Dom 16.01.2005

EL PAíS

Intempestiva ponderación de la demagogia

› Por José Pablo Feinmann

Se atraviesan, a veces o casi siempre o siempre, situaciones difíciles o, sin más, desagradables, cuando no abiertamente repugnantes. Hay cosas a las que uno no se acostumbra; otros tampoco, pero muchos sí. Lo grave es cuando los que se “acostumbran” a –por decirlo claro– lo “repugnante” son mayoría, una mayoría apática, indiferente que anda por ahí como si “por ahí” nada pasara. Han decidido “no ver” el horror y han triunfado: no lo ven. Al grano: uno camina por la ciudad de Buenos Aires y el espectáculo es desbordante. El riesgo radica en que ese desborde nos sofoque, nos enceguezca. O permitamos que esto ocurra. Cuando no lo permitimos, vemos lo que se ve, lo que no puede evitar ser visto. Hay personas tiradas en las calles. Hay chicos que revuelven la basura. Hay mujeres que piden limosma. O lisiados. O veteranos. O esos escupidos de la condición humana que son los “marginados”. Los hombres (y mujeres) de Buenos Aires han hecho con los pobres de toda pobreza eso que los iluministas, los racionalistas del siglo XVIII, hacían con los locos: no los ven, no los miran. Practican el arte de la negación totalizadora. Los iluministas del siglo XVIII, que habían entronizado a la Diosa Razón, no podían admitir la presencia ostensible de la locura. Ergo, construían hospicios y ahí ponían a los locos. La razón podía reinar como entidad suprema porque su lado sombrío, la locura, era confinado a las catacumbas de los hospicios. (Este es el aporte notable que hizo Foucault en Historia de la locura en la época clásica. El aporte es valioso; su finalidad, aniquilar la razón, se está empezando a discutir seriamente.)
Sin embargo, el porteño que “no ve” practica un ejercicio de abstracción moral superior al de los iluministas. Estos, el menos, ocultaban lo “no visible” en manicomios. El porteño no necesita manicomios ni nada que se le asemeje. Pide con frecuencia que “limpien la ciudad”. Pero ya casi no lo necesita. Puede comer junto a los hambrientos. Puede beber junto a los sedientos. Pero caminar bien o muy bien vestido entre los harapientos. Puede “no ver” la miseria ciudadana con un arte que le permite vivir. A veces, si alguna culpa insidiosa lo aqueja, con una o dos monedas se la sacude. A veces, lejos de dar las dos monedas, se transforma en un teórico y amonesta al que les da: “¿Pensás que vas a arreglar algo con eso? La cosa no va por ahí”. Hay peores: “Sí, vos dale dos pesos al pibe; el pibe se los da al viejo y el viejo se emborracha con kerosén”.
La cuestión se torna poco tolerable para los que “ven” la miseria. Es así: hay gente que no puede evitar ver la miseria. Hay gente que no puede ser feliz entre hambrientos y carenciados. Entre mendigos. Hay gente que no puede ser feliz en una sociedad de desdichados. O con tantos, tantísimos desdichados. Perón había tomado de Clausewitz una frase de Hegel que adaptó certeramente: “Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”. Si resulta, para algunos, irritativo atribuirle a Perón una frase tan impecablemente hegeliana, se la atribuimos, sin más, a Hegel. Lo que importa es que sirva. Porque lo que uno, aquí, quiere decir es: “Señores, distribuyan la riqueza. Si sobra plata. Si hay superávit, que vaya para los que tienen hambre. No queremos seguir viviendo entre hambrientos. Querríamos, tal vez, hacer una gran revolución. Pero no podemos. Y ya se hicieron. Y salieron mal. De aquí que estemos pensandotodo de nuevo. Lo que no necesitamos pensar es que a este omnipresente capitalismo no hay que darle tregua hasta que calme el hambre, genere trabajo, cure a los enfermos, eduque a los niños”. No perdamos tiempo: sabemos que el capitalismo existe para concentrar riquezas, para generar pobreza, para marginar. No hay capitalismo humanitario. De aquí la urgencia en exigirle lo que se le exige. Algo (dentro de un sistema en el que no podemos sino todavía estar) tenemos que conseguir. No tenemos un Afuera. No veo un Palacio de Invierno. Hoy, mi Palacio de Invierno es pedirle al sector económico de este país que reparta el superávit. Mañana veremos.
