EL PAíS
› OPINION
Hambre
› Por Sandra Russo
Ahora son muchos más, pero estaban de antes. Estaban incluso, y quien quería verlos los veía, cuando eran invisibles. Ya estaban cuando éramos chicos y para que termináramos la comida nos decían que en Biafra los chicos se morían de hambre. Si acá también se morían. Y los que no se morían se arruinaban. La de esos chicos era la otra fuga de cerebros, la fuga que emprendían miles de chicos no hacia universidades extranjeras donde el saber era más valorado, sino hacia una planicie extraordinariamente vacía de todo pensamiento.
Ahora se suman y se televisan. Pero ya estaban ahí cuando sus propios abuelos o sus propios padres tenían hambre. Son los príncipes herederos del hambre, un linaje extendido como si fuera natural que hubiese gente hambrienta. Aquellos chicos crecieron o se malograron. Crecieron fatalmente idiotas –clínicamente idiotas– o se malograron viviendo vidas de mierda que nunca le interesaron a nadie. Porque el hambre hace eso: idiotiza o malogra. Y puede ser que ahora sus caras de ojos ausentes nos asusten porque empiezan a ser más parecidas a las nuestras. Empiezan a ser un espejo deforme en el que ya no cuesta tanto reconocerse.
Ahora empezamos a identificarnos con ese objeto de nuestra compasión, porque no sabemos si son ellos los que se acercan o nosotros los que nos acercamos. Ya no es tan fácil barrerlos abajo de la alfombra. Están ahí y no dicen nada. No denuncian ni lloran ni se quejan. Sufren, apenas. Tal vez no se les haya pasado nunca por la cabeza que la vida es algo más que padecer.
Tienen páncreas y glóbulos rojos, cerebelo y clavícula, fémures y esternones, tienen un cuerpo como todos los cuerpos, cuerpos deteriorados más temprano pero cuerpos de animales humanos como los nuestros. Y sin embargo, desde el principio de los tiempos, los hambrientos parecen ser otra cosa, una raza perdida de antemano, gente sacrificable que nunca escandaliza tanto como debiera escandalizar. ¿Cómo siguen, si no, sosteniéndose en pie sistemas políticos y modelos económicos que los incluyen como si su existencia fuera inevitable?
Cuando uno habla de los chicos hambrientos se le empasta la boca, se le vacían las palabras, se le vuelven vulgares todos los argumentos, uno siente que el propio y esquivo bienestar le estorba, uno siente que no ha hecho nunca nada verdaderamente justo ni valioso, porque si no empieza por ahí, no empieza nada. Uno siente que no hay nada que decir, porque en un chico hambriento muere el lenguaje y nace la vergüenza.