Dom 30.01.2005

EL PAíS  › INFIERNO EN ONCE - A UN MES DE LA TRAGEDIA DE CROMAÑON, LA HISTORIA DE CUATRO MUERTOS DE MUNRO

“Esta casa hace un mes estaba llena de gritos”

Dos familias unidas por la amistad de sus hijas y por el mismo barrio. Las chicas fueron juntas a Cromañón, con un hermano, un tío y varios amigos. Hoy los Lanas y los Ibáñez tienen cuatro lutos que guardan hace treinta días que resultan de piedra.

› Por Marta Dillon

Dicen los vecinos de Munro que el barrio ya no es el mismo. A Julia Lanas, en cambio, cada una de las baldosas de las pocas cuadras que la separan de la estación, y que recorre para ir al trabajo, le parecen horrorosamente iguales. ¿Cómo es que el mundo no se detuvo al mismo tiempo que el corazón de Noelia, su hija menor? ¿Cómo es que su llave sigue abriendo la puerta de la oficina y que los mismos papeles descansan en el exacto cajón en que ella los dejó? Un mes es sólo eso en la rutina del trabajo. Pero para la mamá de Noelia, como para Fabiana, la de Mariela y Maxi, es un tiempo incierto. A veces parece detenido, atrapado en un desgarro idéntico al de la madrugada de diciembre en que supieron que sus hijos no volverían a casa. Y otras se extiende, torpe y pesado, un mes viejo como un siglo.
La muerte se impuso como una era glaciar en la vida de Julia; así quedaron congelados los últimos momentos. Fotos fijas que ahora se revisan con la lupa de lo que no puede modificarse para ver si algún detalle, una señal antes invisible, puede servir para explicar ese silencio del que sólo a veces la rescata una canción. Porque Noelia, a sus 21, siempre decía dónde iba a estar. Ella nunca olvidaba llamar a su mamá y a su papá para que durmieran tranquilos aunque estuviera lejos, entregada a los ritos de una adolescencia que estaba terminando. “Pero después ya no me podía decir dónde está y yo necesitaba saber dónde buscarla.” Entonces se acordó de una de esas imágenes congeladas: la misma noche negra del 30 de diciembre una amiga le había regalado una tarjeta con la letra de una canción de León Gieco. “Y no sé por qué, pero me emocionó un montón, sería porque es mi amiga del alma y vive en Barcelona. Ahora no estoy segura, porque hace poco vi la tarjeta en mi mesa de luz y me di cuenta en dónde tengo que buscar a Noe.” A orillas del mar/ besando la espuma y la sal, dice la canción, “En el país de la libertad”, se llama. “Y yo quería que León supiera que me ayuda a estar con mi hija.”
Fabiana Ibáñez rogó de rodillas a un Dios que no entiende que por lo menos le devolviera a Mariela, la mayor. “Puede parecer egoísta, pero cuando apareció el cuerpo de Maxi no se me ocurrió otra cosa. En ese momento pensé que mi hermano seguro estaba vivo, porque era rápido, un valiente. Pero él no hubiera vuelto sin sus sobrinos, los buscó hasta el final. En el rictus de la cara se le notaba la desesperación y la bronca. Cuando lo enterramos yo le dije, ‘Gaby, sos un héroe. Sos mi héroe’.” Desde entonces, el tiempo para ella es una convención sin sentido. “Sólo sé que pasa porque los lunes marcho frente a la quinta presidencial, los miércoles voy a las reuniones de familiares de Munro y los jueves marcho en Once. Lo demás está tan muerto como mis hijos.”
Por siempre con los chicos
