Dom 30.01.2005

EL PAíS

La angustia de la señora yo-no-fui-nunca-supe-nada

El hijo de un desaparecido relata su encuentro en 1996 con la esposa de Adolfo Scilingo. Recientemente la mujer justificó los crímenes de la dictadura y dijo que las detenidas “se quedaban embarazadas a propósito porque al principio las respetaban”.

Por Federico Gómez

1996. Fin del invierno. Hace tiempo que el marino Adolfo Scilingo está preso a metros de mi casa en La Plata. La compañera Ana, del Servicio Paz y Justicia, está en contacto con la mujer del represor, a quien veo en el programa de Mariano Grondona. El trato prodigado por el famoso apologista de la dictadura a la dama de cara de yo-no-fui-nunca-supe-nada me hace olfatear la posibilidad de acercarme a buscar información sobre mi padre Conrado. Con una cita armada, voy a la Capital en el rápido Río de la Plata y, tras llegar a Recoleta, doblo desde Montevideo hacia Juncal. Mitad de cuadra, mano izquierda. Toco el timbre del cuarto piso. Extiendo la mano hacia la mujer rubia de un metro 65, flaca, tez blanca, ojos claros o castaños, levemente maquillada y perfumada.
Estoy en el departamento G. En el amplio living con sillones bajos, confortables, gordos, caros. Veo de frente los enormes cuadros solemnemente grandes y enmarcados dedicados al arma que asesinó a mi padre. ¿En la casa del que tiró a mi padre al agua desnudo?
Ella se sienta en el primer almohadón del sillón de tres cuerpos a mi derecha. Me ofrece té. Lo sirve. Ambos bebemos con pausa y hondura a la vez. La señora se muestra apesadumbrada, un tanto encogida. Con gesto austero me invita a sentar. Acepto y dudo si cruzar las piernas. Comienza a hablar. Elige las penurias y amenazas que padece por culpa del arma. Que Enrique Yon, otro represor, ha fallecido por un paro cardíaco. Que otros están perdidos por el alcohol. Que viven muy mal el silencio que los superiores les han impuesto. Que su marido no es el único dispuesto a hablar, pero que los otros tienen miedo y deben darse las condiciones en la Armada. No cita otros apellidos. Sus ojos no agregan ni quitan nada. Su mirada es equilibrada y no incomoda.
Buena parte de sus penurias son económicas y no sabe por qué nadie sale a apoyarlos. Afirma e interroga. Ya debe cuatro meses de alquiler. “El otro lado” –como ella lo llama– no ha llamado a rescatarlos, como ella suponía. Se encoge de hombros levemente. ¿Comprende que “el otro lado”, los organismos de derechos humanos, no son agencias de financiación, de subsidio u “otro bando” simplemente? No. ¿Comprende que no gozamos de beneficios semejantes a los de un poder del Estado y su corporación, como la Marina, y una clase social económica que protege y financia a sus hombres y asesinos? No. Su indignación la cree justa, como quien merece justicia social.
No pronuncio palabra. En segundos, se genera un vacío. Entra una de sus hijas. Es rubia y atractiva. Me saluda con un beso y una muy leve sonrisa. Se retira a la cocina y su madre revela que ha sufrido. La expulsaron de su círculo. Pero las confesiones de su padre la han sanado, “le han hecho bien”. Visita a su padre en el penal. Me distraigo. Retomo y escucho. Debe cambiar de escuela, dado que no pagan la cuota del colegio privado al que asiste.
Saco una fotocopia de un recordatorio publicado en Página/12 donde figura el nombre, la foto y la fecha de secuestro de mi padre. Se lo entrego en la mano. Mira el papelito. Ella se lo dará en mano a su esposo en la próxima visita al penal. Cumple.
Me levanto con suavidad y ella me acompaña hasta la puerta. Bajo el ascensor con normalidad. Es de noche temprano y camino solo por Libertador hasta la terminal de ómnibus de Retiro con ese frío ventoso próximo al río que a veces brinda Buenos Aires.
Quiero recordar los olores de los viajes a Buenos Aires en familia, cuando veníamos de vacaciones de invierno hace veinte años. Lo que ese hombre me ha quitado. Y no puedo. Visité la casa y tomé té en el living de un oficial de la Marina del GT 3.3.2. Es otra certeza del crimen. No están desaparecidos, están tirados sus huesos con alma y vida dentro del mar. Una tarea longue y de muchos que desordena para siempre el cerebro del resto del mundo.
