EL PAíS
Aparato y política
› Por José Pablo Feinmann
“Los animales de afuera miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible discernir quién era quién.”
George Orwell, Rebelión en la granja.
El pensamiento filosófico y político de los últimos años ha realizado un gran avance al despojar a la palabra represión de su sentido exclusivo de violencia, de castigo. Sin duda debe mantenerse su sentido de control, de orden, de sofocamiento. Pero la represión del poder es mucho más amplia que sus funciones policíacas o militares. En estos casos apunta al ejercicio de la violencia sobre los cuerpos. La vigilia del poder (el espíritu del mejor Foucault alimenta estas líneas) se traduce en castigo. Este castigo (cuando no es, como suele ser entre nosotros, directo: se mata en plena calle, se mata por gatillo fácil, por impunidad) tiene su lugar en la prisión. La prisión es el ámbito en que la sociedad recluye a quienes no cumplen el contrato esencial que, desde Hobbes, constituye a las sociedades: sometimiento al Estado. Cuando uno mira una sociedad, todo parece funcionar si uno no mira la reclusión permanente y el apartamiento represivo de quienes, según el poder, no cumplen con el contrato. Foucault realizó de modo brillante este trabajo con la locura. La demencia acecha y cuestiona sin cesar a la razón. La razón es un ente acechado por la locura, cuestionado por la locura, incluso burlado y hasta desdeñado por la locura. La locura se ríe de la razón. Pues la razón, al temerle extremadamente, vive ignorándola. Y, a causa de su soberbia, debe negarla. Así las cosas, la razón crea el espacio donde confinará a la locura: el manicomio. El manicomio es a la razón lo que la prisión es al contrato.
Poder y goce:
Esto es así pero no solamente así. El poder no sólo reprime confinando, aislando o torturando al reprimido. El poder reprime con el goce. No podríamos decir qué modalidad se ejerce más plenamente en nuestros días pero sí que la más nueva y deslumbrante es la represión placentera. Esta modalidad ha tomado una vertiginosidad insusitada con la revolución comunicacional. El mundo se ha tornado en lo uno y lo visible. El mundo es Occidente y vemos del mundo lo que Occidente quiere. El Islam que vemos es, incluso, el de Occidente. Lo vemos por medio de la televisión de Occidente. Del cine de Occidente. De los diarios y revistas de Occidente. Y hasta de los periodistas “furtivos”, “libres”, “osados”, “desobedientes” de Occidente. Además, Occidente nos ha enseñado a ver sin ver. Nada dura nada. Al tornarse el tiempo en velocidad, no bien una imagen nos horroriza, de inmediato otra diluye ese horror. El horror (la tortura, la vejación, los cadáveres innúmeros apilados sobre la tierra) es cotidiano. Su escenario es más el del desayuno de todos los días que el de los ásperos territorios en que ocurre. La mayoría de la gente lee el diario mientras desayuna o toma un café en un bar. Nada habrá de conmoverla. El motivo es que ese individuo que desayuna y mira despanzurrados en Londres o niños masacrados en Irak sabe que nada puede hacer. Que el mundo se ha transformado en eso y él no puede hacer nada por cambiarlo. La guerra actual se ve como un juego diabólico entre el Imperio Global y el Islam que se extiende imparable. “Ojalá no llegue aquí”, dice alguien. Otro, más lúcido, le dice que ya llegó y le habla de la AMIA. Y si llegó, en cualquier momento vuelve.
Entre tanto leamos el diario pero hagamos correr rápido las hojas. El poder hasta la tragedia ha transformado en entretenimiento. Luego, la sección deportes. Luego, los espectáculos. Algo de cultura. Algunos chistes y se acabó. Luego, la radio. Se trata de un lugar en que las palabras, las puteadas, las opiniones, las discusiones, las opiniones divergentes sobre todo lo que sucede se transforma en un ruido constante, uniforme que nada dice. Aquí sí. Aquí, como decía Shakespeare en Macbeth, “la historia es un cuento contado por un idiota lleno de sonido y de furia”. Ninguna frase describe mejor los tiempos que corren.
La política:
El poder-goce trata de dominar la subjetividad del sujeto de la polis. Todo el inmenso aparato del entretenimiento, desde los dibujos animados hasta las masacres en Irak, busca sofocar-controlar la subjetividad. Impedir que el sujeto piense. Que el sujeto se haga dueño de sí. Que tome distancias. Que se aleje. Que desconfíe. Que no crea. Que se apropie de su conciencia crítica. Aquí, en esta apropiación por parte del sujeto de su propia subjetividad, aparece la política. La política es conciencia crítica. Es ruptura. Es ausencia y soledad. Es aburrimiento y dolor. Esto, al principio. Luego irá en busca de OTROS a los que abruma este suceso acaso inesperado: no creer más en nada. O peor aún: no pueden entretenerse más. Aquí, el sujeto ya no está sujeto. Hay (vuelve el fantasma de Foucault) dos sentidos de la palabra sujeto. El sujeto que se define en tanto conciencia de sí. (No sé si Foucault me seguiría en esto: dejémoslo aquí, ya nos dio bastante.) El sujeto que se piensa y sale de sí, arrojado, para pensar en medio del mundo. Y el sujeto que está sujeto por otro sujeto. Este sujeto es el poder. El poder es un sujeto que sujeta. Esa es su tarea.
