Sáb 20.04.2002

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

AGUANTE

› Por J. M. Pasquini Durán

Como redoblantes, los propagandistas contratados y voluntarios del Fondo Monetario Internacional (FMI) retumban a diario y a toda hora con las mismas afirmaciones y preguntas amenazantes: “sin crédito internacional el país sucumbirá”, “¿está la sociedad dispuesta a soportar las consecuencias del desacuerdo actual?”, “ninguna economía sobrevive sin bancos”, “después de cuatro años de depresión no hay otra que rendirse”. Hay tanta verdad en estos argumentos como en aquellos otros, a principios de los años 90, que denigraban al Estado y reivindicaban a las privatizaciones, porque así “serían liberados recursos del Estado para destinarlos al bienestar general” y “los servicios serían mejores y más baratos por el principio de la libre competencia”. Ayer y hoy, no son más que sofismas, o sea pura truchada. La historia de la decadencia argentina hasta el desastre actual, igual que en otros países de los cinco continentes, está macerada con un puñado de recomendaciones expertas del FMI y una mezcla de ineptitud y corrupción de las castas dirigentes. De modo que no hay lugar para la incertidumbre: la opción a favor del FMI es más de lo mismo, pero peor. No hay ideología en esta conclusión, sino la simple revisión de los deberes que enumeró Anoop Singh: la restricción fiscal es de tal volumen que no se consigue sin despidos masivos en las administraciones de los tres niveles del Estado (nacional, provincial y municipal) y baja de salarios, con lo cual achicarán más aún el mercado interno del consumo llevando a la quiebra a productores y comerciantes, al aumento de la morosidad en servicios y créditos... En fin, nuevos eslabones en la misma cadena de impotencias nacionales. Cuando el ministro de Economía Remes Lenicov reconoce que hay estipulaciones del Fondo que son incumplibles, expone un rasgo de realismo, aunque no lo suficiente como para asumir que por el momento no hay acuerdo posible, porque primero habría que atender a la protección de la economía productiva, haciendo honor a la palabra empeñada por el presidente Eduardo Duhalde en su discurso inaugural.
Ninguno de los políticos del gobierno y de la oposición ignoran los datos de la realidad. Los que fingen ignorancia o se dejan seducir por los cantos de sirena asumieron a conciencia la opción por los ricos y estarían satisfechos de vivir en un protectorado siempre que les permitieran formar parte de la minoría de privilegiados. La evidencia es tan innegable que hasta la selección nacional de fútbol antes de iniciar el último partido antes del inminente mundial desplegó una bandera provista por CTERA con la leyenda: “Para los chicos el único trabajo debe ser ir a la escuela”. El gremio de los maestros, que ayer terminó con éxito una marcha nacional, se refería a los siete millones de adolescentes y chicos que viven en la pobreza, más de la mitad de la población menor de 18 años, sobre todo entre los que tienen edad para la escuela primaria, de seis a doce años (2,8 millones). Los que se desgarran las vestiduras por los “pibes chorros”, ¿qué condena proponen para los instigadores de semejante pedofilia económico-social? Hay legisladores que, por convicción o por cálculo, tratan de escurrir el bulto a la situación, porque saben algunos que el drama del abandono y la indigencia será más terrible todavía si hacen caso al FMI y otros sospechan que su propio futuro caerá en la volteada cuando los ciudadanos les pasen la factura por las complicidades ignominiosas. Con la misma intención de represalia y presión de un lock out patronal, el feriado bancario y cambiario que comienza el lunes quiere vencer a los remisos del Congreso y a la resistencia de los ciudadanos paralizando todavía más la actividad económica y haciendo más difícil aún la vida cotidiana de las mayorías. De paso, la medida de fuerza expresa la incapacidad de encontrar otro rumbo que no sea el trillado camino hacia el matadero. Esta es la verdadera conjura que amenaza a la estabilidad democrática. No son las huelgas sindicales ni los estallidos populares los que fomentan el caos o la anarquía, sino el terrorismo económico