EL PAíS
› OPINION
La utopía del segundo centenario
› Por José Pablo Feinmann
¿Qué pasa en el país? Se viene el Segundo Centenario y está lleno de distraídos. Nadie se dio cuenta. Algunos sí, claro. Pero son pocos. No alcanza. El Segundo Centenario debe ser (ya) una meta, una bandera, un proyecto, un punto de convergencia, una obstinación nacional. ¿Llegamos o no llegamos? Y si llegamos, ¿cómo llegamos? O también: ¿cómo queremos llegar? Porque todos queremos llegar al Segundo Centenario, pero no todos de la misma manera. Porque la Argentina está metida hasta la médula en la historia y la historia es conflicto, antagonismo. Unos quieren una cosa, otros quieren otra. De modo que no todos van a querer festejar lo mismo. Es posible que el festejo de unos sea la tristeza de otros. Su derrota. O su desplazamiento. Es posible que algunos, aunque satisfechos, no quieran festejar. Para no humillar a los derrotados, a los desplazados. O para terminar con los festejos y seguir trabajando. Porque –para decirlo ya– imagino un Segundo Centenario sobrio. Fue tan estrepitoso el Primero. La oligarquía de las vacas y las mieses tiró la casa por la ventana. Ese Primer Centenario fue de pocos. De los victoriosos. Ahí, más que derrotados o desplazados, hubo muertos.
La elite porteña que le muestra al mundo el país había liquidado todo estorbo. Algunos (¡las cosas que hay que escuchar!) dicen que se festejaba como centenario un país que sólo tenía treinta años de organización. No, los guerreros victoriosos de la Atenas del Plata festejaban cien años de luchas, de guerras, de matanzas, victorias, derrotas, guerras infames y genocidios prolijamente silenciados. Consolidaron el país en 1880 pero, hacerlo, les llevó setenta años. Lo consolidaron a su manera, como espejo de su clase, como adorno formidable de su linaje intocado, puro. “Cerremos el círculo y velemos sobre él”, decía, célebremente, Miguel Cané. Era un país para pocos. Muchos inmigrantes y gauchos derrotados, ahora meros troperos o peones, y una clase dirigente arrogante, europeísta, viajera, represora, experta en costumbres parisinas, en modales de transatlántico. No haberlos metidos a todos en el “Titanic”. Ahí, para que se dieran todos sus gustos. Se llevaran la vaca para tomar leche de la patria, los poemas de Lugones, algunas prosas de Groussac, las educadoras francesas de las niñas inquietas y algo alborotadoras. (¡Hay que ver lo fascinante que le resulta a cierta izquierda literaria la imagen de la niña oligarca y rebelde! Entre Victoria Ocampo y Estela Canto se deslizan esos ardores de equívocos clasistas. Estela Canto estuvo, incluso, en el Partido Comunista. Se dio hasta ese gusto. Y luego, confesó, se cansaron de ella: “Se cansaron –dijo– del glamour de la oligarquía”. Pero luego de comprarlo. Qué cosa esa izquierda nuestra: encuentra glamorosa a la derecha del goce y el dispendio.)