La política (en su sentido más eminente) es quebrar la sujeción al poder. Así, se hace política para ser libre. Así, la política es la praxis de la libertad. O, al menos, la praxis que surge en busca de la libertad y la encuentra en cada uno de los actos que realiza.
El Aparato:
El Aparato es la antítesis de la política. La antítesis de la libertad. La libertad es acción, es praxis, siempre se lanza en busca de algo que todavía no es, que hay que crear, edificar. O de algo que hay que quebrar. Porque la política, en tanto praxis de la libertad, está en contra de lo cósico, de lo inerte, de lo ya establecido. Si la política es la búsqueda de una decisión que pueda abrir una hendija en el bloque monolítico del poder, el Aparato es lo ya-decidido. El Aparato en la anti-praxis. El Aparato es una cosa. Está hecha. Construida. El Aparato es el poder real de la sociedad aparente. El Aparato es el poder que sostiene la sociedad. No es el gobierno. Ni es el Estado. El Aparato es la transformación del territorio en cosa mafiosa. La palabra mafia debe entenderse aquí (lejos de la significación “familiar”, es decir, de clanes de familias que le dio Coppola) como un entramado de intereses en el que lo único que une es el dinero. El Aparato es una enorme máquina de hacer dinero. El Aparato, quién no lo sabe, se transforma en poder y luego, desde el poder, sirve para sostener el poder. El Aparato es la Argentina. La Argentina es la provincia de Buenos Aires. Ahí, si no me equivoco, hay casi (casi) quince millones de votos. O sea, la política del Aparato (a la que llamaremos política-aparatista) se dirime en la provincia de Buenos Aires. El Aparato es el PJ. Todo es el PJ. La llamada “oposición al PJ” es, cuanto menos, patética. Existe escasamente. La lucha se da dentro del Aparato y ahí están todos porque no hay política (aparatista) posible FUERA del Aparato. No hay política (aparatista) posible fuera del PJ. Hay matices y acaso importen mucho. Que K prescinda de toda la aparatología del simbolismo peronista habla de un deseo de alejamiento del Aparato. Esa simbología ES el Aparato. Hay una instrumentación del peronismo congelado, mitificado, que se vuelve en contra de quienes apelan a estas simbologías declamatorias. El Aparato se come todo. La “marchita” es el Aparato. Las “grandes frases” de Perón y de Evita son el Aparato. Todo lo demás que el Aparato es me lo han dicho. No sé si es cierto. Por ahí son versiones de gente malintencionada. Pero me han dicho que el Aparato es el juego clandestino, la prostitución, la droga, los comisarios, los intendentes, los operadores, el clientelismo. Uno duda. ¿Tan inmenso es el Aparato?
En todo este aquelarre hay un error. Se dice “Aparato” y en seguida algún apresurado agrega “duhaldista”. No es así. El Aparato no tiene dueño. Puede tener dueños ocasionales. Nunca permanentes. El único dueño del Aparato es el Aparato. Por eso todos pelean por tenerlo. Si ya fuera “duhaldista” lo tendría ya Duhalde, ¿por qué lucharían todos tanto por el Aparato? El Aparato puede tener muchos y sobre todo cualquier dueño. El Aparato no tiene ideología. El Aparato es un Aparato de negocios oscuros y es un poder en las sombras, un país “aparte”. Pero, por desgracia, el verdadero país.
¿Cómo se lucha contra el Aparato? ¿Dentro del Aparato o afuera? Pareciera que la única posibilidad es dentro, ya que no hay sino “el Aparato”. No obstante, pelear “dentro” del Aparato implica aceptarlo. Jugar con sus reglas. Vencer con sus métodos. Pensar como él lo exige. Actuar como él lo pide. La cuestión es: ¿cómo luchar contra el Aparato si para hacerlo hay que meterse en sus entrañas? ¿Cómo vencerlo si no hay otro lugar más que el suyo? Hay que crear el afuera. Pelear realmente contra el Aparato implica la conciencia de que vencerlo no es apoderarse de él. Es destruirlo. Si la lucha se sigue dando dentro y con el estilo del Aparato, un día, entonces, quienes alguna vez quisieron destruirlo, mirarán sus caras, mirarán las caras de los capitostes del Aparato... y no verán diferencia alguna.