EL PAíS
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› Por J. M. Pasquini Durán
Grover Norquist, de 48 años, directivo de la Asociación Nacional del Rifle, es estrecho colaborador de Karl Rove, principal estratega de George W. Bush para las elecciones del próximo 2 de noviembre. Una semana atrás, la agencia de noticias Prensa Ecuménica reprodujo una entrevista publicada en el matutino El Mundo de España, en la que Norquist expone ideas de su grupo en el Partido Republicano como ésta: “Aceleraremos el declive de los sindicatos [...] Y empezaremos a mover el Estado de Bienestar hacia un sistema privado, en pensiones y sanidad”. Hasta el momento las encuestas en Estados Unidos indican que la mitad de los votantes se inclina por Bush, lo que incluye este tipo de ideas. Una trágica opción, aunque la alternativa tampoco sea un lecho de rosas, explicable en el contexto del terror y de la guerra.
Antes de que el miedo obnubile la razón hay que fijarse bien quiénes son los enemigos verdaderos del Estado de Solidaridad y bien común. Ellos son, como Norquist, los que quieren destruirlo. En Argentina ejercieron el poder y el gobierno durante la década del 90 y todavía hoy conservan interesantes porciones de influencia en la definición de los asuntos públicos. Para esa línea de pensamiento, por ejemplo, la asistencia social del Estado tiene que ser privatizada a las dimensiones de cualquier obra de damas de caridad y al que reniegue por eso que lo disciplinen a palos o a tiros. ¿Es casual acaso que de la misma fuente brote la demanda para que las fuerzas armadas vuelvan a adueñarse de las calles, las vidas y las propiedades de los ciudadanos? Menem, Bloomberg y Macri, notorios promotores de la intervención militar, ya están en condiciones de fundar la filial local de la Asociación del Rifle.
De muy distinta naturaleza son las críticas que en la última semana sacudieron a los planes sociales oficiales, debido a los vicios y las debilidades que amenazan malversar la bondad de sus propósitos: fraude, clientelismo y desaliento a la cultura del esfuerzo y del trabajo propios. Algunas de las críticas fueron enunciadas por hombres de la Iglesia Católica de reconocida trayectoria en la opción por los pobres, pero como sucede en estos casos siempre hay altavoces insidiosos dispuestos a multiplicar las voces con mala leche. Hasta en la Casa Rosada se puso de la nuca más de una hipersensibilidad mal dispuesta con cualquier opinión disidente, desacostumbrada sobre todo a que los del palo critiquen en voz alta. “Si las puertas están siempre abiertas para que vengan a decir lo que quieran...”, mascullaban con bronca, pero con cierta lógica desde su punto de vista.
Olvidaban quizá que cada uno de los que tienen responsabilidad social no pueden sólo hablar entre cuatro paredes, porque sus propias audiencias quieren oír que sus preocupaciones sean repetidas en voz alta por aquellos que hablan por los que no tienen voz. Además, ya antes lo habían dicho en voz baja, sin ningún resultado y, por último, no han alertado sobre nada que no sea verdad, en mayor o menor proporción. El Gobierno sabe bien que el instrumento no le funciona cada vez que lo necesita y que buena parte de sus energías las gasta en conseguir movimientos desganados y deficientes controles de gestión. La cantidad de programas del presupuesto subejecutados o no ejecutados basta como toda evidencia de las impotencias estatales y de la ineficacia de algunos de sus administradores. En los ’90, los muchachos del rifle privatizaron a mansalva, pero también minaron lo que quedaba del Estado, corrompiéndolo aquí, hambreándolo allá y desarticulándolo en todas direcciones. Desde que se fueron, hasta aquí, la reforma del Estado, como la política-partidaria, son mapas garabateados, sin ninguna dirección clara. Ahí están los resultados.
