EL PAíS
› EL PERONISMO DESBARRANCÓ A REMES SIN PLAN NI REDITO
Con la última bala en la recámara
El saldo de la gestión de Remes Lenicov. La curiosa lógica de los dirigentes peronistas. Un fax sobreinterpretado. La fantasía electoral. La resistencia del PJ a Duhalde, una larga historia. Los límites del Presidente y los de su nuevo ministro.
› Por Mario Wainfeld
Cumple reconocerle a Jorge Remes Lenicov un estilo templado y cortés y una vocación por comunicar infrecuentes entre los ministros de Economía que –involuntariamente o adrede– vienen asolando este suelo. También corresponde señalar que –a diferencia de su precursor Domingo Cavallo– dedicó todos sus afanes a administrar la cosa pública sin mezclar su cometido con meganegocios para sí mismo o sus amiguetes o socios. Remes cumplió su efímera y arrasadora gestión haciendo lo que entendió mejor, en el estrecho margen de lo posible. Por lo demás, aunque la gente del común se incline a creer lo contrario, ejercitar el poder político en el primer nivel es hoy una tarea agobiante, estresante al mango, magra en compensaciones materiales y simbólicas, desquiciante de la vida personal y familiar. Todos esos costos cargará en su mochila el caballero que dejó en estos días la cartera de economía para volver al llano después de 14 años de gestión pública y cabe reconocerle esos servicios prestados.
El balance induce a ser más despiadado si se pondera el rumbo y los logros de su gestión. Remes deja el país bastante peor de como lo encontró y casi no es exagerar concluir que no pegó una. Jugó todas sus fichas a un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Dobló la apuesta transformando al enviado del FMI Anoop Singh en vocero de su ministerio, decisión sobreactuada cuando se le cedieron las instalaciones del propio ministerio, esto es del Estado nacional, en un gesto de vasallaje frente al cual la expresión “relaciones carnales” queda reducida a un eufemismo.
Tan ponderados y serenos fueron sus modos cuan improvisada su gestión. Devaluó –algo que no podía evitar– sin tener ninguna política ulterior elaborada o en carpeta. Lo que ocurrió es que la sociedad argentina pagó todos los costos de la decisión (incluso ulteriores megadevaluaciones que no tienen traza de haber terminado) sin cosechar los beneficios que tales medidas suelen derramar sobre algunos sectores. Su equipo, seguramente con la exclusiva excepción de su número dos Jorge Todesca, no estaba a la altura de las circunstancias.
Como suele acaecer con todos los inquilinos de Hacienda, más allá de sus estilos, honestidad o procedencia ideológica, vivió encerrado en el ghetto de su lógica y la de los organismos internacionales. Eso lo alejó de los legisladores de su propio partido, del Presidente, a quien lo unía una relación de afecto y confianza que no se prodigaban los titulares de esos cargos desde los remotos tiempos de Raúl Alfonsín y Juan Sourrouille. Terminó, él, un hombre de diálogo, en un marco de autismo que lo llevó en su último gesto a dar por hecha una ley de Bonos, de improbable constitucionalidad y nula consistencia política.
Para colmo de los colmos, Remes Lenicov se fue eyectado casi porque sí en una batalla necia disputada por sus compañeros peronistas a quienes un análisis rutinario sigue suponiendo expertos en eso de manejar al poder. Y que, sin embargo, hace años que vienen deteriorando el poco que aún conservan en un ejercicio impar de torpeza y brutalidad.
Un juego de suma negativa
La política no es casi nunca un juego de suma cero. Lo habitual no es que todo lo que pierde uno lo consiga algún otro. El poder, en tanto relación entre seres humanos, es mudable por definición y crece o disminuye según la destreza de los antagonistas. La corporación política nacional es maestra en eso de mellar el poder de otro sin capitalizarlo, produciendo a la larga pérdidas conjuntas. Fernando de la Rúa no se quedó con todo el pozo cuando desbarrancó a Carlos Alvarez. Los gobernadores del PJ no acumularon para sí todo lo que esmerilaron a De la Rúa. Duhalde nació con menos poder que el gobierno de la Alianza. Como ocurre con los recursos económicos, la torta del poder público es día a día más menguada y los comensales, mientras disputan mendrugos a lo gamberro, la siguen desmigajando.