Retomo lo del “Titanic”: de acuerdo, uno no debe desearle a nadie un viaje en ese flotador. Ni siquiera a la oligarquía argentina de 1912 que lo habría disfrutado hasta el límite. O hasta el iceberg. Pero no viajaron ahí. Viajaron en otros barcos. Ninguno se hundió y la vocación incontenible por el goce de esa clase ociosa jamás se vio opacada. En suma, la pasaron muy bien. Habían ganado muchas guerras y querían gozar del país que era, para siempre, de ellos. Brevemente, el insalvable desapego que me produce esta clase es, no sólo su soberbia y su desdén por todo lo que ella no fuera, sino su improductividad. Su elección por el goce. La oligarquía argentina se parece a los cuatro burgueses obscenos de La gran comilona de Marco Ferreri. Lejos de ella la locura de “comer hasta morir”. No, esto tiene un componente nietzscheano que los de aquí, no. Nuestra oligarquía de los ganados y las mieses se educó para el goce. No hizo un país, hizo una ciudad tan bonita y elegante como un palacete francés. O como un perfume. El resto, condenado al atraso, la derrota y la ignorancia, se lo entregó a caudillos torpes, sometidos a sus dictámenes, autoritarios, feudales. Esa gente, los Juárez, los Saá, los Taboada, los Saadi, son impensables sin la política centralista de Buenos Aires. Buenos Aires, en el siglo XIX, derrota el caudillismo federal. Y en el siglo XX le entrega al caudillismo arcaico, feudal, terrateniente y hasta esclavista los territorios que arrasaron los Pauneros, los Sandes, los Irrazábal. La hicieron bien. Lo que hicieron mal fue el país. No lo hicieron. Se lanzó durante un tiempo la canción mentirosa del “granero del mundo”. Pero no. Un país no es un granero. Un país necesita industrias, consumidores, obreros, mercado interno, burguesía capitalista, reinversiones, trabajo productivo y no goce. La oligarquía (la que gana en el ‘80, la de esa generación que tantos veneran) exportaba, en 1912, $480 millones de pesos-oro. 1912, el año en que el “Titanic” se trenza con el iceberg. El año en que entra en crisis la idea del progreso indefinido basado en el poder de la técnica. Aquí, en crisis, nada. De técnica tampoco. Salvo para el agro. Salvo para lo primario. Vacas y trigo. Exportaciones: casi $500 millones de pesos-oro en 1912. De esos casi $500 millones de pesos-oro nuestros prohombres gastan 44 en... viajes al exterior.
En suma, en 1912 (en medio de la orgía bullanguera del Primer Centenario) la oligarquía se gasta casi un 10 por ciento del total de sus exportaciones en viajar. No en reinvertir, no en crear industrias, fuentes de trabajo. No en, al menos, sustituir importaciones. No, la idea de un país con industrias le era por completo ajena. Pensaba siempre vivir de la abundancia fácil. Observemos: el concepto de la “reinversión” (esencialmente capitalista-productor-progresivo) le estaba vedado. Una clase entregada al goce compulsivo no reinvierte, gasta. O dilapida. No fueron industriales, fueron turistas.
Así, el Primer Centenario se festeja en la modalidad boba, inmediatista, efímera del despilfarro. Que nadie lo dude: se dieron la gran vida. Esa gente sí que la pasó bien. Guardan, coherentemente, cálidos recuerdos. Suelen decir: “La patria de nuestros padres y nuestros abuelos”. Y al que molestaba, lo agredían, le pegaban o lo torturaban sin mayores dudas. Ni menores. O por decirlo claro: sin ningún tipo de dudas. La “chusma ultramarina” eran los inmigrantes. Eran ácratas, anarquistas y trabajadores serviles, obedientes. Con estos últimos, todo bien. Al Hotel de Inmigrantes primero y después ya se les diría cómo ganarse el pan. Muy duramente siempre; el pan y el trabajo. En cuanto a los ácratas, Ley de Residencia y cosacos del coronel Falcón. El 1º de mayo de 1909 la FORA hace una jornada por el día de los trabajadores. Esos primeros de mayo eran jornadas de lucha, no de fiesta ni alegría. Los cosacos no tienen piedad: 8 muertos y 105 heridos. Apenas unos meses más tarde tampoco tiene piedad Simón