Dom 12.06.2005

EL PAíS

Hombres de honor

Por H. V.

Sólo es opinable si el coronel Mario Albino Zimmerman dijo “sus órdenes son deseos para mí” o si dijo “sus deseos son órdenes para mí”, antes de que veinte mendigos, orates y enfermos tucumanos fueran arrojados en Catamarca desde un camión que regresó a toda velocidad hacia el linde con Tucumán.
Domingo Bussi esperaba la visita de quien lo había designado interventor federal en Tucumán, el dictador Jorge Videla, y los miserables afeaban el Jardín de la República, Cuna de la Independencia y Tumba de la Subversión, según los carteles de propaganda oficial. Con el mismo gesto expeditivo con que Bussi mandaba pintar de blanco los cordones de todas las veredas y hacía formar a los empleados públicos frente a la bandera para que cantaran bien fuerte la marcha “Aurora”, su jefe de policía fletó a los pobres desgraciados, en una cruda mañana del invierno de 1977. Los legajos 1251 y 0440, en la famosa lista de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, dan cuenta de esas y de otras proezas de Zimmerman, cuya carrera castrense no se truncó por ello. Relevado de la jefatura policial a raíz de la protesta del interventor militar en Catamarca, fue designado jefe del Grupo de Artillería de Montaña 5, de Jujuy, donde demostró su eficiencia escalando en sólo ocho horas el Cerro Azul. Cuando los militares debieron volver a sus casernas, el mismo presidente que ordenó crear la CONADEP lo designó director del Liceo Militar. Con la paciencia que no le tenía a las Madres de Plaza de Mayo, Alfonsín lo escuchó perorar sobre la manida reconciliación entre víctimas y verdugos.
Lo que nadie discute es que Bussi, como interventor federal y comandante de la Brigada de Infantería V, fue responsable de los campos de concentración de Tucumán y de medio millar de desapariciones. Según testimonios de sus propios subordinados participaba en forma personal de los asesinatos de prisioneros destruidos antes en la tortura, según determinaron la CONADEP, la Legislatura Provincial y la justicia. Sin embargo, el pequeño tirano tuvo la desfachatez de demandar a Tomás Eloy Martínez porque lo llamó pequeño tirano. Invocó para ello la defensa de su honor. Tomás se pregunta si le molestó lo de tirano o lo de pequeño y conjetura que su intención al demandarlo es intimidar a toda la sociedad tucumana. Agrego otra conjetura: tal vez le indigne que esa columna se haya publicado en La Nación, el diario que con tanta fidelidad se comportó mientras Bussi se paseaba como arbolito de Navidad con granadas colgando de su cintura. En un libro de descargo personal publicado en Roma y que sugestivamente no interesó a ningún editor argentino, el ex Nuncio Pío Laghi dice que los militares manipulaban la información a su antojo y como prueba menciona que el jefe de prensa de la gobernación de Bussi en 1976, Héctor Domingo Padilla, era al mismo tiempo corresponsal de La Nación en Tucumán. Buen tema para alguna maestría en periodismo.
Al menos el juicio de Bussi contra TEM no sentará un precedente, porque ya fue sentado por los jueces que condenaron al periodista Eduardo Kimel por su libro sobre la masacre de los sacerdotes y seminaristas palotinos en 1976. Kimel escribió que la pesquisa del juez Guillermo Rivarola se “paralizó” porque “la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar”. La jueza de primera instancia Angela Braidot y los jueces de la Corte Suprema de Justicia Adolfo Vázquez, Julio Nazareno, Eduardo Moliné O’Connor, Guillermo López y Carlos Fayt lo condenaron a un año de prisión y a pagar una indemnización de 20.000 pesos, más las costas del juicio. De modo que el único condenado por uno de los crímenes más horrendos de la historia argentina vino a ser el periodista que lo investigó. El fallo está ahora ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos que con toda probabilidad lo revocará.
El mes pasado, la Sala en lo Civil del Tribunal Supremo Español resolvió en sentido contrario un caso similar, que enfrenta a un periodista tan respetado como TEM con otro hombre de armas como Bussi. Durante su programa de la Televisión Española, “Informe Semanal”, Vicente Romero dijo que entre los fastidiados por las confesiones de Adolfo Scilingo había muchos asesinos de uniforme e incluso “Jorge Cesarsky, un viejo pistolero fascista implicado en crímenes políticos y que pasea impunemente por Madrid”.
Igual que Bussi, Cesarsky acudió a la justicia en defensa de su honor. Menos presuntuoso, pedía una indemnización cinco veces menor. El Tribunal Supremo opinó que “no se puede negar la veracidad de la opinión vertida” por Romero. Acudió a la definición de la Real Academia de la Lengua. Pistolero: “Aquel delincuente que se sirve de pistola para atentados con fines políticos”. Y recordó que Cesarsky fue procesado por la muerte de un estudiante durante una manifestación contra el franquismo. Agregó que el fascismo es “una ideología política totalitaria, que incluso ha sido admitida por el propio interesado, lo que significa que no se siente agraviado por tal adscripción”. Que se pasee impunemente por Madrid no es una crítica a Cesarsky sino “a las autoridades encargadas de impedirlo”. Por todo ello “debe prevalecer el derecho a opinar e informar”. Tampoco hay menoscabo en el honor de Cesarsky porque “el honor de las personas no puede ni debe desentenderse de la historia personal pública del sujeto presuntamente afectado y que debe responsabilizarse de la misma.” Vale.

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