Vie 26.08.2005

EL PAíS  › OPINION

El centro del ring y sus costos

Por Mario Wainfeld

Suele decirse que el oficialismo busca con ahínco nacionalizar la elección de octubre, y a fe que es verdad. Se dice menos, pero es igualmente cabal, que la coalición PJ-Frente para la Victoria es la única fuerza competitiva en todo el territorio nacional. Elisa Carrió tiene buenas chances en Capital y es presidenciable, pero el ARI pierde fuerza a medida que se distancia de la General Paz. Mauricio Macri es, en ambos aspectos, muy similar. Ricardo López Murphy difícilmente llegue a ser segundo en la provincia de Buenos Aires, su territorio. Hermes Binner está en la pole position en Santa Fe pero el socialismo no tiene aspiraciones siquiera de podio en otras provincias.
La UCR es un caso algo distinto. No tiene figuras que parezcan potables para una ulterior proyección nacional, como sí podrían serlo Binner, Carrió, Macri o López Murphy si les fuera bien. Pero puede ganar en varias provincias en las que gobierna, incluida una de las más grandes, Mendoza. El partido de los boinas blancas funge, en los hechos, como una confederación de fuerzas provinciales. Las que gobiernan tienen potencial, las otras lucen muy débiles, tremendamente asimétricas.
Así las cosas, los opositores más potentes suelen estar circunscriptos a un distrito. Y sólo los radicales y los socialistas rosarinos manejan actualmente ejecutivos. Los demás no son recusables por sus defectos de gestión.
Desde el punto de vista del “plebiscito”, el provincialismo de la oposición es una debilidad, que hasta puede traducirse en que el duhaldismo y el radicalismo, dos colectivos en baja, estén competitivos para ser la segunda fuerza nacional en la sumatoria de todos los votos. En términos discursivos, la oposición puede (no le cabe otra) transformar su limitación geográfica en recurso. Los opositores ya reseñados deben interpelar a auditorios relativamente acotados. Carrió y Macri, por caso, transitan una agenda y una estética típicamente porteñas, incursionando en lo nacional cuando les cuadra. López Murphy e Hilda González de Duhalde pueden hablar de temas nacionales y luego pedir más coparticipación para Buenos Aires (un planteo obviamente enojoso para cualquier otra provincia) sin mayores bretes, que sí los tendría Cristina Kirchner a la que miran otros 23 distritos.
A los opositores, a todos, les cuesta mucho imponer temas al debate público, porque lo suyo es puramente discursivo y en eso van muy a la zaga del oficialismo que domina con holgura la fijación de la agenda de campaña. Pero les cabe, y a eso se aferran, marcar con telebeam los defectos del Gobierno, que lo es también de muchas provincias.
Todos los targets, todos: Muy otra es la situación del oficialismo que, como demostró la foto del acto de anteayer en Rosario, es una coalición con implantación y potencia nacional. Disputa todos y cada uno de los territorios, amén de la suma de sufragios. Tiene recursos materiales y simbólicos enormes pero también varios flancos. Y sus candidatos-emblema (Cristina Fernández de Kirchner en especial) hablan permanente para variados electorados, para nada homogéneos. Por lo tanto, lo que le suma de cara a un padrón puede ser neutral o perjudicial en otro. Desde luego, sería una sandez suponer que se llega a suma cero, pero también sería ilusorio pensar que siempre se puede lograr una sinergia, esto es un juego de suma positiva en todos los tableros. En Rosario, por caso, la senadora peronizó su discurso y lo centró bastante en Buenos Aires, sin duda para aumentar la polarización en ese padrón fundamental. Así lo haya logrado es fácil imaginar que, para la mayoría del levantisco electorado porteño, una exacerbada interna peronista no es una convocatoria fenomenal.
El Gobierno, como un cow boy de las viejas películas del Far West, anhelaría pelear a sus adversarios de a uno. Estos, como en una de karatecas, lo atacan en forma dispersa, con movidas múltiples, desde todos los ángulos. O, por ponerlo de modo más académico, el peronismo que es hegemónico en los hechos procura polarizar contra un espectro opositor fragmentado y éste especial con atacarlo desde variados flancos. Hasta acá, pura táctica o pura lógica electoral. Nada para indignarse.
Las conjuras: Lo que parece advertirse en los últimos días es que en el oficialismo cunde una lógica que lo induce a confundir una tendencia objetiva, que la Rosada también incita, con una conjura concertada de sus adversarios. Si (por dar un ejemplo) Raúl Castells realiza una movilización y la sobredimensiona para acrecentar su potencial, y Macri al unísono exagera su impacto y luego pide cárcel para los manifestantes, no hay conspiración, sino una confluencia puntual e instantánea. Que, dicho sea al pasar, desaparecería si el Gobierno le hiciera caso a alguno de ellos. Por eso, la utilización de la expresión “pacto” de la que se valió Cristina Fernández en Rosario, pecó de excesiva laxitud. Una imprecisión riesgosa en algún sentido porque desacreditó de modo análogo la protesta social supuestamente violenta, la entente socialista-radical en Santa Fe y el (muy impreciso en su relato) “pacto de desestabilización”.
Esa tendencia, que ya había asomado en previas catilinarias contra los trabajadores no médicos del Garrahan, roza el límite exterior del debate democrático y difícilmente mejore la posición del Gobierno. Aunque parezca lo contrario, el discurso del Presidente de ayer en Bahía Blanca acotó el registro de desestabilizadores a una nómina más predecible, menos vasta y, por ende más creíble, con eje en Eduardo Duhalde, challenger de la batalla madre que prima sobre las otras que le son simultáneas.
Un oficialismo muy plantado en el centro del ring induce a los oponentes a buscar nuevas tácticas. Contemporáneamente, la inminencia electoral determina a la dirigencia social a acelerar conflictos antes de los comicios, cuando las arcas del Gobierno suelen ser más generosas.
Cada acción del Gobierno (como la de todos los gobiernos de la tierra, incluido el de Mao Tsé Tung en sus buenos tiempos) es criticable al unísono por derecha y por izquierda. Ser hegemónico en el reparto de poder político y de potencialidades no está nada mal pero tiene sus costos. Confundirlos, demasiado velozmente, con acciones golpistas o ilegales es una exageración en las que ningún gobierno de este país debería incurrir. Menos aún si sabe (como sabe el actual oficialismo) que las agencias estatales de seguridad tienen gran propensión a reinterpretar en términos muy perversos las denuncias de complot o desborde social.

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