Radowitzky. Un pibe de 18 años, que acaba de llegar de Rusia y es anarquista y mete bombas. En noviembre de ese año de 1909 le mete una al cosaco Falcón y a su secretario Juan Lartigau. Algo queda de los dos, pero no mucho. Esto fue el Primer Centenario. Si me empeño en marcar hasta lo macabro es para ver qué queremos para el Segundo. (Aquí, yo, ya puedo decir: no lo quiero a Ramón Falcón ni a Radowitzky. Pero sobre todo no lo quiero a Ramón Falcón. Porque sin Falcón no hay Radowitzky. Sin cosacos asesinos en mayo de 1909, la bomba del joven anarquista ruso no habría existido. Como sea –y aunque siempre veré en Radowitzky una consecuencia y no un culpable–, la historia no se hace entre cosacos y ponebombas. Eso no es la historia, es la Muerte. El nihilismo. A esta altura de los tiempos sabemos que hay que buscar por otro lado. Sin ceder, pero sin matar.) Resumiendo, ¿qué otras delicias nos depara el “glorioso” Primer Centenario? Vino la infanta Isabel de España. No sirvió de mucho. Vino Vicente Blasco Ibáñez. Tampoco. Georges Clemenceau dijo una serie de ingeniosos (o no tanto) disparates en francés. Del “divino” Rubén ni hablemos. Vino el cometa Halley. Tal vez lo envió el mismísimo Dios (que, en ese momento más que nunca, era argentino) para iluminar la farra. Pero hay algo insoslayable, denso, absolutamente conceptual: El primer centenario se festeja bajo estado de sitio. ¿Qué pasaba con la Atenas del Plata? ¿No podía festejar en calma sus destellos, sus glorias? No. La primera herramienta fue la Ley de Residencia del dulce autor de la adorable Juvenilia de nuestras lecturas tempranas. Cané la llamó “deliciosa ley de expulsión”. Anarquista que se portaba como anarquista, afuera, expulsado del Paraíso Terrestre que cantaba Darío. Y el 13 de mayo de 1910 (en el corazón del Centenario) se implanta el estado de sitio. Se censura a la prensa, se encarcela a los anarquistas y hasta se clausura el pacífico medio socialista La Vanguardia, campeón en mesura y buenos modales. Ni eso se toleraba.
Lo peor estaba por venir. La mayor injuria. El Teatro Colón, en 1910, era el centro de la cultura del Poder. Era un desmadre de la oligarquía y un orgullo del país. (Del país de la oligarquía. Todavía, hoy, uno lo mira y se sorprende: ¿éramos un país como para levantar semejante opulento dinosaurio? Que es lindo es lindo, eso no se discute. Pero ésa no es la discusión.) Bien, ahí, en la centralidad misma del corazón de la Argentina del desborde, el 26 de junio, estalla una bomba (ver: Horacio Salas, El Centenario, p. 240). Los discursos de los diputados de la nación escapan a cualquier adjetivo. Manuel Carlés, el creador de la Liga Patriótica, ruge: “¡El anarquismo, el terrorismo, la bomba y la traición son sinónimos ante la consideración de nuestras leyes de seguridad!” (Siempre se pide “seguridad” en la Argentina. Si nuestras clases dirigentes hubieran aprendido a democratizar “algo” la riqueza, si hubieran invertido en trabajo y justicia distributiva en lugar de tanto dispendio obsceno, habrían clamado menos por la seguridad. ¿Peras al olmo?) Y dijo más Carlés: “¡Si hay extranjeros que abusando de la condescendencia social ultrajan el hogar de la patria, hay caballeros patriotas capaces de presentar su vida en holocausto contra la barbarie para salvar la civilización!” Esta, sin embargo, es apenas la verborrea de un compadrito. El proyecto del diputado Carlos Mayer (¿lo habrá conocido el Führer Adolf?) era una joya prenazi de rara excelencia. Proponía, desde luego, expulsar a todo militante ácrata. Y no dejar entrar uno ni por casualidad. Pero (atención) tampoco podían ingresar a la Atenas del Sur: “A) Los idiotas, los locos y los epilépticos; B) Los tuberculosos o los que padecen cualquier enfermedad contagiosa o repugnante; C) Los mutilados y los contrahechos”. Abrevio: los que practiquen la poligamia, las prostitutas “como asimismo los que pretendan introducirlas o ejerzan negocios u oficios inmorales” (Salas, 244).