que usan los conservadores para meter miedo hasta doblegar la voluntad colectiva. Es tiempo de aguante, sin desmayos ni actos desesperados, ni temor a que el empujón sea demasiado fuerte. Al Gobierno no lo tumbará la protesta popular sino la codicia insaciable de los poderosos, principal factor que hace imposible la gobernabilidad. Si apuran, incluso habría que imaginar momentos inmediatos de contraofensiva popular, a condición de reunir las múltiples resistencias en un frente común por un programa mínimo de dignidad nacional. Italia acaba de mostrar cómo se defienden los derechos económico-sociales, con una huelga general sin precedentes en los últimos veinte años de ese país. Allí también los trabajadores están repartidos en tres centrales sindicales y además existe una amplia pluralidad de organizaciones sociales de diverso tipo, pero supieron pasar por encima de las divergencias para rescatar el bien común. De eso se trata, que la línea divisoria no cruce la sociedad en zigzag sino que separe con nitidez al capital salvaje que no respeta ni los valores básicos del capitalismo, como la propiedad privada o las obligaciones contractuales que vinculan a los bancos con sus clientes, ni los derechos del niño ni los mandatos esenciales de la Constitución. El canibalismo sin límites genera, a la vez, contradicciones internas en ese bloque concentrado que los predisponen a la traición como método y que se introducen en la Casa Rosada, en el Congreso, en las gobernaciones y en los partidos de la coalición gobernante, excitando a las ya alborotadas internas de la política y debilitando a una administración balbuceante que está parada sobre la cornisa.
Las razones para reaccionar no están sólo en el futuro amenazado sino en el presente lacerado por los abusos de la injusticia. La clase media estafada por los banqueros en los que depositaron la confianza, además de los ahorros, y que manipularon esa credibilidad con exhortaciones a la especulación y la fantasía del uno por uno, acaba de comprobar que le han expropiado hasta el derecho a la defensa en juicio para seguir esquilmándola con cartón pintado, bonos que nacen ya devaluados. Por cierto, las economías necesitan un sistema financiero, pero no está escrito como una fatalidad que ese sistema debe ser de rapiña como el actual. Hay otra banca posible, nacional y cooperativa, tal como lo indicaron los especialistas y académicos que diseñaron las dos versiones del llamado Plan Fénix en los ámbitos de la Facultad de Ciencias Económicas. En esas deliberaciones, el veterano Aldo Ferrer lo ha dicho bien: “Cada país tiene el FMI que se merece”. Si las clases medias saqueadas tienen motivos para la protesta indignada, a los trabajadores con o sin empleo las tripas que hacen gárgaras con el hambre no les permiten olvidar ni una sola de las conquistas perdidas. Pues bien, el aguante obliga a la convergencia, así sea temporal y transitoria, porque no hay diferencia que justifique debilitar la resistencia común, dividiéndola en la confrontación con los colonizadores contemporáneos.
Nadie está eximido de la responsabilidad de aportar al esfuerzo compartido para salvar las distancias y tender puentes hacia todas las direcciones posibles. Por ejemplo, la Iglesia Católica, cuyos obispos analizarán la coyuntura a partir del lunes, tiene en la resistencia popular la oportunidad de redimir las expectativas y los esfuerzos que invirtió en la Mesa del Diálogo, cuyos resultados no cuajaron en medidas concretas porque el Gobierno padece de la peor sordera, la del que no quiere oír. El diálogo, más necesario que nunca, debería renunciar a las reconciliaciones imposibles, como la de banqueros y clientes estafados, para acogerse en el lado popular y contribuir a la coincidencia para resistir a las injusticias desde la opción por los pobres. En el aguante, hay una nueva etapa para que sea fructífero el compromiso asumido. Es verdad que lasbrumas de la crisis generalizada ocultan la línea del horizonte, pero eso no significa que no existe, sólo que no se ve. Si alguien lo borró a propósito para justificar la condena al presente perpetuo, habrá que dibujarlo de nuevo.

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