EL PAíS
› PANORAMNA POLITICO
Inequidades
› Por J. M. Pasquini Durán
La vigencia en el mundo del llamado “pensamiento único” de extrema derecha, también conocido como neoliberalismo, a lo largo de un cuarto de siglo dejó un saldo de injusticias sociales que hoy en día preocupa incluso a los que defendieron esas tesis. The Independent, por ejemplo, constató que “la desigualdad de la renta está alcanzando niveles nunca antes vistos desde el final del siglo XIX”. En Estados Unidos, la mayor potencia de Occidente, desde 1979 la renta del veinte por ciento de los más pobres subió un 6,4 por ciento, un 70 por ciento la del veinte por ciento de los más ricos y un 184 por ciento la del uno por ciento de los mega ricos, que ganan el doble y hasta el triple de sus similares en Francia y Gran Bretaña. Esta elite en 2001 manejaba el veinte por ciento de los ingresos totales norteamericanos y un tercio de su renta bruta, mientras que para mantener sus ingresos que decrecen los trabajadores estadounidenses ocupan trescientas horas anuales más que los europeos. En los últimos quince años la población de Estados Unidos pasó de 263 a 300 millones de personas, el mayor crecimiento en 40 años incluida la inmigración, con una tasa de fertilidad más alta que la de China, Brasil y Corea del Sur. No sólo los pobres se multiplican, pero la brecha entre ricos y pobres se ensancha como parte de la mundialización económica.
Esto significa que la pobreza, el desempleo y la mayor explotación de la mano de obra no son obras de la fatalidad o la demografía, sino de la voluntad de quienes tienen el poder para desequilibrar la balanza. “En muchas áreas donde transcurren guerras y donde las redes extremistas incorporan nuevos reclutas que se suman a grupos criminales o paramilitares, éstos son literalmente la única oportunidad ofrecida a los desempleados jóvenes que carecen de toda educación formal”, explicaba una articulista de The Nation (EE.UU.), después del ataque a las Torres Gemelas. Datos posteriores revelados por fuentes de investigación tienden a demostrar que el reclutamiento terrorista no siempre responde, en relación de causa y efecto, a la ignorancia y la ausencia de oportunidades laborales, aunque estas condiciones siguen alimentando los ejércitos de sicarios y delincuentes jóvenes en el continente. Fuentes mexicanas indican que las bandas criminales de jóvenes tatuados en dorso, brazos y cara, que asesinan a sus propios padres como prueba de pertenencia a la “nueva familia”, reclutan miembros a partir de los siete años de edad y reunidos en diversos grupos operan desde el sur de Los Angeles hasta Honduras y Guatemala. Se conocen como “los mara” (por marabunta) y cifras provisionales calculan en quinientos mil el número de “mareros”. Toda clase de calamidades y violencias sociales se expanden por el planeta, como si la bomba atómica arrojada hace sesenta años sobre Hiroshima, para “terminar con las guerras”, hubiera sido un acto del todo inútil.
Por eso, cuando aquí, en la Argentina, se discute de pobreza y desempleo, de salud y educación, debería argumentarse en ese contexto global de peligros y desafíos, porque el cuadro completo permite comprobar con facilidad que nadie en ningún lugar puede estar a salvo mientras los demás, el Otro, el prójimo o el próximo, como quiera que se lo nombre, sufra sin merecerlo la pena infinita de la soledad y el abandono. En estos días hay voces que se levantan, no todas por intereses subalternos, para polemizar con las huelgas que cumple personal de servicios públicos, desde trenes hasta hospitales y escuelas. Algunas los condenan en nombre de la responsabilidad particular que asumen esos trabajadores respecto del resto de las personas que dependen de sus servicios. Al mismo tiempo, otras se preguntan quiénes son los rehenes en estos conflictos: ¿los usuarios o los empleados que los atienden?