Durante los primeros meses del gobierno K, este cronista con opinión se empeñó en sugerirle que no se definiera como peronista. (Nota: ¿No suena hipócrita esa “tercera persona” que algunos me reclaman? ¿Qué garantiza la “tercera persona”? ¿Distancia, modestia, profesionalismo periodístico? Ninguna de estas cosas me atrae. Soy un escritor que escribe textos político-literarios. Asumo la primera persona porque la tercera la siento impersonal, descomprometida y, en mi caso, falsa. Esta primera persona no es inmodestia, ni petulancia, ni nada de todo eso. Es posesionarse sin veladuras de una palabra que es propia. Que no es la verdad. Que no se pretende “objetiva”. Es, vista desde aquí, más modesta que la del cronista, quien pretende transmitir los hechos tal como son. Yo no transmito “hechos”, sino “interpretaciones”. Tienen toda la carga de subjetividad y todo el inmenso margen de error que ese terreno nutricio les confiere. Así, la “primera persona” señala esa limitación. Esta no es la “verdad”. Estos no son “hechos”. Son las interpretaciones de alguien que escribe en primera persona porque confiesa, desde el vamos, su parcialidad subjetiva, su no posesión de esa “verdad” ni de lo fáctico indiscutible. Su aceptación de la total cuestionabilidad de sus juicios. En suma, la primera persona expresa la relativización de la verdad, la tentatividad de los juicios, la cautela de las opiniones. Todo eso, y no la soberbia.) Decía, entonces, que durante los primeros tiempos del gobierno K este cronista con opinión (de ahora en más: yo) insistía en que K no debía ser “peronista”, porque esto le achicaba representatividad. Que era un emergente “externo” de las jornadas del 2001 y debía representar a todos quienes lucharon en ellas. Las cosas están cambiando. K lleva una gestión exitosa. Su ministro Lavagna le entrega números primorosos. Se discute la deuda con firmeza. Hay plata. El Estado tiene plata. Todo pareciera estar bien. No es casual que el empresariado aplauda. Hay superávit. Pero –lamento nublar el clima– el hambre, la pobreza extrema, los chicos que se desmayan en las aulas, las existencias-destino (las vidas marcadas) de los hiponeuronales sigue estando ahí, en la realidad, en nuestro país. En Buenos Aires y (mucho más) en el interior.
Propongamos la demagogia. Si K se vuelve un poco peronista se volverá, coherentementre, un poco demagógico. La demagogia es la pesadilla de la derecha. El populismo, la de la izquierda. Hagamos demagogia y populismo. No importa: hay que alimentar a los hambrientos y la esencia del hambre es que sucede ahora. El “hambre de ayer” no existe. O te mató o lo eludiste comiendo algo. El “hambre de mañana” no importa: nadie siente hambre mañana. El hambre se siente hoy, ahora. Su solución es, entonces, hoy, ahora. Urgente. No puede esperar.
Si K se conforma con administrar un país burgués liberal eficiente, lo está consiguiendo. Es infinitamente superior a De la Rúa. Y es, no tengo la menor duda, mejor persona que el Anticristo. De aquí que se le pida más. Uno es responsable de las esperanzas que despierta. De K –en junio, julio y agosto del 2003– esperamos un país más justo, equitativo, con una honda redistribución del ingreso. No la revolución. No sé, hoy, cómo se hace la revolución. Mi revisión del marxismo ha sido vasta y me llevó a perplejidades que acaso aún no superé. Sé otras cosas. Sé, por ejemplo,que hoy, en la Argentina, hay plata en la esfera del Estado y hay hambre en la base real de la sociedad. Sé que los economistas no saben redistribuir. Que la redistribución es una decisión poderosamente política que está en manos del Presidente y no de su ministro de Economía. ¿Cuántos millones hay de superávit? Detesto las cifras. Clausuran el pensamiento. Son objetales, no conceptuales. Pero si las incluimos en