“El peronismo funciona como una perrada. Si aparece algún perro de afuera, todos le ladran, lo atacan, lo ponen en fuga. Pero, luego, puestos a organizarse, se ladran entre sí, se pegan dentelladas, no son capaces de fijarse reglas.” Carlos Grosso hace una docena de años, en sus tiempos de esplendor, definía así a sus compañeros, predicando la necesidad de figuras como él, referentes, sensatos, estimados por la sociedad. Hoy el hombre está preso, devaluado, pero su pintura sigue siendo sugestiva. La embestida conjunta de legisladores y gobernadores para desbancar a Remes tuvo mucho de esa violencia instintiva y banal. Tanto, que apenas horas después de la defenestración, entre todos parían un documento de 14 puntos que parecía salido del disco rígido de la computadora del ex ministro de Economía.
“Teníamos que parar la ley de Bonos –explica a este diario un peso pesado de los parlamentarios pejotistas–, si no, la gente nos mataba.” “La gente” son, en su relato, las 300 o 400 personas que cercaron al Congreso el lunes, furiosas e incontinentes. Ahorristas defraudados en su mayoría, militantes de izquierda otros, algún servicio siempre se cuela, le pegaron a todo el que les parecía legislador. Senadores, diputados, empleados del Parlamento padecieron horas de perverso encierro hasta que salieron demudados, plenos de angustia y miedo. Vaya a saberse cuánto influyó esa crónica menuda en la historia de estos días. Pero cuando no hay ideología, cuando los partidos políticos son sellos de goma, cuando no hay rumbos colectivos, las percepciones y falencias personales pueden ser determinantes. Representantes del pueblo y de las provincias, ateridos de miedo ante un puñado de ciudadanos, reaccionaron pateando el tablero.
Claro que la anécdota se asienta sobre vigas de estructura, más perdurables. Duhalde tiene una proverbial mala relación con su partido, al que jamás pudo imponerle un liderazgo cabalmente aceptado. Así es desde cuando se autoproclamaba “candidato natural”, ante la tirria de sus compañeros no bonaerenses. “Cuando los dos éramos gobernadores, jamás me atendía el teléfono, me hacía contestar por Hugo Toledo”, rememora con bronca otro ex mandatario provincial actualmente legislador, integrante de número de ese Cabildo Abierto que trituró a Remes y a Duhalde.
Fue un candidato presidencial aceptado a regañadientes, en buena medida porque la derrota electoral se avizoraba inexorable. Como Presidente, otro tanto. Ya en ejercicio, sus dudas y sus límites son señalados con impiedad por sus compañeros: “Duhalde siempre asume que no sabe de economía, pero la verdad es que no sabe pero tampoco estudia”, fulmina un peso pesado del peronismo.
“Teníamos que frenarlo –especula un hombre de José Manuel de la Sota–, quería hacer un giro populista imbancable.” La impiedad con el compañero Presidente se transforma como por encanto en autocomplacencia. Los gobernadores, con frivolidad que es peliagudo compartir y que (tácita confesión), no se atreven a ostentar, computan esta semana nefasta como una cacha en su culata. Los operadores del mandatario de Córdoba, con el diputado Eduardo Di Cola a la cabeza, exhuman la ley de lemas que concibieron durante los idus de diciembre de 2001. En precarias mesas de arena se vuelven a imaginar escenarios electorales, acaso en septiembre de este año.
En un marco de descrédito general, con una abstención o voto bronca de más del 50 por ciento, ¿qué poder podría tener el sublema ganador del PJ, acaso llevándose el 10 por ciento del padrón general? ¿Hay acaso certeza de que pudiera doblegar a Elisa Carrió? ¿Cómo serían estos meses de transición? ¿Se podrá fijar feriado cambiario por 60 o 90 días? Ningún sentido común arredra a operadores y legisladores que husmean el sillón de Rivadavia, ávidos de remedar en cuerpo propio la sonrisa de Adolfo Rodríguez Saá sin reparar que también están en riesgo de replicar su brevedad.
Los hombres de los gobernadores, en especial de los dos presidenciables, se congratulan porque sus jefes han revalidado títulos de cara al FMI. El presto envío a Washington del fax que contiene los 14 puntos fue leído por interesados intérpretes como una genialidad. Una mirada más fina aconseja desconfiar: ¿podrá alguien ser tan ingenuo como para creer, por caso, que Juan Carlos Romero, el gobernador de Salta, autor del mejor borrador de ese augusto texto, puede garantizar en su territorio las promesas de los 14 puntos?
Condenado al éxito
Si los gobernadores se decretan ganadores sin haber ganado cabalmente, a Duhalde no le queda ni siquiera ese consuelo. Todo le salió mal en estos días. Le voltearon dos ministros de Economía, uno de ellos nonato, en cuestión de horas. Armó una escena patética en el quincho de Olivos, juntando sin ton ni son las esquirlas del “movimiento peronista” en una involuntaria remake del palco de Herminio Iglesias. Intentó demostrar su poder a través de gestos de nula eficacia y enorme capacidad irritativa, como fue reunirse con Daniel Carbonetto después de hacer acatado el documento de 14 puntos, una tan inequívoca como menor reverencia al FMI.
