Sáb 07.05.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

SOBRAS

› Por J. M. Pasquini Durán

En la cleptocracia de los años ’90 el Estado adquirió carácter patrimonial para sus administradores circunstanciales, como si fuera propiedad privada de la que podrían disponer a su antojo por tiempo ilimitado. Con ese criterio habían actuado las pandillas del terrorismo de Estado en nombre del derecho al botín, practicado de modo tan “debido” que algunos de sus miembros llegaron a “desaparecer” a los propietarios legítimos para apropiarse de los bienes que codiciaban. Dada la magnitud de los crímenes cometidos en ese período, los que llegaron a ser juzgados, los que aún están en juicio, fueron acusados por los delitos considerados mayores en el Código Penal y las riquezas mal habidas pasaron a segundo plano. Por supuesto, en los noventa la codicia tenía ciertos límites porque el régimen político imperante no permitía llegar al asesinato como mecanismo de enriquecimiento con la misma impunidad que en la dictadura.
En estos días el tema y la época están siendo evocados con insistencia, sobre todo a partir de una correspondencia pública de María Julia Alsogaray, otrora apodada por la prensa fácil de “dama de hierro” vernácula, donde explica a costa de autoincriminarse que los miembros de aquel gabinete cobraban dineros negros y abundantes, mes a mes, en cantidades facilitadas por alguna voluntad suprema aún no identificada pero fácil de suponer. Otros testimonios, de burócratas que realizaban los trámites de pago y cobro, han ratificado en sede judicial la existencia de ese hábito indigno. En verdad, no hay de qué sorprenderse porque en su tiempo hizo fama la frase atribuida a un hombre público, devenida en best seller, que sintetizó el estilo del momento: “Yo robo para la corona”.
Para ser precisos conviene introducir ciertas salvedades en la bochornosa historia. Una, es que no existe constancia alguna que involucre a los funcionarios de cierto rango, a todos sin excepción, como recipientes de la bonificación indecente y, en el principio jurídico, la presunción de inocencia persiste hasta que se demuestre lo contrario, aunque en la costumbre de gentes los veredictos son más rápidos pero, debe ser reconocido, no siempre prudentes. Valga recordar también que en pleno auge del crédito comercial, primeros años de los noventa, la cleptocracia ya estaba denunciada con evidencias rigurosas, muchas de las cuales pueden repasarse en el archivo de este diario, no obstante lo cual la mayoría de los ciudadanos votó por la reelección de Carlos Menem y los cobradores de “sobresueldos”. Dado que para entonces había pasado más de una década de democracia, con libertad de expresión, es difícil repetir aquel patético latiguillo posdictatorial, “yo no sabía nada” o “nunca creí que fuera tanto”.
Otro dato que no hay que perder de vista es el que se refiere a los orígenes del botín de estos modernos corsarios. Un afluente provenía del Tesoro estatal, es decir de la propiedad colectiva de los argentinos, y otra fuente principal son los negocios de los privados con injerencia estatal, esto es lo que Weber llamó “el capitalismo garantizado políticamente”. En estos días, algunos comentaristas sobre los antecedentes escandalosos, entre ellos la candidata Elisa Carrió, citaron confesiones íntimas, esto es no públicas, de empresarios que, dicen, “tienen que pagar” peaje, retorno, coima o soborno sobre contratos, concesiones y otros negocios. Alguno es posible que sea obligado por las circunstancias, pero los que han estudiado estos mecanismos de corrupción, al que se refería Weber como una “desviación” respecto del capitalismo de mercado racionalmente orientado, explican que para que funcione la megacorrupción hacen falta algunas condiciones consentidas por las partes, los que dan y los que reciben.
La más importante es “la cristalización de relaciones sociales cerradas que aseguran a los participantes el acceso a posesiones exclusivas”, o sea a privilegios o preferencias (G. Sapelli, Il “mecanismo unico” della corruzione tra economia e politica, ed. Feltrinelli, 1994). Ese “cierre” se realiza sobre bases racionales respecto del objetivo buscado, “característica típica de los grupos económicos monopólicos o plutocráticos”. La existencia de grupos económicos concentrados que hacen negocios en sociedad o con participación gubernamental (comunidad política cerrada) es la base material que sostiene la amoralidad de los negocios públicos, la condición necesaria para que el soborno circule con discreción y, a la vez, con la eficacia suficiente para que el mercado sea incapaz de funcionar en forma impersonal autorregulada. Hay que eliminar esos poderes que son excrecencias, resacas, sobras de la cleptocracia.
Es alentador que los sobornados sean juzgados y castigados y, sería aún mejor que los tribunales acojan además a los dadores de coimas, partícipes necesarios del delito. La justicia es imprescindible para mejorar el medio ambiente de los negocios, pero la tentación de la indecencia seguirá presente mientras no sea desmontado el mecanismo que lo promueve y lo alimenta, esto es la monopolización de los mercados por grupos económicos cerrados y la cesión de negocios públicos sin control social, es decir por la sola voluntad de un círculo cerrado de funcionarios políticos. Para romper este círculo vicioso hace falta la voluntad política de la administración del Estado que tendrá que renunciar por decisión propia y de manera inflexible a manejar “cajas negras”, así sea sólo para financiar la actividad partidaria o de campaña sin beneficio personal directo para los recaudadores y sus cómplices. Otra vez, las reformas política y del Estado son las premisas indispensables, siempre prometidas y nunca realizadas. La tragedia de República Cromañón mostró que hay responsables privados y públicos, y cada cual merecerá el castigo que las evidencias determinen, pero comprobó sobre todo que había un Estado corroído por el tiempo y por los vicios que, si no se corrige, volverá a fabricar dramas cada vez que el diablo meta la cola. Mientras los corsarios no sean desarticulados, por más que se cancelen los permisos de la corona para navegar, es improbable que resistan incólumes a los cantos de sirena. Quienes han acudido a esos llamados se justifican diciendo que son irresistibles. Los cantos no callarán por sí solos porque las sirenas prolongan su propia vida con cada seducido. Los monopolios de mercado también subsisten gracias a la compraventa de políticos.
De todos modos, conviene tener presente que la nómina de sobornados conocida o presumida hasta ahora es bastante escasa y que los montos, por muy importantes que fueran, son apenas sobras de lo que se esquilmó al país en esos años. Esto no minimiza el delito de la coima, pero que el barullo no impida escuchar otras amoralidades mayores, esas que condenaron a la pobreza a la mitad de la población, elevaron la deuda hasta volverla impagable y provocaron la enorme decadencia argentina en todos los rubros. Si los tribunales no pueden juzgar a Capone por ninguna otra cosa que evasión de impuestos, que así sea, pero que la sociedad no olvide las lecciones recibidas. Sobre todo, que la íntima reflexión permita que cada ciudadano se haga cargo de la propia responsabilidad en los rumbos nacionales, sin delegaciones a libro cerrado en ninguna oferta estacional, por muy afortunada que parezca. Los que creyeron que reelegir a Menem prolongaría el bienestar personal, mientras alrededor caían los escombros sociales como en un terremoto, los que pensaron que la Alianza combinaba la novedad con la experiencia sin pararse a pensar que esa combinación igual no mezclaba aceite y vinagre, los que hoy piensan en términos absolutos que el factor K es angelical o satánico, todos y cada uno algún día tendrán que saber que la palabra final no es de nadie, es de todos. Hay que hacerse cargo.

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