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› BOGGIANO, GALEANO Y UNA LIMPIEZA IMPRESCINDIBLE
El último
La suspensión de Boggiano y el juicio político a Galeano avanzan
en la limpieza de una justicia corrompida desde la promulgación
de la ley de obediencia debida. Kirchner también designará a más
de la mitad de los jueces de la Corte. La diferencia con Menem está en los procedimientos y en la calidad intelectual y personal de los elegidos, que han demostrado mayor independencia de la que desearía el gobierno. Los negocios de Sobisch y el macrismo. El cierre de listas bonaerense.
› Por Horacio Verbitsky
A pesar de todas las presiones, el juicio político al juez de la Corte Suprema de Justicia Antonio Boggiano avanzó esta semana un paso más, cuando el Senado escuchó su descargo y lo suspendió. La simultaneidad de esta decisión con las audiencias del Consejo de la Magistratura en el juicio político al juez federal Juan José Galeano marcan otro punto significativo en el proceso de saneamiento de la justicia.
Un argumento empleado en favor de Boggiano afirma que en caso de remoción, Kirchner designaría una nueva mayoría en la Corte. Este razonamiento perdió razón de ser con la renuncia de Augusto Belluscio. Si Kirchner llenara la vacante, quien reemplace a Belluscio ya sería el quinto nominado por el actual gobierno. Si decidiera aceptar las opiniones de numerosas organizaciones y especialistas de la sociedad civil y redujera el número de miembros de la Corte de nueve a siete, de todos modos los cuatro que ya designó formarían la mayoría. Sin duda, el que un solo presidente designe a la mayoría de los jueces de la Corte Suprema es un síntoma de debilidad institucional. Pero esta cuestión no tiene remedio aritmético y es consecuencia de la degradación a la que había llegado el más alto tribunal de justicia. Ninguna de las decisiones de Kirchner han tenido tan alto grado de adhesión social como la renovación de la Corte, hasta el punto de que la oposición más dura a su gobierno especula con que el juicio político pueda convertirse en un tema de la campaña electoral para los comicios de octubre.
Hacer la Corte
Admitido que la designación de tantos jueces por un mismo gobierno dista de ser ideal, importa analizar cómo se desenvolvió el proceso degenerativo que condujo a esta situación. Su origen fue la ley de obediencia debida. Una vez sancionada, en 1987, comenzó la batalla por su implementación: era la justicia la que debía decidir quién había dado o recibido las órdenes criminales. Como la Corte de cinco miembros no aceptó presiones para limitar el universo punible, el presidente Raúl Alfonsín propuso al jefe peronista Antonio Cafiero que cada uno sumara un nuevo miembro a la Corte, comprometidos a fallar las causas militares como quería el gobierno. El proyecto de ley enviado como fruto de este pacto al Congreso también instituía el per saltum, para que la Corte se apoderara de todos los juicios militares. Cuando Carlos Menem derrotó a Cafiero en las elecciones internas justicialistas de 1988 interrumpió la negociación. Su delegado, José Luis Manzano, explicó al de Alfonsín, Ricardo Entelman: “¿Para qué vamos a ampliar de cinco a siete y designar uno cada uno, si después de ganar las elecciones podemos ampliar a nueve y nombrar a cuatro nuestros?” Así fue.
“La ampliación del número de miembros de la Corte es necesaria para agilizar la tarea del Poder Ejecutivo, perdón, del Poder Judicial”, dijo el senador Augusto Alasino. La ley se aprobó en una sesión de la Cámara de Diputados en la cual hubo cafeteros y ordenanzas en las bancas y hombres armados protegiéndolos. La causa judicial por esos episodios escandalosos fue archivada con un pretexto formal, por el vencimiento del mandato del diputado que presentó el amparo. Menem obtuvo la renuncia de dos de los ministros en funciones (Jorge Bacqué por hartazgo, José Caballero por miedo de que promovieran su juicio político por haber regulado honorarios en favor de sí mismo) y en 24 horas designó una mayoría automática de seis sobre nueve ministros del tribunal. La ley de ampliación fue promulgada el 17 de abril de 1990, el 18 se enviaron los pliegos de los nuevos miembros de la Corte, y el Senado los aprobó el 19, en una sesión secreta de apenas siete minutos, a la que no asistió la oposición, porque el apresuramiento oficial les impedía evaluar si los jueces designados reunían las condiciones jurídicas, académicas, personales y de independencia requeridas.
Entre ellos había un par de juristas, dos fieles militantes menemistas y dos compinches del señor presidente (su ex socio en el estudio jurídico, Buby Nazareno, quien había sido jefe de policía de La Rioja, y Eduardo Moliné, cuñadísimo del jefe de la Secretaría de Informaciones Hugo Anzorreguy y presidente de la Asociación del Tenis Argentino, equivalente paquete de la AFA). Muy rápidamente el jurista Julio Oyhanarte escapó despavorido de la Corte y Menem designó en su lugar a un recomendado del Nuncio Umberto Calabresi, el supernumerario del Opus Dei Antonio Boggiano. Así quedó conformada la mayoría automática, que perdió un miembro con el Pacto de Olivos de 1993, cuando Menem aceptó el sacrificio patriótico de Rodolfo Barra y Mariano Cavagna Martínez y designó a su viejo amigo Adolfo Vázquez y a Gustavo Bossert, propuesto por la UCR.
