EL PAíS
› OPINION
Los peronistas
› Por Eduardo Aliverti
Como se trata de “dibujar” algún imaginario colectivo acerca de cuánto que importan las elecciones, se actúa que las elecciones importan. Así es la cosa.
Con la firme posibilidad de volver a saltar en cualquier momento, aparecieron las denuncias sobre compra de votos en el territorio bonaerense. Electrodomésticos kirchneristas y duhaldistas a cambio de que los candidatos de unos y otros sean tenidos en cuenta en el cuarto oscuro. En tanto “noticia” significa “novedad” no hay ninguna noticia. En tanto “noticia” implica también un contexto, tampoco hay noticia alguna, pero sí una evidencia, impresionante, de por qué estamos como estamos a la hora de que las elecciones le importen más o menos a nadie. Sobre todo, respecto de qué es lo que se analiza de ellas.
Dejemos de lado las obviedades. Por ejemplo, que tanto kirchneristas como duhaldistas, desmintiendo que recurren a mecanismos espurios para la conquista de sufragios, son por lo menos tan creíbles como Macri y López Murphy visitando villas de emergencia y barriadas de trabajadores. Ambos peronismos –obviemos también la inútil discusión acerca de si ideológicamente se trata de uno solo– provienen y son tributarios de una misma lógica de aparato clientelístico. Y Matusalén es sólo un poco más viejo que la mención de los ardides peronistas para ganar el favor de los pobres. Algunos le llamarán “populismo”; otros lo dirán desde un pensamiento gorila rayano en el racismo; otros habrán de considerarlo simplemente como un recurso al que echan mano todas las estructuras oficiales de cualquier tiempo y lugar. Pero lo cierto es que la presunta o real entrega de lavarropas o heladeras o lo que fuere, a cambio de votos, es la versión relativamente más sofisticada de lo que hace alrededor de 50 años ya consistía en decir que los peronistas aparecen antes de las elecciones con una zapatilla para cada “cabecita”, y que el par lo completan al cabo de los comicios. Detrás o a propósito de figuras descriptivas como ésa, el peronismo se las arregló siempre, y sigue arreglándoselas, para decir que es un símbolo de la justicia y la asistencia social que los demás anatematizan desde su impotencia o su odio de clase. Y el antiperonismo –que hoy está en extinción, según se lo conoció históricamente, pero que pervive solapado desde algunos lugares progresistas– usó y usa la crítica a la dádiva para encontrar algún sitio diferente desde el que pararse para hacer y, en el mejor de los casos, construir oposición.
Ya que, con sus matices de cambios de época, estamos hablando de una de las discusiones inacabables y bizantinas de la Argentina contemporánea, el único punto posible de acuerdo analítico es que, sea como fuere, la peronista continúa siendo la gran fuerza predominante de estas pampas. Y hasta se puede conceder que hegemónica. El peronismo es la gerencia general del capitalismo argentino, y sus peleas con el directorio yanqui han sido, son y serán por derecha y por izquierda, de acuerdo a cómo sople el viento, sin sacar jamás los pies del plato. Cada vez que alguna corriente lo intentó, terminó predicando en el desierto. Perón fue el maestro de ese eclecticismo, que a lo largo de seis décadas se llamó Evita, Apold, Discépolo, Cooke, Vandor, Jauretche, Ivanisevich, Walsh, Tacuara, Montoneros, Rucci, Jotapé, López Rega, Puiggrós, Ottalagano, Cámpora, Isabel, Socialismo Nacional, Nacional Socialismo, Casildo, Mugica, Lorenzo, Firmenich, Grosso, Ubaldini, Cafiero, la rata, Duhalde, Reutemann, Kirchner. Y seguirá la lista.
Seguirá hasta que por el motivo que se quiera o se pueda aparezca una alternativa, con forma de eclosión social, de líder, de utopía renovada, de capacidad de gestión demostrada, de eficiencia en el convencimiento mediático, de muestra de unidad, de lo que sea, en condiciones dereemplazar a estos tipos, los peronistas, que son como Nueva York. Tienen lo mejor y lo peor del mundo. Se putean entre ellos, son fachos, son progres, rematan el país, lo vuelven a comprar, tienen marchitas para todos los gustos, joden a las mayorías, satisfacen a las mayorías, se crean la oposición de sí mismos, visten Cavalli, pagan manzaneras, quieren a Fidel, son feudalistas, son finos, son grasas, son patoteros, son académicos. Pero tarde o temprano, terminan convenciendo de que son los únicos capaces de ejercer el poder.
Esa realidad, que en buena medida podría ser una foto de la sociedad argentina, no puede ser reducida a observaciones de cola de supermercado ni al denuncismo de la compra de votos del pobrerío. Mientras la alternativa a ellos no aparezca y mientras quienes los denuncian tengan más pelitos en el traste todavía, la mayoría de la gente seguirá votando a los peronistas y no porque alguna reciba una heladera.