Mar 11.10.2005

EL PAíS  › EL GOBIERNO ESTUDIA UNA REFORMA JUDICIAL PARA ABREVIAR LAS CAUSAS

Instrucción en mano de los fiscales

El ministro de Justicia, Alberto Iribarne, encomendó a Carlos Beraldi encarar la reforma de la Justicia federal y nacional de la ciudad de Buenos Aires. Los fiscales instruirán las causas; los jueces serán “de garantías” o “de contralor”. Buscan agilizar trámites, abreviar causas, evitar prescripciones y acelerar la llegada al juicio oral.

› Por Mario Wainfeld

“¿Se imagina a un juez de Nueva York, poniéndose desde el primer día a cargo de la investigación del atentado a las Torres Gemelas?”, pregunta Su Señoría. Página/12 no se lo imagina. “Eso es lo que pasaría hoy en Argentina, con el absurdo régimen procesal que tenemos. Los jueces se dedican a investigar, que no saben ni pueden del todo. Los fiscales no cumplen su rol, los juicios se eternizan.” Su Señoría es un juez penal de primer nivel, intachable, de alto prestigio académico. Para él, buena parte de la solución pasaría por cambiar el procedimiento penal, ir al trámite “acusatorio” que atribuye más facultades instructorias al fiscal y acelera la llegada del trámite a juicio oral. Sería un cambio potente que alteraría la ecuación de poder entre jueces y fiscales, exigiría importantes reasignaciones de recursos económicos y exigiría un cambio cultural en los magistrados y la población. Página/12 podría contarle que el Gobierno está dispuesto a hacer ese cambio, más pronto que tarde. Pero no lo hace, porque su Señoría ya lo sabe, ha sido consultado al efecto.
La decisión está tomada y cuenta con el aval explícito del propio Presidente. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, abogado penalista él, se interesa más en los detalles y es quien supervisa los avances del proyecto, pero (como siempre) nada hace sin la venia de Néstor Kir-chner. El Ministro de Justicia, Alberto Iribarne, les expresó a sus allegados, a integrantes de la Corte y a magistrados de postín que sus objetivos básicos de gestión son dos: mejorar el sistema carcelario e instaurar el procedimiento acusatorio. En pos de esa mitad, confió la estructuración del proyecto de procedimiento acusatorio a Carlos Alberto Beraldi, quien lo maneja con la reserva y el perfil bajo que confortan a Kirchner.
No es sencillo cambiar una estructura organizativa y mental que lleva años. Pero el afán del Gobierno tiene, aseguran en la Rosada y zonas de influencia, una ventaja inusual: no hay a la vista opositores frontales al cambio. La Academia lo avala, comentaron varios titulares de cátedras penales que hablaron con Iribarne. Los fiscales, que ganarán protagonismo, obviamente están conformes. Y muchos jueces de la nueva horneada no temen perder influencia a cambio de integrar un Poder Judicial menos desprestigiado.
La Corte Suprema, por último, también avala la reforma en ciernes. La mejora institucional de la Justicia es una de sus obsesiones. En su busca, el Tribunal pidió un dictamen acerca de reformas necesarias a una suerte de “comisión de notables” encabezada por el ex camarista y ex ministro de Justicia Ricardo Gil Lavedra. Adivine el lector cuál fue la reforma mocionada en primer lugar. Le damos puntos suspensivos para pensar. (...)
Adivinó.

La resurrección del fiscal

La referencia que hace Su Señoría en el primer párrafo de esta nota apenas caricaturiza lo que es real. En la Justicia federal y en la “nacional” que funciona en la Capital, los jueces penales “instruyen” la prueba. Al mismo tiempo ordenan el procedimiento y toman resoluciones esenciales. El trámite se empioja a límites tan enojosos que ningún profano puede terminar de entender, pero que cualquier lector de casos judiciales de gran repercusión conoce. Las apelaciones se multiplican, las detenciones y excarcelaciones se suceden o anulan en un frenesí mediado por lapsos muy largos. En ese discurrir, muchísimas causas prescriben y apenas una minoría llega al juicio oral. Los que llegan, después de una sangría de recursos y chicanas, están casi destinados a la condena. Así las cosas, muchos casos se resuelven por el paso del tiempo y no por el meditado examen del juez. Y los tribunales orales son casi máquinas de condenar a la llamativa minoría que llega a sus estrados. El sistema funciona a insatisfacción de casi todo el mundo, salvo de los profesionales que eligen defender con malas (o grises) artes a sus clientes. La prescripción es un modo de terminar los procesos que atiende a uno de los valores que procura la administración de justicia: la certeza. No es un valor menor ni desdeñable. Pero es de cajón que la certeza (que las causas eternas desvirtúan) debe conjugarse con la justicia misma o algo que se le parezca. La sensación colectiva ante muchos expedientes que terminan sin tener un pronunciamiento de un tribunal es de lógica defraudación.
Los partidarios de la mano dura detestan el régimen. Y los llamados garantistas también, porque lo que ellos anhelan son procesos que respeten los derechos constitucionales y la presunción de inocencia pero que terminen con sentencias en regla y no en un laberinto de tiempos perdidos.
Los jueces son omnipotentes en el actual sistema, pero su desprestigio ha crecido y muchos magistrados de nueva horneada, que suelen ser profesores de derecho, anhelan que su trabajo plasme los principios que enseñan en la facultad. Así se lo expresaron a Iribarne, cena mediante y de cuerpo presente, cuatro de los nuevos jueces federales que fueron requeridos a opinar sobre el punto.
“¿Y los fiscales, qué hacen ahora?”, se interesa, se va condoliendo a cuenta Página/12. Uno de esos magistrados elude los latinajos a que son tan propensos los juristas y opta por una metáfora de lenguaje llano: “están pintados”.
Dejarán esa ingrata condición cuando se instituya el sistema acusatorio. A ellos les cabrá investigar, procurar las pruebas, hacer los interrogatorios, sugerir las personas a acusar ante el tribunal oral. Los jueces se quedarán haciendo de jueces, ordenando el procedimiento. Será obligatorio que el fiscal los consulte cuando alguna medida de prueba pueda rozar garantías constitucionales. Un allanamiento sería un caso típico. La indagatoria es un supuesto dudoso. ¿Podrá hacerlas el Fiscal sin concurso del juez? En este punto las bibliotecas muestran la proverbial división. Hay quien propone apelar a un sistema ecléctico como el que existe en la provincia de Buenos Aires: en principio, los fiscales pueden indagar pero el afectado tiene derecho a exigir que se le tome declaración con presencia del juez.
¿Habrá procesamiento en esa instancia? Es un aspecto sujeto a discusión. Si lo hubiera, el juez tendrá mayor peso y se ralentaría el trámite. No es un punto decidido.