“Exceso de celo”
Es recomendable la comparación de este procedimiento con el que siguió Kirchner, luego de limpiar ese tribunal corrompido hasta la médula. El decreto 222, inspirado en el trabajo “Una Corte para la democracia” que seis organizaciones de la sociedad civil elaboraron en el tórrido verano de 2002, cuando la consigna que retumbaba en las calles no era la del saneamiento institucional sino que se vayan todos, fijó una serie de exigentes requisitos para el nombramiento de nuevos magistrados. El trámite se extiende a lo largo de tres meses y permite un amplio escrutinio sobre los merecimientos de cada uno, tanto en el ministerio de Justicia, antes de la remisión del pliego, como en el Senado, después. El exhaustivo debate público acerca de los candidatos, cuya vida y milagros se difunden en todos los medios nacionales, no tiene precedentes en el país y está a la altura del procedimiento que se sigue en las democracias más maduras.
Las personalidades escogidas han merecido algunas irrelevantes objeciones de tipo personal (Raúl Zaffaroni es soltero, llegó a decir un diario humorístico de negocios) y otras, opinables, de sesgo ideológico (como el ateísmo de Carmen Argibay). Pero nadie ha cuestionado su idoneidad ni su independencia. En su primer año la nueva Corte dio muestras elocuentes de que no recibe directivas de nadie, con sus votos sobre asuntos políticos (reforma constitucional de Santiago del Estero), laborales (inconstitucionalidad de la ley de Accidentes de Trabajo y de la reforma previsional) y económicos (pesificación de los depósitos). También con las declaraciones públicas de algunos de sus miembros, que contradijeron las opiniones de Kirchner sobre la justicia. El presidente del bloque justicialista de senadores, Miguel Pichetto, llegó a decir esta semana que algunos miembros de la Corte, “tratan de sobreactuar la independencia con un exceso de celo”. La prueba más clara es que el gobierno no cuenta para convalidar la pesificación con el voto de Raúl Zaffaroni ni el de Carmen Argibay y en cambio confiaba en el de Boggiano, siempre inclinado a la realpolitik. Esa fue la carta de negociación que le permitió a Boggiano dilatar los plazos de su enjuiciamiento. Si el Senado se pronunció como lo hizo no fue por la voluntad del poder político sino debido a que cualquier otra resolución hubiera sido escandalosa en un cuerpo que ya destituyó a Moliné por la misma causa.
Tercios
A diferencia de Perón, que en 1947 contaba con los 2/3 en ambas cámaras para impulsar el juicio político a los ministros de la Corte, Kirchner necesitó del apoyo de otros bloques, lo cual limita su posible arbitrariedad. De hecho, fueron radicales, socialistas y aristas quienes en 2002 promovieron el juicio político de todos los miembros de la Corte, para el que consiguieron mayoría pero no calificada por los 2/3. La remoción de la impresentable bancada menemista en el tribunal responde a un amplio consenso social. Tampoco está en duda que esta vez los legisladores justicialistas obraron según su conciencia y no por decisiones del Poder Ejecutivo: sólo dos de los nueve cargos contra Moliné fueron aprobados; siete de sus senadores se opusieron a la suspensión de Boggiano y los votos necesarios para decidirla provinieron de radicales, socialistas, frepasistas, forzudos republicanos y provinciales. Los fundamentos invocados para destituir a los jueces del siglo pasado fueron risibles: haber convalidado los golpes de 1930 y 1943, en los cuales tuvo participación activa el propio Perón. Los que invocó Kirchner han motivado opiniones encontradas pero son como mínimo opinables. El Senado arguyó que Moliné y Boggiano legitimaron judicialmente un proceso administrativo fraudulento y abdicaron de manera arbitraria su responsabilidad de ejercer el control de constitucionalidad. Ellos sostienen que son juzgados por el contenido de sus fallos.
Falacias
Boggiano, quien movió todo tipo de influencias mundanas y ultraterrenales para evitar el juicio político, alega que, a diferencia de Moliné, no falló en favor del pago de centenares de millones de pesos a uno de los más ostensibles testaferros del menemismo en el preciso momento en que se iniciaba la campaña electoral, sino por la inapelabilidad de los fallos de tribunales arbitrales. Esa distinción es irrisoria. Por empezar, Boggiano firmó un voto conjunto con Nazareno que, sumado a los de Moliné, López y Vázquez, formó la ajustada mayoría. Sin él, no había pago. Además, a último momento modificó su voto que fue el decisivo, lo cual eleva el precio. En 1996, el Grupo Meller reclamó el pago de 28,9 millones de pesos por la edición de las guías telefónicas. La liquidadora de ENTel, María Julia Alsogaray lo consintió sin discutir, pero la SIGEN cuestionó el mecanismo de ajuste aplicado, el Ministerio de Economía descubrió que no quedaba nada por pagar y la Procuración del Tesoro consideró “de nulidad absoluta” la resolución. En vez de revocar como correspondía su decisión impugnada, Alsogaray sólo suspendió sus efectos y, como si su interés fuera pagar y no defender el patrimonio público, pidió un dictamen a otro destacado miembro de la hermandad, el ex ministro del Poder Ejecutivo y de la Corte Suprema Rodolfo Barra quien, por supuesto, también se pronunció en favor de Meller.
