EL PAíS
› ESCRITO & LEÍDO
Los economistas del helecho
Por José Natanson
Alcanza con encender la televisión, una madrugada cualquiera, para encontrarlos allí, en el penúltimo programa de cable, al lado del helecho, hablando con seguridad a pesar de los errores del pasado: los economistas neoliberales forman parte de un fenómeno global, que se vivió con más intensidad en lugares como la Argentina o Rusia pero que no dejó a salvo prácticamente a ningún país. En Economistas contra la democracia (Ediciones B), el filósofo francés Jacques Sapir analiza los consejos de los falsos expertos con la idea de desentrañar las contradicciones más flagrantes de su pensamiento.
Director de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, Sapir se propone sacar el debate del terreno al que lo ha llevado el neoliberalismo y adoptar un enfoque político. Un ejemplo interesante es la independencia de la autoridad monetaria, uno de los ejes del recetario ortodoxo, que ha ido adoptando las formas más variadas: autarquía del Banco Central (como sucede en muchos países, entre ellos la Argentina), adhesión a una “constitución económica” que impone ciertas restricciones (como los países que integran la Unión Europea) o lo que Sapir denomina el caso más “exótico” de todos: la convertibilidad, por la cual un país renuncia a su política monetaria de manera absoluta y en un solo acto.
Sapir explica que, contra lo que indica el pensamiento convencional, las rigideces derivadas de la independencia de la autoridad monetaria no hacen desaparecer el riesgo de incertidumbre y en algunas ocasiones incluso pueden acentuarlo. Busca ilustraciones históricas, desde la crisis argentina al caso de Austria después de la Primera Guerra Mundial. El ejemplo es interesante: para recuperar la confianza luego de la hiperinflación, las autoridades austríacas incorporaron a la Constitución una cláusula que prohibía expresamente el déficit fiscal. Sin embargo, a partir de 1925 los bancos, gigantescas instituciones heredadas del Imperio Austro-húngaro, comenzaron a experimentar dificultades para sobrevivir en un espacio nacional más reducido. El gobierno quiso rescatarlos, pero se encontró con que la Constitución le impedía excesos en el Presupuesto. Decidió violarla, y lo que en otro contexto hubiera sido una medida normal se convirtió en una hecatombe económica. La conclusión es que, por comprar barata reputación monetaria, las autoridades austríacas terminaron generando un problema gravísimo.
Para Sapir, este discurso expresa, en el fondo, la voluntad de despolitizar las opciones económicas, apartarlas del control democrático y de la influencia popular y ponerlas en manos de aquellos que supuestamente saben lo que hacen. “Las políticas económicas fueron secuestradas por bandas de tecnócratas que se escudan en supuestas ‘leyes’ inmutables. Es una conjura destinada a lesionar gravemente las democracias, ya que estos círculos económicos actúan por su cuenta y riesgo y al margen de todo control político, usurpando espacios políticos con el argumento de que son ‘expertos’.”
Los economistas ortodoxos –sostiene el autor– abandonaron la idea de que la economía es una disciplina social como cualquier otra, y creen poseer la clave de las leyes naturales de la (buena) organización social, las normas que guían el comportamiento humano. “No significa que el dictamen de los expertos no sea necesario. Lo peligroso es que se priorice su juicio en el debate político en nombre de una visión totalizadora de la ciencia económica; es el fraude que consiste en presentar como resultado científico lo que con frecuencia no es más que una reformulación de viejos argumentos ideológicos y metafísicos.” En general interesante, el libro pierde interés cuando abandona el ensayo político-filosófico e intenta otros géneros, como en el innecesariamente largo capítulo sobre las relaciones oscuras entre los expertos norteamericanos, los tecnócratas de los organismos internacionales y los responsables de la economía rusa, que pretende ser una investigación periodística pero que está contado de manera confusa: con dos o tres páginas hubiera bastado. Pero es sólo una parte: cuando hace lo que realmente sabe (buscar las contradicciones lógicas, rastrear los orígenes filosóficos, encontrar ejemplos históricos), Sapir convierte a su libro en una reflexión que desenmascara hábilmente el pensamiento vivo de los falsos expertos sin caer en sus trampas economicistas.