“Ma, estoy en lo de Marie”, era el texto más común de las llamadas de Noelia Lanas. Ahí estaba la mayor parte del tiempo, a la vuelta de su casa, en la misma manzana, a pocas cuadras de la estación de Munro. Sobre todo desde que la habían despedido sin aviso de ese local de Unicenter en donde había ganado sus primeros sueldos. Las chicas eran íntimas amigas. En el cuarto de Mariela Arnaldo todavía está escrita con marcador una promesa de ser amigas por siempre. Y también un colchón, que Noelia había mudado para no tener que acarrearlo cada vez que esa ansiedad por seguir cotorreando hasta el alba impedía que cada una durmiera en su casa. Salieron juntas la noche del 30, con Maxi, el hermano de Mariela, que a los 13 empezaba a disfrutar de los primeros recitales. Los novios no iban a ser parte del grupo esa vez, era una salida más familiar, junto al tío de Maru, Gabriel Ibáñez, un motoquero de 27 que planeaba tatuarse en la pierna la cara de sus sobrinos, y algunos otros amigos del barrio. Fueron siete. Noelia, Maru, Maxi y Gabriel no volvieron.
En el barrio están las marcas de su ausencia. La señala un silencio que acusan los vecinos y unos cuantos grafitis descuidados que anotan susnombres en los carteles que vigilan el paso del tren. Gabriel era un tipo querido entre esas cuadras de casas bajas, donde todavía el césped tapiza las veredas. En el kiosco donde “paraba” casi todos los días después de las seis y media, cuando los mensajeros de la zona terminaban la jornada las pintadas lo retienen “para siempre con los pibes”. Los mismos pibes que a modo de velorio se juntaron en la casa de Gaby, “como él hubiera querido”, con música, bongós y cerveza, para cantar hasta que llegara la hora de ir al cementerio. Adrián Ibáñez, su hermano, un gigante de casi dos metros que se quiebra como un tallo seco cuando trata de recordar la relación con Gaby, también estuvo esa vez. “Es que nosotros éramos amigos más que hermanos, era de decirse ‘qué hacé’, boludo, ¿por qué no te venís para el kiosco que hace como una semana que no te veo’.” Y ese insulto que tanto se usa como apelativo es el que le queda atragantado, como si de pronto se achicara la distancia que impone la solemnidad de la muerte y recordara que ya ninguna nimiedad tendrá sentido sin los abrazos de oso de su hermano más chico.
“Que haga calor o no, que la comida esté rica, que la plata no nos alcance, ninguna cosa me importa nada”, dice Julia extendiendo en una mesa de bar las fotos de su hija que trajo para poner en su escritorio del estudio jurídico que la tiene como secretaria desde hace años. “Si miro el calendario no puedo creer que hayan pasado tan pocos días desde que Noe me vino a buscar para ver una película de Almodóvar. Se la presenté a todos mis compañeros, estaba tan orgullosa de mi hija. ¿Sabés lo que quería hacer con su sueldo? Pagar las facturas, porque ella sabía de nuestras dificultades. Y como no la dejé se preparó un cumpleaños con todo lo que quería. La mamá de Marie le hizo las pizzas, las chicas hicieron la torta. Estaba feliz de ser mayor de edad. ¡No sabés lo que tardó en pedir sus deseos! Nunca me los dijo, pero sé que tenían que ver con su papá. Porque él es director técnico de básquet y cuando los clubes se fueron a pique empezó a manejar un auto y a Noe no le gustaba que lo hiciera. Ellos eran muy compañeros.” A Carlos Lanas todavía le cuesta participar de las reuniones de familiares o de las marchas que se organizan en Munro por los diez muertos que se cuentan en el barrio. La noticia de la muerte de su hija lo obligó a acostarse sobre la vereda de la morgue para llorar como un niño. Y le sigue costando levantarse.
Tres estrellas, y una más
“Esta misma casa, hace un mes, estaba llena de gritos. Ahora no aguanto el silencio. Yo no sé cómo hacen mis hijos para vivir sin mí, si yo no puedo seguir adelante sin ellos.” Fabiana Ibáñez cree de una manera desesperada en la vida después de la muerte. Dice que soñó con Maru, la hija que parió a los 18 después de cinco meses de matrimonio, y que ella le dijo que estaba bien, que no se preocupe. También dormida le pidió a Maxi que la abrazara. “¿Si me desperté aliviada? No.” El único alivio para esta mujer de 39 sería poder amanecer de esta continua pesadilla que es la vigilia.