Ya que la ocasión lo permite, sería bueno que los diversos protagonistas dediquen algún tiempo a reflexionar sobre las relaciones de la Iglesia Católica y de las religiones en general con la sociedad, el Estado y el mercado. A propósito del nexo con la sociedad, la publicación católica Criterio, en su edición de agosto último, editorializaba criteriosamente: “A pesar de su unidad y fuerte organización jerárquica, la Iglesia Católica es una realidad compleja {y} no puede ser reducida a los marcos de una corporación simbólicamente poderosa”. Todavía más: en su interior está recorrida por tendencias diferentes, incluso antagónicas, por lo que la misma frase depende de quién la diga para que adquiera su sentido auténtico. Criterio, en el texto citado, advertía: “En la sociedad plural de la Argentina presente aún perduran posturas resistentes a aceptar que la fe católica y el lugar de la Iglesia es diferente de otros momentos del pasado”. ¿Entiende? O sea: a todos hace bien un poco de humildad, esa noble sustancia que suele encontrarse en abundancia en los hogares del pueblo.
De cualquier modo, en medio de las relaciones de la Iglesia y el Estado hay un océano de pobreza. La Iglesia tiene un voto hecho en la opción por los pobres y el Gobierno necesita que los pobres lo voten en las urnas. Ambas partes deberían avanzar en el debate hacia problemas de fondo, como la distribución justa de los ingresos, que aún es regresiva, y la creación de empleos legítimos y remunerados con equidad, sin condiciones laborales de un siglo atrás. Los planes de asistencia social, en definitiva, son paliativos que deberían estar condenados a desaparecer, reemplazados por la producción y el trabajo, único modo de restituir la dignidad a las familias argentinas, con o sin empleos. En esos temas hay campo fértil para la creatividad y el consenso, no sólo para ellos sino para todos los argentinos de buena leche.
Donde no hay espacio para la duda es en la propuesta de sacar las fuerzas armadas a la calle y confiarles la seguridad urbana. Según el bostero Macri, sólo un ridículo ideologismo detiene el uso de tales recursos y, debido a la campaña diaria del sensacionalismo mediático, hay voces de ciudadanos sin malicia que comienzan a preguntarse si no valdrá la pena gastar lo que cuestan en usar esas tropas en lugar de la policía corrupta. Por las dudas que les falle la memoria: la última vez que las FF.AA. tuvieron poder en el país asesinaron con premeditación y alevosía a treinta mil argentinos y se robaron lo que pudieron según la infame hipótesis del “derecho al botín”. De esos y otros beneficios participó un puñado de empresarios que, hoy en día, pretenden aleccionar con el índice parado. Que ocupen ese dedo en otros menesteres y dejen a los militares donde están. Pueden salir para los desfiles en las fechas patrias porque el colorido espectáculo entretiene a los niños.
Pero, entonces, preguntarán los más atemorizados, ¿estamos condenados a vivir en la inseguridad, rehenes del delito? Ni más, por ahora más bien menos, que en cualquier otro centro urbano del mundo, sobre todo en aquellos donde reina y gobierna la injusticia social más indignante. En todo caso, no se trata de elegir entre Grondona/Blumberg vs. Arslanian, como si fueran La Momia y El Caballero Rojo de Titanes en el Ring, por citar un espectáculo de la edad de los contrincantes. Mientras más pronto el país sea mejor y más justo, antes el delito quedará reducido a las dimensiones minoritarias que siempre tuvo. Será cuando policías insobornables y maestros de un solo turno ganen los salarios que merecen y no haya miles de jóvenes sin trabajo ni estudio que esta noche no tendrán los pesos suficientes para ir al festival de rock, al cine del barrio o a gastar las horas de ocio con placer, a no ser que elijan una víctima. ¿Qué está haciendo Ud. para dejar de ser una víctima potencial? ¿Qué tal si se suma a los que luchan por un futuro diferente?
En estos días, la verdad es que da cierta envidia la posibilidad de ser uruguayo. Las encuestas cantan que el presidente, en la primera vuelta no más, será Tabaré Vázquez, del Frente Amplio, el frente de las izquierdas. Si es así, ¡qué fiesta!, aunque el próximo 2 de noviembre en Estados Unidos vayan a ser diferentes los que festejen. Esa es otra historia, o mejor dicho, otro capítulo de la historia de siempre que, a pesar de todo, sigue adelante.