un esquema de interpretación, les daremos vida. Honestos economistas, gente con sensibilidad social me acercan cifras una y otra vez. Tomo solamente una: 1600 millones de dólares. Presidente K, si esa cifra es real, distribúyala. Haga demagogia. No es tan mala la demagogia. Siempre les da comida y ropa a los pobres. La derecha –cómo podría no hacerlo– dirá una y otra vez que el demagogo es un caudillo que reparte riquezas irresponsablemente para lograr el respaldo del pueblo. Y bueno, por ahí es así. La derecha nunca es demagógica. Porque jamás se propone lograr el respaldo del pueblo. Recuerdo un “retrato” de Jorge Rafael Videla que hiciera Bernardo Neustadt en su revista Extra en 1976. Entre cientos de elogios, el mayor que le prodigaba era el de “antidemagogo”. Claro: la derecha vive para lo macro. Para acrecentar el PBI, jamás para distribuirlo equitativamente. Qué cosa, uno se desboca con estos temas. Tenía todo preparado para hacer una pieza sólida sobre la “distribución del ingreso” y estoy escribiendo un panfleto. Tal vez exista una explicación: las “piezas sólidas” pertenecen a la ratio economicista. Son los economistas los que pueden demostrarnos todo. Y al final de la demostración para los hambrientos siempre queda la misma maldita palabra: hay que esperar.
Presidente K, si usted tiene un superávit de 1600 millones de dólares haga populismo. La izquierda clásica dirá que el populismo elimina la lucha de clases en beneficio de la exaltación y la unidad del pueblo. Que el populismo no cambia el sistema de producción capitalista sino que lo perpetúa. Que el populismo es una forma más del gatopardismo: cambiar algo para que nada cambie. Bien, no importa. Si hoy se puede cambiar “algo” y si ese “algo” es comida y proteínas (¡proteínas, señores, no es posible criar niños sin proteínas, eso es criar derrotados, condenados!) cambien, por favor, “algo”. Estamos, por decirlo así, tan en la lona; nuestros hambrientos tienen tanto hambre; nuestros pibes, tan pocas proteínas; nos resulta tan intolerable vivir en medio de esta desigualdad... que aceptaremos lo que venga. Aunque venga en nombre de la demagogia, del populismo o del gatopardismo. (Y el que no entienda esto y, además, se crea un “revolucionario”, no le conoce la cara a la miseria.)
Un querido amigo, director de cine, no tenía pantalones en 1950. Andaba con una bolsa para cubrirse. Un día lo vio Evita, se detuvo, le preguntó su nombre y le envió unos pantalones. Es cierto: el sistema capitalista no cayó, no se expropió a los Bemberg, no se hizo la reforma agraria, pero mi amigo nunca olvidó a Evita, nunca olvidó sus primeros pantalones. ¿Qué le pasa a este gobierno que no crea un Ministerio contra la Pobreza? ¿Por qué no hay una campaña eficaz, absoluta que saque a los chicos de la calle y los ponga en las escuelas en que deben estar? 1600 millones de dólares es mucha plata. Si se guardan para equilibrar la balanza de pagos. O para futuros vencimientos de la deuda. O para futuras campañas electorales. Si pasa esto, algo cambió. O algo no está cambiando como debiera. Cristina K es un cuadro político valioso. Se la ve bien con el rey de España o hablando con Felipillo sobre la democracia y la multipolaridad. Si no quiere repetir la figura de Evita, correcto. No tiene por qué hacerlo. Pero también se la vería impecable recorriendo las provincias. O creando una organización nacional (nacional: que se ocupe de todo el país) dedicada a erradicar el hambre, las enfermedades, a vestir a los desnudos. De lo contrario, todo va a ir bien. Lo números van a cerrar. Los restaurantes de Buenos Aires seguirán llenos. Los turistas arrojarán sobrenuestras playas sus dólares abundantes. No habrá déficit fiscal. Tendremos un capitalismo eficaz, bien administrado y tan injusto, tan inequitativo como siempre. Tendremos lo de siempre, pero mejor. En cambio, queríamos (y queremos) algo distinto, algo nuevo. Un país justo.

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