Desde luego, es difícil gobernar cuando sobran actores con magno poder de veto y nula voluntad (y generalmente nula aptitud) para hacer algo más que vetar. Los gobernadores prodigan bolillas negras pero retacean candidatos a los cargos. Lo mismo hacen las centrales empresarias y las representativas del agro. Y las personas comunes también son bastante más aptas para impedir que para articular propuestas generales.
Ese fue el paquete que Duhalde heredó sin beneficio de inventario y que viene gerenciando a disgusto de casi todo el mundo. Un solo acierto puede serle atribuido desde el vamos: la percepción de que debía dejar expresarse –aun frisando el riesgo de caer en la anarquía callejera– las protestas sociales de todo tipo. Permitir todas las catarsis de la indignación ciudadana, aun aquellas que coquetean con cierta violencia. Esta decisión, que tiene en el secretario de Seguridad Juan José Alvarez a un intérprete y propagandista cabal, es un poroto en su haber. Pero, por definición, un poroto que nadie le acreditará, al menos hasta que alguna de las reivindicaciones sea satisfecha. Una contingencia que suena más que improbable.
Cuesta encontrar alguna otra profecía o jugada del gobierno que haya sido acertada o tan solo astuta. La fantasía productivista que vendió José Ignacio de Mendiguren duró lo que un lirio, la gestualidad dirigida al FMI fue retrucada con desdén, el dólar fue incontenible, el plan social no termina de parirse y así. Duhalde siempre reconoció en la intimidad que la coalición peronista radical bonaerense era magro continente para un gobierno de salvación nacional pero a la hora de la hora sacó de la manga a Alieto Guadagni, que la representa excelsamente. Y su insistencia en repetir frases como “la Argentina está condenada al éxito” no funcionan como un acicate a la ilusión de sus compatriotas sino como un hiriente sarcasmo, demasiado evocador de las compadradas o desatinos de Carlos Menem o De la Rúa.
La madre de todas las batallas, la interna peronista, lo ha dejado casi desnudo como los hijos de la mar. Su modesto, proclamado, objetivo de timonear el barco hasta aguas más calmas suena a una utopía inalcanzable. Y el 9 de julio suena quimérico no sólo para la reactivación sino aún para la mera supervivencia.
Como un DT
¿Qué puede motivar a Roberto Lavagna a dejar la relativa comodidad de una legación diplomática en Bruselas y aceptar meterse en este bardo? Acaso un alto sentido de la responsabilidad pública, acaso el gustito de enfrentar un desafío casi imposible. Aunque parezca mentira, donde hay un cargo vacante, así sea el más espinoso, siempre hay candidatos para ocuparlo. Aunque sean tan insalubres como el Ministerio de Economía o la dirección técnica del último equipo de un torneo de ascenso.
Técnico de buena reputación entre sus pares, peronista desde siempre, decidido partidario del Mercosur e industrialista, Lavagna no es peor prospecto que su precursor, sin ser muy distinto. Pero es ostensible que dispondrá de menos margen de maniobra que Remes. Parido en una asamblea del PJ en Olivos, a Lavagna le será difícil evitar el escrutinio de esa hidra de treinta cabezas en que ha devenido el peronismo con base provincial, que ya acompañó a la guillotina a dos presidentes y que en esta semana le cortó el pelo a un tercero, como para tenerlo listo.
Cuesta saber cuál es la real Argentina. ¿Aquella que, más bien que mal, mantuvo atisbos de normalidad en estos días sin bancos, sin cajeros automáticos, sin ministro de Economía y, si se pone uno muy exigente, sin Presidente? ¿O esa, sacudida por permanente crispación callejera, la de los jueces sospechosamente activos en defensa de los intereses de ciertos ahorristas, aquella en la que los empleados de los bancos la emprenden a las piñas contra los depositantes? ¿Una sociedad que casi desesperadamente porfía en funcionar u otra en la que todos pelean con todos sin mayor plan ni rédito?
Gobernar ese país es una tarea que viene excediendo por mucho la destreza de una clase dirigente que en los últimos años ni sentido de la autoconservación ha demostrado. Uno de sus emergentes, un típico hombre de aparato del más grande de sus partidos, está al frente. Y le viene yendo bastante mal. Poco poder tenía, algo se le ha diluido, buena parte le han corroído sus aliados y compañeros. A esta altura le queda una sola bala en la recámara. Así están las cosas, cuando Eduardo Duhalde piensa relanzar su gobierno con un ojo puesto en el dólar y otro en la híper.