Mié 24.04.2002

EL PAíS

Un plan se cayó, y dos se hundieron antes de zarpar

Remes esperaba que el Fondo le dijese qué hacer, y en esa espera se le fue el cargo. Ayer, otros dos planes revolotearon un rato antes de fenecer.

› Por Julio Nudler

Con Jorge Remes se hundió la humillante estrategia de preguntarle al Fondo Monetario qué hacer, intentar implementarlo en el país, recibir misiones que juzguen si lo hecho es suficiente y luego viajar a Washington para averiguar cuándo se firma y recibe el dinero. Al no recibirse el auxilio, el Gobierno aplicó como pudo el programa del FMI, pero sin la plata del organismo, que es como vivir en el peor de los mundos. Entre la acción desestabilizadora de los jueces y la incapacidad absoluta de Eduardo Duhalde de generar alguna ilusión colectiva, el país quedó colgando sobre el barranco. Cobró así impulso la idea de invertir la secuencia: primero conseguir una relativa estabilidad de corto plazo, con determinación del dólar y cierre fiscal, y luego invitar al Fondo a respaldar con un acuerdo el precario equilibrio logrado.
La clave de esta estrategia inversa a la de Remes, y que de algún modo quedaba identificada con la figura de Alieto Guadagni, radica en cambiar la “propiedad” de las reservas del Banco Central: en vez de que pertenezcan de hecho al FMI, con lo cual se las atesora para eventualmente pagarles con ellas a los acreedores, pasarían a constituir una herramienta central de la política económica, permitiendo la fijación del tipo de cambio y su defensa en el mercado. Si el Fondo impuso la flotación, y Remes se sometió a ella, esperando el premio que no llegó, la alternativa es anclar la paridad para asegurar el principal objetivo de la hora: evitar la hiperinflación.
Pero este provisorio “vivir con lo nuestro” exige un dólar suficientemente alto como para que a los tenedores de pesos les cueste mucho devorarse las reservas del BCRA. Ese dólar caro, en principio no inferior a 3 pesos, es la llave del cierre fiscal. Primero, por lo mucho que permite recaudar (teóricamente) vía retenciones, incluso subiendo las más bajas. Segundo, porque implica una fuerte dosis de inflación en pesos, no menor a un 60 por ciento en el año, que aumentará nominalmente la recaudación de diversos impuestos. Ya se verá en cuánto habrá que flexibilizar el gasto público ante la licuación de sueldos estatales y jubilaciones. Pero toda dosis adicional de inflación ayudará a llenar la caja, sobre todo si se atenúa la depresión.
Condición para este esquema es terminar con la succión de plazos fijos vía amparos. Si sigue, se caen los bancos o, para evitarlo, se admite que la emisión monetaria quede determinada por los jueces. El Banco Central se muda de Reconquista a Talcahuano. Esto es incompatible con la fijación del tipo de cambio, elemento ordenador de todo el sistema. Por supuesto, un tema sometido a discusión es qué hacer con los depósitos en principio “transaccionales” del corralito; es decir, cuentas corrientes y de ahorro, por una suma que ronda entre 25 y 30 mil millones de pesos.
No faltan quienes, como Javier González Fraga, preferirían “sincerar” rápidamente la situación, desmantelando ese corralito, en nombre de la necesidad de combatir con medios de pago la recesión, luego –eso sí– de haber canjeado compulsivamente los plazos fijos por Bonex. En ese planteo, el BCRA actúa para evitar la caída de los bancos que considera viables (los demás deben desaparecer o fusionarse), dándoles dinero (redescuentos) para que lo entreguen por ventanilla.
Cualquiera sospecharía que éste es un pasaporte a la híper, pero sus impulsores la imaginan evitable al precio de vender miles de millones de dólares de las reservas, reabsorbiendo así pesos, y mediante el arbitrio de colocar letras muy atractivas, que compitan como opción con el dólar. El costo, obviamente, debería afrontarlo el Estado. Esta fórmula se basa, como se ha basado hasta ahora la política del dimitido Remes Lenicov, en una violenta caída del salario real, convalidada por la tenebrosa situación del mercado laboral. La idea, en este caso, es que el Estado no reajuste sueldos ni jubilaciones, cualquiera sea el nivel que alcance lainflación. Además de despiadado, este propósito es irreal. En algún momento, ni siquiera el desempleo frena la presión salarial.
En cualquier alternativa, quedaría por definir qué se hace con el superávit primario que puede alcanzar el Tesoro Nacional gracias a las retenciones, la inflación y los sueldos licuados. La propuesta “de izquierda” es utilizar ese excedente para inyectar poder de compra en las franjas más sumergidas de la sociedad. La “de derecha” es acumularlo para el día en que se reanuden los pagos de la deuda, o incluso utilizarlo para iniciar sin demora algunas remesas simbólicas, mientras se comienza la negociación con los acreedores, incluidos los organismos multilaterales.
La realidad es que ayer, en el curso de unas pocas horas, se cayeron las postulaciones de Guadagni y González Fraga como sucesores de Remes. Fue así una jornada con tres ministros de Economía: uno saliente, y dos entrantes que no traspusieron el umbral. Como saldo queda el desconcierto de estar barajando la posibilidad de programas diferentes, y hasta antitéticos en cuanto a su actitud frente a la híper, bajo el mentón de un mismo Eduardo Duhalde, quien no parece abarcar política ni intelectualmente el problema que la crisis descargó en sus manos.

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