Cada pleito, por supuesto, necesita que el diálogo y la prudencia de las partes produzcan soluciones razonables, aunque en épocas electorales ninguna de esas características –diálogo, prudencia, razonabilidad– distinguen las actitudes de los protagonistas. En momentos de tanta sensibilidad despierta, cada uno está a cargo de preservar la integridad de los derechos civiles y sociales, rechazando a los que por malicia o por ignorancia pretenden resolver el conflicto social que tiene amplias cuotas de legitimidad ubicándolo en el plano de los actos delictivos o impropios de la libertad. No hay intocables en la democracia, a todos les puede tocar la agresión por la intolerancia de unos o de muchos, la cantidad es siempre relativa, pero tampoco es justificable acusar de delincuente al que opina diferente. Proceder de este modo es una de las peores actitudes del autoritarismo y no hace falta ser Gandhi para replicar con los argumentos propios y el apoyo de quienes los comparten, pues de lo contrario estaría justificándose la hipótesis de “judicializar” los conflictos, cada vez que molestan, lo cual es una típica reacción de la derecha.
En tiempos electorales es más común apelar a las teorías conspirativas según las cuales el contrario y su ideología mantienen abiertos los conflictos para satisfacer con perversidad los propios y mezquinos intereses. Sería ocioso negar que en ciertas ocasiones tanto en la administración del Estado como en dotaciones de sus dependientes, empresas y/o empleados, los criterios patrimoniales y los liderazgos partidarios hacen prevalecer las razones propias, pero eso también es consecuencia del método de prueba y error que cada porción de la sociedad utiliza para elegir a sus representaciones en una democracia embarullada y tan imperfecta como la actual. Por otra parte, a cada rato aparece con evidencia cristalina –sobre todo cuando se trata de justicia, salud y educación– que el Estado precisa una reforma conceptual y metodológica que eche por la borda todo el lastre acumulado por años de ineficacia, corrupción y desprofesionalización de sus funcionarios, en especial en sus cuadros intermedios, los que sobreviven a los sucesivos cambios de gobierno, que más de una vez ocultan sus ineptitudes debajo de varias capas de astucias conspirativas, de falsas solidaridades corporativas y de lealtades volátiles.
El Poder Judicial es casi emblemático en la materia, donde se renovó la copa del árbol, pero el tronco y las ramas siguen infectados por plagas de diversa naturaleza. La destitución del juez Galeano, entre otros magistrados, y la reapertura del expediente de los sobornos en el Senado fueron esta semana dos indicadores alentadores de un proceso sanitario que no debería interrumpirse, sino más bien avanzar con rigor y prontitud. La urgencia es evidente con sólo pensar en todos los fallos que han producido esos jueces durante todos sus años en funciones o las leyes que han sido aprobadas por los mismos senadores que aceptaron sobornos a cambio de sus votos. Este repugnante episodio, conocido como “el caso de la Banelco”, si es tramitado con diligencia podría repercutir hasta en las urnas, ya que en el expediente están involucrados políticos del bipartidismo, PJ y UCR, que continúan en carrera ejerciendo cargos públicos o en posiciones expectantes en sus respectivas agrupaciones.
Aunque para esos políticos que prefieren aparecer impolutos en los momentos previos de las elecciones la reapertura del caso haya sido como recibir un balde de fango, para los ciudadanos fue un refresco de la memoria, siempre útil a la hora de decidir entre tantos candidatos. Bastaría comparar la lista de los imputados y sus pertenencias partidarias con las nóminas de candidatos, para hacer un descarte primario antes de ingresar al cuarto oscuro. Está bien que los tribunales hagan su tarea, pero los votantes también tienen que contribuir a reforzar la calidad de sus representaciones. No valen la lealtad partidaria o la simpatía por el que encabeza la lista electoral, si en la misma nómina hay personas que están siendo investigadas por delitos de corrupción: esa propuesta debería descartarse. Recuperar la integridad de los cuerpos institucionales es una tarea lenta y compleja, pero más que nada interdisciplinaria, es decir, no puede ser cumplida con la contribución de una sola parte, así sea la Corte Suprema, si la sociedad no impone el castigo de separar de su seno a los que usaron una posición de servicio y un mandato popular para su personal beneficio. La demanda estentórea de diciembre de 2001 para “que se vayan todos” era más que una expectativa de inmediato cumplimiento, sino algo así como un horizonte para la renovación política. Es un compromiso que debería ser renovado cada vez que se ofrezca la oportunidad.