Sáb 25.06.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Hipotesis

› Por J. M. Pasquini Durán

En la “Carta al pueblo brasileño”, delegados de más de un centenar de organizaciones sociales afirman: “Las elites iniciaron, a través de los medios de comunicación, una campaña para desmoralizar al gobierno y al Presidente Lula, apuntando a debilitarlo para derrumbarlo u obligarlo a profundizar la actual política económica y las reformas neoliberales, atendiendo los intereses del capital internacional”. La campaña que se denuncia, hay que decirlo, encontró el flanco abierto por una denuncia de sobornos a legisladores de la oposición que provocó la caída de José Dirceu, jefe del gabinete de ministros. Sin embargo, la izquierda del PT, partido de gobierno en Brasil, no disimula el desencanto por la estrategia presidencial de aplacar con concesiones a la derecha política y al capital financiero, lo cual, dicen, propicia la apatía y el desinterés del movimiento popular. O sea, la peor situación: conservadores y progresistas quisieran más de lo propio, pero el gobierno no conforma a ninguno de los bandos.
¿Será esa insatisfacción el resultado necesario de las políticas públicas que tratan de navegar entre dos aguas? Antes, tal vez, habría que contestar una pregunta ineludible: ¿existe la posibilidad real en América latina de navegar pegado a una de las orillas? Los parciales en la confrontación responderán por la afirmativa, unos reivindicando la absoluta libertad de mercado y otros auspiciando la participación popular permanente. Lo cierto es que los llamados “neoliberales” tuvieron su oportunidad en los años ’90 y el saldo, no sólo en términos sociales, fue calamitoso. De la otra parte, en el último quinquenio ocurrieron alzamientos populares de tanto vigor que alcanzaron para tumbar gobiernos enteros, pero sin la dirección apropiada se desvanecieron antes de provocar reformas de fondo en la política y en el Estado.
Así, las sucesiones parecen siempre más de lo mismo. Es el caso de la reaparición en el escenario electoral de Carlos Menem en sociedad con Adolfo Rodríguez Saá y, por si esto no fuera suficiente, ahora Domingo Cavallo amenaza con el retorno. Si fuera el capricho personal de gente con algunos millones de pesos para derrochar en los gastos de campaña, lo único censurable sería el despilfarro de fondos que podrían aplicarse a la beneficencia para aliviar una mínima parte de los pesares sociales. El asunto merece alguna reflexión porque en cada caso acunan expectativas, a lo mejor basadas en encuestas, de conseguir un cierto porcentaje de votos. Lo peor de todo sería, en realidad, que pudieran tener razón. ¿Será posible? Cuando se reclama una verdadera reforma política no es para que todos los partidos sean de centroizquierda, sino para que también la derecha tenga una representación legítima y decente, en lugar de bucaneros o conjurados en “golpes de mercado”.
La tentación de andar hacia atrás es más ancha que esas nostalgias mínimas, patéticas. Desde que la Corte Suprema se pronunció en contra de las leyes de impunidad, arreció la insurgencia de voces que intentan reponer las viejas antinomias alrededor del peronismo, como si las soluciones políticas para los millones de argentinos que pasan hambre debieran buscarse en el pasado en lugar de en el porvenir. En los últimos días incluso volvieron a rodar rumores sobre deliberaciones en bases y cuarteles sobre los derechos humanos, como sucedía en otras épocas.
Incluso algunas opiniones que se dicen progresistas se deslizan hacia el apolillado antiperonismo, en nombre de oponerse a la hipotética hegemonía del presidente Néstor Kirchner, aunque el verdadero propósito sea congregar votos en las elecciones de octubre, ya que temen que sus propuestas actuales no tengan bastante atractivo para los votantes. A la derecha peronista también le interesa la polarización porque siempre obtuvo ganancias de anteponer el escudo partidario al franco debate ideológico y político en el interior del Movimiento. La excusa de la unidad fue casi siempre la coartada de las peores caras del justicialismo.
El temor al absolutismo oficialista es, por el momento, más imaginario que real, ya que no depende de la voluntad presidencial, ni siquiera de sus recursos de campaña o de sus influencias en la prensa. La decisión última es de los ciudadanos que merecen, hasta que demuestren lo contrario, respeto por su capacidad de discernir lo que les conviene o lo que creen que les conviene. La trayectoria del fugaz liderazgo de Blumberg, por citar uno entre varios modelos de los últimos tiempos, prueba que la búsqueda de nuevas referencias todavía es una marcha que no ha llegado a ninguna estación terminal.
Por otra parte, el Presidente decidió sincerar los comicios de octubre y llamarlos plebiscito sobre la gestión de su gobierno, pero aún están por verse los resultados de esa convocatoria. Santa Fe, Córdoba y Mendoza, distritos principales, están en suspenso, la Capital sigue otorgando el primer puesto a la oposición y la victoria en la provincia de Buenos Aires parece depender de la forma en que se resuelva la interna peronista. El detalle de la geografía nacional cuando faltan meses para que los ciudadanos lleguen a interesarse en la decisión, no está cerca de consagrar ningún unicato. El partido de gobierno no tiene la exclusividad por los ruidos de la interna, aunque su volumen es más fuerte de acuerdo con las proporciones de su tamaño electoral.
Desde el lado de la oposición, la renovación clamada en diciembre de 2001 se tradujo en una colosal fragmentación. La lista de candidatos que ya se insinúa en la Capital es apenas una muestra de lo que será, otra vez, la variedad de la oferta en el cuarto oscuro, para mayor confusión y desconcierto de los votantes que no tienen la vocación ni la oportunidad de presenciar el agotador desfile de los aspirantes. En realidad, expertos en la materia no descartan que la abstención siga creciendo en esta nueva cita con las urnas.
Mientras tanto, la realidad regional sigue complicándose, en este segundo mandato de Bush, en un cuadro que todavía muestra elementos dispersos pero que, una vez enumerados todos juntos, muestra una cierta disposición a “restablecer el orden”. La ley de inmunidad que Washington obtuvo en Paraguay para el eventual desembarco de dieciséis mil soldados, cuya misión no está claramente definida: ¿será por el tráfico terrorista en la triple frontera o para estar más cerca de Bolivia y Ecuador? ¿Tantos? Desde Chiapas surgieron denuncias de inusitados despliegues militares en la zona, sin contar con las amenazas de magnicidio en Caracas, las denuncias de instalación de oficinas de la Inteligencia norteamericana para realizar sus tareas en el campo de ocho países de América latina, y las conclusiones de viajes y entrevistas de Condoleezza Rice en la región; son indicios de una actividad incipiente, pero que merecerían un poco más de atención de tantos aspirantes al liderazgo político en el país y en la región. A lo que viene de afuera hay que agregar lo que ya está adentro. Es decir, aunque parezca contradictorio, deberían dedicar menos preocupación al “realismo” político y más a la realidad.

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