EL PAíS
› OPINION
Esas contradicciones
› Por Eduardo Aliverti
El jefe de Gabinete acusó a la Cámara de Diputados de funcionar como una “máquina de impedir”, pero se supone que quiso hacer un chiste de fino cinismo siendo que habla de lo que funciona como una máquina de aprobar todo lo que pide el Ejecutivo (en las casi inexistentes veces en que Diputados funciona, claro). Antonio Boggiano quiere vender muy cara su destitución, dice que es víctima de una persecución política y en el propio Gobierno admiten que se perdió un hombre de muy buena estatura jurídica; pero ese mismo hombre ahora amenaza con “hablar” de todo lo que no habló en su momento, y entonces cae de madura la pregunta de si su estatura moral daba y da como para brindarle al asunto semejante despliegue mediático.
Se llegó al record de exportaciones. Y también al del trabajo en negro. Los datos pueden parecer desconectados, pero lo extravagante es que no se conecte los números de la economía con cómo se la distribuye.
Hablan de una economía de producción y de restringir los capitales especulativos, pero hay un festival de bonos con ganancias en dólares que llegan a triplicar las de Estados Unidos. El Presidente encabeza el coro oficial de críticas al Fondo Monetario, pero le pagan cada dólar que le deben. Se cuestiona con toda razón el nivel patético de la campaña electoral, pero el equipo de López Murphy arma un spot publicitario que juega con cómo se la ponen y se la sacan, entre los matrimonios de candidatos peronistas, y el periodismo entra en el juego. De lo patético y de López Murphy. Medio mundo se queja por el estado del sistema educativo, pero el estado casi de colapso en la Universidad pública, donde retornó el paro docente, gracias si consigue algún pequeño recuadro en la prensa escrita. Una más: que los que hasta ayer pedían que se vayan todos, volverán a votar a los que nunca se fueron.
La modesta idea que pretenden disparar estas líneas, que encima de modesta no tiene nada de novedoso, es que casi nadie se hace cargo de casi nada. Ni los funcionarios, ni la dirigencia política ni –antes o después que ellos, o más bien las dos cosas– el conjunto mayoritario de la sociedad. Y que esto explica en muy buena medida lo que podríamos llamar la “tinellización” social. La frivolidad como sujeto del debate público. El zafar como sea. El volver a creer en espejitos de colores, esta vez de la mano de la soja. El agotar la utopía con lo bien que se lo ve a Maradona. El interpretar al mundo a través de lo que muestra la televisión. El sentir que se “participa” dejando alguna puteada o propuesta de café en el contestador de algún programa de radio. La mayoría de ese “nosotros” juega a que nos interesa otra historia, pero en verdad nos importa un pito. Y el doble, doblísimo discurso entre el decir y el hacer, nos marca, sin retorno a la vista, un clima de época caracterizado tanto por la crisis “oficial” del discurso explícito de los liberales como por la falta de vocación hacia reemplazarlo por otro. El ensayista Nicolás Casullo trabajó esta ¿obviedad? en una breve pero noqueadora columna que Página/12 publicó el lunes pasado. “¿Quiere la gente realmente que se discutan ideas sobre legislaciones, proyectos, detalles, mundos específicos? Esos programas carecerían casi de rating al lado de niños que cantan, modelos que se desnudan, teleteatros de balas, mafiosos y bonitos y locutores que nos muestran los dos o tres dramas máximos del día en el mundo. Ese lugar utópico donde ‘se discuten ideas’ hace las veces de algo típico en la Argentina de hoy. Pretende decir: en algún lugar está el otro que tiene la culpa y me priva de las ideas que yo gustaría escuchar porque amo los mundos de ideas, aunque en mi cotidianidad, además de tirar alguna puteada corta o larga contra todo, no discuto una idea en la perra vida, ni ahora ni antes. Entonces, los políticos bailan, cantan corales, se ponen el jogging, reparten flores, se hacen llamar como animales sin permiso de Walt Disney Company, saltan aguadas que el Gobierno de la Ciudad no taponó. Las ideas están, y se escuchan bien, o mal, un ratito, bastante. Lo que pasa es que nuestro público nativo está pidiendo lo que, un no sé qué, como si, te digo, fijate cómo, un suponer, que se vayan, que se queden, todos, que vuelvan, que me hablen de ideas”. La columna de Casullo llevó por título “La enfermedad del deseo” aludiendo a una construcción semántica de un filósofo y poeta alemán del siglo XVIII, Friedrich von Hardenberg Novalis. La enfermedad del deseo de vivir ahora, agrega y remata Casullo, seguramente pensando en el suicidio y haciendo zapping.
Está bueno. En muy osada traducción libre de un periodista de comienzos del siglo XXI, viene a ser que deseo que las cosas cambien, pero no hago nada por cambiarlas.