El segundo martes posterior a mi visita voy al Serpaj y Ana me entrega en mano y en sobre abierto el testimonio de una carilla de oficio en máquina de escribir eléctrica.
El jefe de Automotores y Mantenimiento de la ESMA afirma: “Conrado Gómez... No lo conocí ni supe de él por su nombre. Pese a ello guardan relación los siguientes hechos. En los primeros meses de 1977, poco tiempo después que llegara yo a la ESMA se supo que había sido ‘detenido’ un abogado testaferro de los montoneros y que se habían ‘recuperado’ propiedades, las que serían administradas hasta su liquidación por una inmobiliaria que se montó a esos efectos en Capital Federal. La citada inmobiliaria dependía directamente de Acosta, quien reportaba sólo a Chamorro y Massera, y los responsables de ella fueron los tenientes contadores Radice y Berrone. Quien con más frecuencia concurría a la ESMA era Berrone, quien lo hacía en su automóvil (N. del R.: de Conrado) también recuperado: un Ford Fairlaine Borravino, al que creo se le sacó el techo vinílico negro (no estoy muy seguro de esto) único de esa marca y modelo que existió entre los 202 vehículos que llegó a tener el GT 3.3.2. Con el correr del tiempo y siempre hablando de 1977, comenzó a circular la versión entre los que allí revistábamos que el testaferro no era tal, que sólo se trató de una ‘operación’ ordenada por Massera con el fin de quedarse con el importante capital que poseía el empresario, el que era de Mendoza y al que le fueron enajenados fincas en Chacras de Coria, haras con caballos de carrera y creo que también campos en Entre Ríos o Santa Fe. (...) Lo aquí relatado estoy dispuesto a atestiguarlo ante la Justicia, prefiriendo hacerlo ante foros extranjeros, pues creo inútiles las presentaciones ante la nuestra. De todos modos, de ser conveniente, finalmente lo haré. Cuente con el 100 por ciento de seguridad que lo relatado será testificado bajo juramento por mí, donde usted crea necesario”. Firmado: Adolfo Francisco Scilingo, DNI 5.510.186.
La verosimilitud de los datos dados en el documento (se demostró posteriormente en el proceso judicial que desde 1998 y aún hoy se desarrolla en Argentina) es plena e irrefutable. Apenas tomé el papel me di cuenta de que redactó lo que en verdad conoció. Eso sí, colocándose como testigo ocular. Inocente. “Sólo mantenía el auto pero ignoraba si su dueño seguía con vida.” Su relato de la masacre es fiable, para contrarrestar la tesis oficial menemista y el silencio de la Armada de que es alcohólico, estafador, facineroso.
Comparto el documento con Horacio Verbitsky, quien lo mira en su escritorio y consiente en su validez y credibilidad. Un año antes ha escuchado al marino horas en este mismo escritorio calando perfecto la marca entre información y representación en el orillo del personaje.
Septiembre de 1997. Leo la noticia de prisión incondicional para Scilingo y estallo en llanto sobre mi escritorio, gritando como un chico. No por la prisión en sí misma –la descontaba– sino por la fuerza acumulada y resentida durante tantas noches y años. Quieren que dejemos esto en el olvido. Que la historia y la vida sigan. Irremediablemente. Que nos arreglemos con lo dado. Siento ese deseo de llanto como presencia activa, como sangre que circula, como demostración de fuerza.
En la familia hubo apoyos, pero también señalamientos de incordio por atender con tanta energía la tarea de buscar un resquicio de justicia. Y un futuro. El empeño que nos endilgan por apostar a este proceso se pone en duda con el impacto emocional de la primera detención. Ese aire madrileño.
10 de enero de 2005. 10.53. Suena el teléfono. Es el doctor Carlos Slepoy, que viaja a Madrid esta tarde desde Buenos Aires y me despide. Me asegura que todo va a salir muy bien. El viernes 14 empieza el juicio oral en la Audiencia Nacional de España contra el marino Adolfo Francisco Scilingo. Duda de que esté en huelga de hambre, ya que ha bajado dos kilos en dos meses, que el proceso ya no tiene piedras en el camino.
–¿Leíste Página/12 Carli? Hoy sale el recordatorio de mi papá. Hoy son 28 años ya –le digo.

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