¿Qué es una utopía? Una utopía ocupa la dimensión temporal del futuro. Está, siempre, más allá. La elegimos hoy, la imaginamos hoy y hoy luchamos por ella, pero si la conquistamos será mañana. Está en el horizonte. Le da forma a nuestros posibles. No es, como dice Dashiell Hammet del halcón maltés, “la materia de la que están hechos los sueños”. Es el lugar en que ponemos nuestros sueños. Nada la garantiza. Si algo la garantizara sería un agravio a nuestra praxis. Nos la tenemos que ganar. Si algo la hará posible será nuestra voluntad militante, nuestra lucidez. No está fija para siempre. La tenemos que inventar todos los días. Es cambiante como la historia, como la vida. Pero tiene en sí cosas que nos definen. Que son parte de nuestro más auténtico ser. Si no creyéramos en ellas no seríamos como somos ni lo que somos. Por esas cosas luchamos y esas cosas –digamos esto con sencillez, sin alharacas, ya que es demasiado serio– justifican nuestra vida.
Por decirlo sin vueltas: queremos y tenemos una utopía. El Segundo Centenario está aquí, a la mano. Esto no quiere decir que esté “cerca”. Sólo quiere decir que está a la mano. Pero no está en nuestra mano. No es nuestro. No lo tenemos. Tenemos que estirar la mano y agarrarlo. De eso se trata. De agarrar el Segundo Centenario. De organizarse. De recrear las Asambleas. De valorizar una mística militante. De convocar la participación popular. La ocupación deliberativa del espacio público. De exigir a las dirigencias. De no bajar ninguna bandera crítica ni, menos aun, el espíritu de la crítica. De colaborar y de apoyar si es necesario y si es justo. De volver a desear un país. De crear consignas. La primera, para mí (y lo es como inmediato resultado de estas notas), es la que sigue: Que el Segundo Centenario de la Argentina sea la contracara, la antítesis del Primero.
Proponemos, entonces, el siguiente Manifiesto: Queremos un Segundo Centenario sin presos políticos, sin perseguidos, sin bombas, sin muertos. No queremos una bestia represora como Falcón que justifique la bomba de Radowitzky. Queremos una policía que respete al pueblo. Que obedezca a sus mandantes. Que esté para servir y no para reprimir. Que si reprime sepa que reprimir es controlar, jamás matar. Queremos un Segundo Centenario de gatillos difíciles y hasta innecesarios. Queremos una clase dirigente productiva y no ociosa. Queremos una democratización de la riqueza. Una redistribución inmediata que sacie el hambre de los hambrientos. Una distribución que no dependa de las cifras del crecimiento económico sino de la decisión política de erradicar el hambre de nuestros hermanos. Eso (sólo eso) acabará o disminuirá enormemente la delincuencia. La justicia social nos evitará ser esclavos de la “seguridad”, nos permitirá gozar de las libertades que justifican una vida, una comunidad. Queremos una clase productora. Que dé trabajo. Que reclame trabajadores. Que pague buenos, dignísimos salarios. Queremos un mercado interno. Queremos unirnos a nuestros hermanos de América latina. Solos no podemos. Hoy no. América latina debe autoglobalizarse. Queremos un Segundo Centenario sin obedecer órdenes del Imperio Global. O del Fondo. Y queremos muchas cosas más. No somos inocentes. No discutimos hoy dentro de qué sistema de producción queremos lo que estamos pidiendo. Sabemos lo que necesitamos. Lo que necesitan los que pasan hambre en la Argentina. Sabemos que ponernos afuera no nos va a ayudar. Que el “afuera” hay que crearlo y aún nos cuesta porque la historia nos pasó muy duramente por encima. Pero hay muchas peleas por dar adentro. Sobre todo, la del hambre. Porque lo que en verdad queremos (y lo que quieren los mejores hombres y mujeres de este país) es un Segundo Centenario sin hambrientos, sin excluidos, sin marginados. Un país con trabajo, producción, consumo, mercado interno y proyección latinoamericana. ¿Es mucho? Ninguna utopía pide poco.