Tres meses antes de las elecciones de 1999, el Tribunal Arbitral de Obras Públicas, integrado por dos representantes del Estado colonizado por el menemismo y uno de las empresas constructoras, laudó en contra del Estado. ENTel ya sin Alsogaray recurrió y la mayoría automática opinó que el Tribunal Arbitral era un régimen optativo y la elección del procedimiento administrativo importaba la renuncia del recurso a la justicia. El asombroso voto de Nazareno y Boggiano sostuvo que si las partes renuncian a un derecho nada impide que lo sometan a arbitraje o al azar, pues “la crisis actual de la seguridad jurídica conduce a las partes a elegir alternativas de solución de controversias prescindentes de la jurisdicción estatal”. Es decir, condenaron al Estado a aceptar un fallo arbitrario en vista de la inseguridad jurídica que ellos mismos instauraron. La disidencia de Carlos Fayt y Enrique Petracchi refutó esta pretensión. El régimen establecido “es voluntario para el contratista”, pero “no lo es para el Estado Nacional, quien se ve compelido al arbitraje por su contraparte”. Entonces, sólo para ella debería valer la “consiguiente renuncia a interponer recursos judiciales”. Según la doctrina nacional e internacional un arbitraje forzoso es “una jurisdicción de excepción”, cuyas decisiones “no pueden ser inmunes a la revisión judicial”, que “constituye un imperativo del orden constitucional del que en definitiva depende la supervivencia misma del estado de derecho”.
Según el Color
Curiosamente, con esos mismos argumentos de Fayt y Petracchi, Boggiano admitió en 1994 la apelación de un tribunal arbitral. Satisfizo así a la multinacional Max Factor, en un caso contra la empresa argentina Color SA, que reclamaba una indemnización por la rescisión de un contrato de franquicia. Escribió entonces sobre los arbitrajes que “esta administración privada de justicia no es ajena a cierto control judicial, el cual no es susceptible de ser suprimido totalmente”, debido a los “objetivos constitucionalmente asumidos, como el de promover la justicia y también de las garantías de defensa en juicio y de la propiedad”. (En realidad el preámbulo constitucional no dice promover sino afianzar la justicia, lo cual indica que este fallo lo escribió personalmente sin auxilio letrado.) Boggiano votó así por la revisión del laudo arbitral que favorecía a Max Factor.
Como dijo un ex ministro de la Corte que conoce de cerca a los protagonistas, los miembros del cardumen menemista “terminaron cayendo como Al Capone, por evasión impositiva, cuando había causas mucho más graves que justificaban su destitución por mal desempeño”. Entre ellas el recurso de arrancatoria, cuando Boggiano ordenó sustraer un fallo del libro de sentencias de la Corte. No es el primer juicio político que soporta Boggiano. El jury anterior se formó hace casi 30 años cuando su secretario en un juzgado comercial, José Uriburu, y el presidente de la Cámara de Apelaciones, Francisco Bosch, quienes habían avalado su designación como juez por Isabel Perón, denunciaron que en la quiebra de Hot-Tur, Boggiano intentaba favorecer al Opus Dei para que esa organización comprara a bajo precio el Hotel Presidente, como ocurrió. En 1978 el jurado de enjuiciamiento lo absolvió por duda. Fue presidido por Abelardo Rossi, uno de los interventores en la Corte Suprema designados por la dictadura y, como Boggiano, miembro de la organización confesional beneficiada con el trámite irregular. Cuando Boggiano fue designado en la Corte, el expediente del jury desapareció.
Calle de por medio
La decisión de mantenerle el sueldo mientras dure el proceso no procura otra cosa que cubrir una objeción válida levantada en procedimientos anteriores: mientras no se haya pronunciado una sentencia no es lícito privar de su único ingreso a un funcionario que no puede desarrollar otra actividad remunerada. Así se respeta un derecho, aunque Boggiano no lo necesita. Su paso por la justicia le ha dado un espectacular ascenso social. Boggiano tiende a ocultarlo, presentándose como hijo de industriales. En realidad, su madre atendía un puesto de verduras y huevos en el viejo mercado Spinetto. Su vida es una prueba de la movilidad aún posible en la pirámide argentina si se cuenta con las bendiciones eclesiásticas para treparla. En 1981 sus ingresos de juez le permitieron mudarse a un piso de centenares de metros en la Avenida Alvear, la zona más cara de la Capital. La ventaja inapreciable de esa ubicación es que sólo debe cruzar la calle para recibir la comunión diaria en la Nunciatura.
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