La necesidad de controlar

En el trámite de instrucción, las facultades del fiscal son muy amplias y él decidirá a quién se lleva a juicio oral. No lo hará en todas las causas y eso implica que posee dos facultades muy relevantes: la de desistir trámites y la de negociar penas con los acusados. Por esas vías puede no elevar expedientes al tribunal oral.
Tamañas facultades exigen, en un sistema republicano, una instancia de control para evitar abusos o negligencias de los fiscales. Los jueces deben controlar, en caso de acuerdo de penas con los acusados, no tanto si la pena es baja cuanto si no se ha forzado a un inocente a pactar una sanción injusta. Pero el cabal control se refiere a los casos en que el fiscal desista de la acción acusatoria del estado, cuando resuelva no llevar trámites a juicio oral o archivarlos. ¿Quién hará ese control? La facultad, coinciden tratadistas y funcionarios avezados, no puede quedar en manos de los magistrados. Podría ejercitarla un nuevo organismo o hacerlo el Ministerio Público. Aunque el intríngulis está abierto, parece que lo más factible es que el contralor sea competencia del Ministerio Público.

La plata y el cambio cultural

Los fiscales resurrectos necesitarán más recursos para intentar ejercitar bien su nuevo rol. Más personal, peritos a que acudir, elementos materiales obvios. Serán necesarios, andando no mucho tiempo, más tribunales orales. Eso es plata, reasignaciones presupuestarias no menores. En Justicia dicen que la Rosada garantiza las efectividades conducentes necesarias.
La finalidad primera del nuevo sistema es acelerar los trámites, posibilitar que los expedientes lleguen a sentencia con menos vicisitudes previas y en tiempos menos vaticanos que los actuales. No se trata, dicen sus promotores, de una reforma que tenga al garantismo como eje central, aunque hay un aspecto que consulta los derechos básicos de los sospechosos. En el trámite actual, el juez de primera instancia junta las prueba y procesa. Tal como funcionan las cosas, ya se dijo, el procesado que llega al tribunal oral está casi frito. La doble condición de fiscal y juez puede (suele, cuentan algunos) mellar la imparcialidad de los magistrados respecto de “sus” sospechosos. El tribunal oral como instancia decisoria básica preservaría mejor la imparcialidad, se ilusionan.
Pongamos, entre paréntesis, un detalle de color. (Los jueces de la Capital deberán dejarse de llamar “de Instrucción” porque ya no lo serán. Como escribía Borges, el nombre es arquetipo de la cosa. Si se estructura el nuevo régimen, se llamarán “de garantías” o “de contralor” o algún otro mote similar que dé cuenta de cuál será el eje de sus funciones. Cierre de paréntesis).
El cambio deberá venir de la mano, dicen los especialistas, con una variación de la perspectiva “cultural” de la sociedad. “Cuando esto se ponga en marcha llegarán más personas que ahora a juicio oral. Y habrá más absoluciones que ahora. La gente deberá internalizar que no todo aquel que sea llevado a juicio oral es un culpable”. No será fácil lograrlo de una sociedad herida por la impunidad y desconfiada de pálpito. Pero los demiurgos de la Reforma se ilusionan pensando que, más adelante, a medida que la Justicia recupere prestigio y credibilidad eso será más posible.
Cambios culturales, enérgicos cambios de roles. La Reforma que el gobierno instará después del 23 de octubre es de por sí peliaguda. Por eso sus promotores dicen que hay que despojarla de complicaciones o novedades adicionales. “El juicio por jurados –ejemplifica un especialista concernido en imaginar la nueva ley– sería un ruido agregado, que convendría ahorrarse”.
Ya se dijo, se han consultado jueces de todas las instancias, personalidades académicas y los varios juristas que integran el primer círculo de confianzas del Gobierno están de acuerdo. Cuando el nuevo Congreso se reúna, en los albores del verano, tal vez el proyecto de ley esté premoldeado. La voluntad oficial es consensuarlo con otros partidos, en pos de que la modificación no quede partidizada y se parezca lo más que se pueda a las tan socorridas como inexploradas “políticas de Estado”. ¿Se podrá? Es bien factible que sí. Lo que es seguro es que la decisión está tomada.

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