Vie 06.05.2005

EL PAíS  › OPINION

Ahora sí

› Por Horacio Verbitsky

El Procurador General de la Nación Esteban Righi dictaminó que las leyes de punto final y de obediencia debida contrarían el ordenamiento jurídico nacional e internacional. Lo hizo en una causa en la que cooperaron el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y las Abuelas de Plaza de Mayo. Las Abuelas iniciaron el proceso por la apropiación en 1978 de la bebita Claudia Victoria Poblete. Con el acuerdo de las Abuelas, el CELS se presentó en el mismo expediente y solicitó el castigo por el secuestro, torturas y desaparición de los padres, José Liborio Poblete y Gertrudis Marta Hlaczik. Righi pidió a la Corte Suprema de Justicia que confirme las decisiones adoptadas en 2001 por el juez Gabriel Cavallo y los camaristas Horacio Cattani, Martín Irurzun y Eduardo Luraschi, quienes declararon la nulidad e inconstitucionalidad de las normas de olvido. En el mismo sentido ya se había pronunciado el ex Procurador Nicolás Becerra. Dado el interés institucional del caso, el Procurador recomienda a la Corte que resuelva el caso, sin remitirlo a la Cámara de Casación Penal. El dictamen de Righi se basa en un estudio minucioso de las normas de derecho internacional que obligan a la Argentina, tanto del sistema interamericano como de las Naciones Unidas que, en el momento de comisión de los hechos ya “reputaban imprescriptibles los crímenes de lesa humanidad como la desaparición forzada de personas”, lo cual modifica el régimen de prescripción del Código Penal.
Righi recuerda que cuando el Congreso sancionó aquellas leyes, en 1986 y 1987, la Argentina ya había ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el pacto de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas. Para cumplir con las obligaciones contenidas en la Convención los estados deben investigar y sancionar toda violación a los derechos humanos, según declaró la Corte Interamericana de derechos humanos en el caso Velázquez Rodríguez. En el más reciente caso Barrios Altos explicó que ante violaciones graves, como torturas, ejecuciones y desapariciones forzadas es inadmisible cualquier ley de impunidad a los responsables. Como reconoció la Corte Suprema de Justicia argentina en el caso Ekmedjian, de 1992, ningún país puede invocar su derecho interno para incumplir con un tratado internacional. Esta doctrina fue recogida en la reforma constitucional de 1994, que estableció la constitucionalización y supremacía de los pactos internacionales de derechos humanos. Es decir que normas de jerarquía superior a la de las leyes impedían el dictado de las de punto final y de obediencia debida, violatorias de los derechos a la vida, la libertad y la integridad personales y a su protección judicial. Righi considera que ambas leyes también eran incompatibles con el artículo 29 de la Constitución que, al fulminar como traición a la Patria el otorgamiento de la suma del poder público a un gobernante, erigido así en señor de la vida y de la muerte, también veda al Congreso la posibilidad de perdonar los delitos cometidos en su ejercicio. Perdonarlos sería lo mismo que convalidar el otorgamiento de dichas facultades. La derogación y nulidad de esas leyes por el Congreso también refleja la evolución de la conciencia jurídica universal, pero no es la clave para la resolución del caso. Las leyes son nulas porque el Congreso no tenía facultades para dictarlas.
Righi no niega que en ciertas circunstancias puedan convenir una amnistía o normas de extinción de la acción penal, dentro de un proceso de pacificación. Pero esa facultad no es absoluta y, tal como especifica la Corte Interamericana, no comprende a las más graves violaciones a los derechos humanos. Tal como dijo hace 18 años el ex juez de la Corte Suprema Jorge Bacqué, el Congreso invadió con la ley de obediencia debida facultades de la Justicia. Righi agrega que fue más allá de una mera amnistía, al predicar que los hechos se justificaban.
Un tema central que Righi enfrenta es el del principio de legalidad, ya que el procesado Julio Simón (alias el Turco Julián) arguyó que la desaparición forzada de personas no formaba parte de la legislación interna de la época ni constituía un crimen de lesa humanidad. El Procurador lo refuta. Si una privación ilegítima de la libertad (contemplada en el Código Penal argentino) fue cometida por agentes del Estado que luego ocultaron el paradero de la víctima, se trató de un delito de lesa humanidad, que el derecho internacional ya condenaba entonces. La desaparición forzada viola una serie de derechos contenidos en las Cartas de las Naciones Unidas y de la OEA y en las Declaraciones Universal y Americana de derechos humanos, todas ellas sancionadas entre 1945 y 1948, a raíz de los horrores de la segunda guerra mundial. En 1978 el orden jurídico interno ya contenía las normas internacionales que consideraban la desaparición como un crimen contra la humanidad. También estaba considerada crimen contra la humanidad la tortura, en instrumentos internacionales de 1966 (el Pacto de Derechos Civiles y Políticos), 1969 (el Pacto de San José) y 1975 (la Declaración contra la Tortura). De modo que en 1978, los artículos del Código Penal que tipifican la tortura ya tenían como atributo adicional su carácter de delitos de lesa humanidad. Como consecuencia lógica de esa calidad, tales delitos deben ser juzgados, por más tiempo que haya transcurrido. El interés de la comunidad internacional por el castigo de los crímenes contra la humanidad está documentado en suficientes convenciones, principios y estatutos anteriores a los crímenes de la dictadura argentina y en el caso Arancibia Clavel la Corte Suprema ya se había pronunciado por su imprescriptibilidad. Con citas de los alemanes Jacobs y Roxin que también fueron mencionados por los jueces que hace veinte años condenaron a Videla, Massera & Cía., Righi concluye que la descripción de los elementos generales del delito contenida en aquellas normas satisface el principio de legalidad material.
La Corte Suprema de Justicia puede declarar ahora que nada obsta para que sean elevadas a juicio las causas en las que un centenar y medio de oficiales de las Fuerzas Armadas están cumpliendo medidas de arresto por los crímenes cometidos durante la dictadura que ensombreció al país entre 1976 y 1983. Sólo así encontrarán la paz sus víctimas y la sociedad.

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