Fabiana no volvió a trabajar al minimercado donde lo hacía hasta el 30 de diciembre. Había empezado a hacerlo hace tres años, cuando León, su hijo menor, el único que le queda, tenía un mes. Y es que con el taller mecánico de su marido no alcanzaba. Mariela era la que cuidaba al niño mientras su mamá no estaba. Y también ordenaba, “a su manera, claro”, lavaba la ropa, esperaba a Fabiana con la comida, aunque para eso siempre contaba con la ayuda de su amiga Noelia. A la tardecita, Maru se iba a la parrilla en la que su tío Gaby trabajó como repartidor para atender el teléfono y levantar pedidos. Cada uno de esos horarios que antes ordenaban los días ahora desarman la fortaleza que es necesario inventar cada mañana. “Por León, sobre todo –dice Fabiana–. Yo le mostré las Tres Marías en el cielo, le dije que ahí estaban sus hermanos y su tío, y él solito eligió una más para Noelia. Pero no le gusta que estén ahí, me dice que ya es hora de que bajen, o al menos que lo llamen por teléfono. Es que los extraña demasiado.” Desde este rincón del terreno en el que la familia de Fabiana se ha ido acomodando a medida que fue creciendo se escucha la música de Los Cafres. “Al principio no quería poner discos, pero a mis hijos les encantaban. ¿Por qué les voy a apagar la música? A veces enciendo el equipo en su cuarto, prendo un sahumerio como le gustaba a Marie y cierro la puerta. Todo en el dormitorio de los chicos quedó igual.” En el patio, un aro de básquet acostumbrado a recibir los pelotazos de Maru, Noelia y Maxi cuelga como un objeto inútil. Nadie se anima a embocar ahora que los chicos no pueden desafiar con un 21.
Las horas
Fue una mañana en la que no sabía cómo levantarse de la cama que Adrián Ibáñez le pidió a un amigo de su hermano Gabriel que le hiciera un tatuaje: un corazón rojo con las iniciales de los tres muertos de la familia. Fabiana tatuó los nombres de sus hijos y de su hermano en el brazo, cada uno con un estrella con su color favorito. Jorge, su marido, los imprimió sobre el corazón. En esta familia no había brecha entre las generaciones, a todos les gustaba tanto el rocanrol como las pastas que la abuela ya no quiere amasar. Juntos habían ido a ver a Los Piojos y los mayores recién empezaban a conocer a Callejeros.
En la casa de los Lanas, el grupo que al que ahora se le inhibieron los bienes también empezó a sonar hace muy poco. Julia se animó a escucharlo una mañana en la que también se animó a retomar la rutina de la limpieza, después de haber cumplido con esa otra, nueva y dolorosa, de ir al cementerio o marchar los jueves. “Pero la verdad es que lo que más me gusta es escuchar a Skay, mi hija era fanática, me había convencido a mí también. Ahora que va a tocar en Mar del Plata va a haber una bandera que pintó el novio de Noelia, una bandera que hicieron para ella. Ojalá Skay la vea, porque a Noe le hubiera encantado.”
Las dos mujeres, que antes se saludaban sin mayor intimidad, ahora se regalan esas anécdotas que sucedían en la casa de cada una. El amor de Noelia por Maxi, el hermano varón que no tuvo; la facilidad de Marie para la repostería, aunque esa virtud se le daba en casa ajena. Ninguna estuvo en la interpelación al jefe de Gobierno. Julia dice que hubiera preferido verlo más cerca cuando buscaban a su nena en los hospitales. Fabiana no puede asegurar que su reacción sea civilizada si lo tiene enfrente, su dolor a veces la ciega. Un mes, dicen las dos, no es más que eso. Aunque a veces parezca un siglo y otras se enriede en su pena, pesado como un siglo.

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