el Santiagazo y estupefacto contemplé cómo se estaba gestando el “Santiagazo nacional”. Fue el mismo día que enronquecieron las gargantas y la multitud lloró por los gases y también por las 27 víctimas jóvenes que cayeron para siempre, por no resignarse a ser simples esclavos. El pueblo argentino, con gran dignidad, terminó con el superministro del FMI y un presidente radical indigno que huyó en helicóptero y que, desde el aire, como estuvo siempre, contempló un país que despertaba de su letargo. La historia no sería ya la misma.
También vi “los rostros de la historia” cuando el primero de abril de este año el interventor Pablo Lanusse y su equipo llegaban a la Casa de Gobierno, abriéndose camino en medio de una multitud, que por primera vez podía acercarse al histórico edificio siempre vallado para los opositores. A unas pocas cuadras, el matrimonio ilustre permanecía detenido en su domicilio por distintos delitos. Esa multitud sin rostro abucheó hasta el cansancio al intendente de La Banda, Chabay Ruiz, “el hombre del presidente”, integrante de la coalición opositora que se opone al Nuevo Santiago.
Todos aquel día histórico vivimos momentos muy emocionantes. El Himno Nacional fue coreado con fuerza inusitada, especialmente al mencionar la añorada palabra Libertad. Recordé aquel día a la enorme multitud que cantó con lágrimas en los ojos nuestro Himno Nacional, en ese mismo lugar, el histórico 16 de diciembre de 1993, mientras un manifestante, sentado en una silla sobre la baranda del balcón, sostenido por sus compañeros y con un palo en la mano como el bastón de mando, saludaba con sus brazos levantados a la muchedumbre enardecida.
También el Himno Nacional fue coreado con emoción, al frente de la Casa de Gobierno, en este “primaverazo”. Allí estábamos todos los que queremos una nueva provincia, sin exclusiones, sin corazones pintados, sin concentración económica, sin códigos de descuento que nos recuerdan los vales del obraje, con Carteros de Neruda y sin censura, con docentes valientes enseñando la verdadera historia de nuestra provincia empobrecida y con alumnos receptivos y conscientes que se sientan protagonistas de este nuevo presente.
El hermoso “ruido de rotas cadenas” sólo podremos seguir escuchándolo si aprendemos de los errores del pasado, si logramos unirnos en la calle, sin banderías políticas, sin egoísmos y sin mezquindades personales. De otra forma seguiremos viendo los mismos “rostros de la historia”. Y créanme que yo los vi reflejados en esa docena de custodios privados que cubrían el frente del inmueble de la calle Irigoyen. Allí, en esos rostros pétreos, vi nuevamente el de Musa Azar y sus muchachos, y a los genocidas del proceso militar.
Es verdad también y de ellos no me olvido, que en este “primaverazo” marcharon con su vergüenza a cuestas (¿la tendrán?) algunos de los políticos corruptos responsables del atraso santiagueño. Pero son ya minoría. Pobres de ellos, siguen pensando que los hemos perdonado y que “todos los políticos van al cielo”. Eduardo Galeano se refiere a los cacerolazos de esta forma: “Hace cosa de un siglo, don José Batlle y Ordóñez, presidente del Uruguay, estaba presenciando un partido de fútbol. Y comentó: ¡Qué lindo sería si hubiera 22 espectadores y diez mil jugadores! Quizá se refería a la educación física, que él promovió. O estaba hablando, más bien, de la democracia que quería. Un siglo después, en la orilla argentina del río, muchos de los manifestantes llevaban la camiseta de su Selección nacional de fútbol, su entrañable señal de identidad, su alegre certeza de patria: con la camiseta puesta, tomaron las calles. La gente, harta de ser espectadora de su propia humillación, ha invadido la cancha. No va a ser fácil desalojarla.”
Por suerte esta vez fui testigo, hemos invadido la cancha llena de banderas argentinas y no va a resultar fácil desalojarnos. Por suerte podré contar esta historia, aunque sea juzgado mil veces. Y soy optimista, ahora más que nunca, aunque todos los políticos sigan creyendo que van al cielo. Porque la historia ya no será la misma.
* Profesor de Historia Social Regional UNSE. Investigador del Conicet. Master en Ciencias Sociales.