EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
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› Por J. M. Pasquini Durán
Los discursos de mayor difusión mediática, desde el Gobierno y la oposición, parecen dirigidos a capturar la adhesión de las clases medias urbanas, esa porción del electorado menos subordinada a las escuderías partidarias, si se quiere más volátil o errática. Los mensajes dirigidos al sector hacen hincapié en contenidos de orden y de estabilidad, entendida ésta sobre todo en la capacidad de garantizar seguridad ya sea en la calle como en la economía. Los candidatos cuyas trayectorias se los permite también prometen renovación política y transparencia en la administración de los negocios públicos. Aunque es innegable que el ruido de las campañas va sedimentando opinión entre los votantes, por lo general la decisión última, en especial entre los que son ajenos a disciplinas ideológicas o de partido, emerge recién en las dos semanas previas a los comicios. En la actualidad, la actitud predominante es la indiferencia o el retraimiento, ya que si bien la actividad de los políticos no merece la hostilidad de diciembre de 2001 tampoco forma parte del patrimonio popular, lo que no deja de ser lamentable, ya que el voto en democracia implica un cierto grado de compromiso con lo que se elige.
El cincuenta por ciento de la población que vive en los distintos niveles de pobreza, aunque por su número debería ser prioritaria recibe menos atención discursiva que las clases medias ya que, por un lado, las condiciones económicas, sociales y culturales han debilitado su influencia en las decisiones colectivas y, por otro, sus expectativas están reducidas a encontrar un camino para salir del pozo lo antes posible. Por sus propias necesidades a los sumergidos se les sigue aplicando el método del clientelismo electoral y dado que la asistencia social no se presta como un derecho sino como una concesión, esa relación asimétrica entre el que da y el que recibe suele tener una eficacia suplementaria a los discursos. Para los pobres, en el plano doctrinario el mensaje oficial hace hincapié en la combinación de trabajo y consumo, lo cual requiere una acumulación gradual y lenta, para obtener el bienestar general, mientras que los opositores, ya sea por convicción o por conveniencia electoralista, hablan con más frecuencia de la redistribución de ingresos para acortar más rápido las diferencias con los ricos. Los huelguistas del Garrahan, con sencillez propositiva, demandan que la suma total destinada este año para aumentos de salarios sea distribuida en el hospital por partes iguales, sin distinciones de escalafón o de funciones, ya que a su juicio el sistema de porcentajes mantiene las distancias injustas de la actual escala salarial. Igual que otras manifestaciones de empleados públicos en las áreas de educación y salud, con las especificaciones particulares de cada caso, son la viva comprobación de la ansiedad y la urgencia que pugnan por disminuir la brecha de injusticia que persiste, pese a los índices “macro” de reactivación.
Durante los trances electorales a todo gobierno le incomoda el conflicto social, pero una cosa es la consideración táctica y otra muy distinta si ese conflicto es percibido como un enemigo estratégico. En el Puente Pueyrredón de acceso a la Capital ayer estaba a la vista la nueva actitud gubernamental sobre los límites policiales al despliegue callejero de algunas agrupaciones del multicolorido movimiento de trabajadores desocupados conocidos con el nombre genérico de piqueteros. ¿Es parte del “orden” que entusiasma a sectores medios o es un “nuevo orden” destinado a controlar por la fuerza al movimiento social? La pregunta se hace más inquietante cuando el “desorden” se atribuye a la obra de agitadores izquierdistas, porque entonces la “caza de brujas” se convierte en una espiral de violencia que traumatiza a toda la sociedad y, según la experiencia, termina por aislar al Gobierno de su relación con la sociedad, un organismo vivo plagado de inquietudes, urgencias y demandas, esa masa picante siempre insatisfecha y mucho más cuando hay millones de personas que a diario no alcanzan a colmar las necesidades básicas a las que todo ser humano tiene derecho.
La izquierda tiene muchos defectos y no logró, salvo en contadas ocasiones, notables performances electorales, pero su raigambre social debe ser profunda y perdurable por algún motivo ya que décadas de persecuciones, ilegalidades y brutalidades represivas como las de la última dictadura militar no lograron desarraigarla del territorio nacional. Los errores, frustraciones y fracasos los ha pagado con holgura. Una explicación posible de su perdurabilidad es que en su conjunto, un mosaico de fragmentados en permanente controversia, representa a la utopía, esa posibilidad de otro país, de otro mundo, de la que ninguna comunidad puede prescindir porque sería lo mismo que renunciar a los sueños privados y colectivos de un futuro mejor.
Así como nadie puede negar la justicia en el reclamo para una más equitativa distribución de las riquezas en el mundo y en el país, los izquierdistas aspiran que algún día la sociedad acerque su realidad presente al horizonte de los sueños y son miles los hombres y mujeres de toda condición y edad que han dedicado hasta la vida a mover el mundo con la palanca de sus creencias. Si hay conflicto social, con seguridad que entre sus filas siempre encontrarán militantes de izquierda, pero esa persistente presencia es su virtud y no su defecto. Pese a lo que imagina la derecha, no están ahí en obediencia a ningún plan de conjura sino a su deber de conciencia. Por eso, para separar la paja del trigo, hay que diferenciar a la izquierda y a las fuerzas piqueteras con ciertos grupúsculos violentos que ayer saqueaban mercados y tiendas de barrio en el Gran Buenos Aires y hoy alborotan en las puertas de la Sociedad Rural, puñados de marginales y sicarios que si alguna vez tuvieron relación con la izquierda la perdieron en el vórtice de sus vidas marginales.
El presidente Néstor Kirchner el jueves le puso apellidos a los espectros que invocó la primera dama el miércoles en el acto de Rosario. Patti, Menem y Duhalde son apellidos que en la memoria colectiva, entre otros datos, están registrados por recuerdos de mala sangre. El ex comisario es un elemento residual del terrorismo de Estado y nunca hasta hoy desmintió su cuna, en la que se mece entre dos carátulas: el orden a cualquier costo y la camiseta de menemista (¿peronista?). Nadie puede ignorar que el ex presidente Carlos Menem alentó una conspiración financiera (en ese entonces pedía el dólar recontralto y ahora lo quiere recontrabajo) que terminó de tumbar a la administración de Raúl Alfonsín entre la polvareda hiperinflacionaria, y el ex Eduardo Alberto Duhalde hasta hoy aparece vinculado, en la versión radical y de otros, con la caída de Fernando de la Rúa, según dicen con el objeto de sentarse en el sillón de Rivadavia que las urnas le negaban. Al aparato duhaldista esas versiones le adjudican la instigación de saqueos en varias localidades del conurbano por grupos de marginales, semejantes a los que apedrearon la Legislatura porteña o hicieron barullo en la Rural.
Son espectros de violencia que todavía estremecen los ánimos de muchos, sobre todo en las clases medias. La señora Hilda González de Duhalde auspicia en la actual campaña el olvido del pasado, también del terrorismo de Estado, pero ninguna sociedad puede avanzar hacia ningún lado si no sabe de dónde viene. Tampoco es posible, como pretendía Menem, vivir en el presente perpetuo, porque hasta la evolución de las especies necesita futuro para realizarse. A todos ellos, sin embargo, hay que adosarles una conclusión necesaria después de lo experimentado en el último cuarto del siglo XX: aun después de lo peor, siempre hay vida.