Lun 17.10.2005

EL PAíS  › OPINION

Ser peronista hoy

› Por Eduardo Aliverti

El domingo 23 eso que se llama peronismo ganará en casi todas partes lo que en el distrito más importante del país es directamente una interna abierta entre ellos. El combate de fondo entre Karadagian y La Momia, digamos. La discusión acerca de las diferencias que mantienen trae el recuerdo de lo que en los ’90 fue cierto debate sobre si el gobierno de la rata era o no peronista. Los viejos justicialistas se enardecían y consideraban sacrílego llamarle peronismo a una gestión de neoliberalismo pornográfico; de la misma manera en que los duhaldistas dicen hoy que el kirchnerismo es un conjunto de zurdos arropados con el disfraz peronista. Disputas de recurrencia histórica, al fin y al cabo, que siempre terminan saldándose con un vencedor que a la larga o a la corta se queda con todo. Y la provincia de Buenos Aires es nada menos, pero también nada más que el escenario territorial y mediático sobresaliente. Porque si Kirchner y Duhalde significan cosas distintas en términos de proyecto de país, en vez de solamente representarlas, lo mismo podría decirse de los caudillejos y referentes de otras provincias, que juegan ora por aquí y ora por allá. ¿Qué quiere decir en la actualidad “ser peronista”, en consecuencia? Nada. Nada que no sea una ensalada de representaciones publicitarias. Nada que no sea el ejercicio del poder, que es un poder que desde la oposición no discute nadie. ¿Y un poder que se ejerce cómo y rumbo a qué? Se ejerce desde un liderazgo firme, que para eso están las elecciones (y el mercado de pases). Y el rumbo es la administración de los negocios, estatales y particulares, en arreglo –con prioridad– al clima de época regional. Hoy más a la izquierda, mañana más a la derecha, o al revés, o un poco para acá y otro para allá. Si cae vender el país a los mejores postores, va. Si cae alguna regulación del Estado, va. Si hay que declarar el default más grande la historia, va. Si hay que indultar genocidas, va. Si hay que hacer un acto oficial contra ellos en el más terrible de sus campos de concentración, va. Y si hay que regalar los recursos estratégicos, también va. Nunca un proyecto de largo plazo: siempre la gestión gerencial de las etapas capitalistas que vayan sucediéndose. En el medio puede caber que el 50 por ciento de la población quede pobre e indigente, o que la soja y el petróleo determinen una recuperación “milagrosa”. Seigual.
Bajo estas condiciones de conducción política, que la gran mayoría de la población ha optado por validar cuantas veces haya sido menester, cabe preguntarse por la auténtica raíz de la apatía popular frente a las inminentes elecciones.
¿Qué es lo que a “la gente” le da igual? Eso de que todos los políticos son lo mismo, de que jamás cumplen lo que prometen, de que se van inevitablemente más ricos que cuando llegaron, de que no hay forma de creerle a alguno, de que el pasado los condena, de que si los comicios no fueran obligatorios nadie se movería de su casa salvo que el día sea lindo. ¿A “la gente” le dan igual las elecciones y “la política” por todo eso? ¿O le da igual porque está convencida o cree o siente que el país volvió a andar en un piloto automático de festichola consumista de clase media, y de estabilidad del lo’atamo con alambre y de la miseria hacia debajo de la pirámide? ¿No será, así, que a “la gente” le da igual porque los peronistas –ahora bajo el rótulo de kirchneristas– son los garantes más potables para que esa foto se quede congelada? ¿Lo que hay es conciencia política de rechazo hacia la clase política, como convocan algunas sectas que llaman a no votar o a hacerlo en blanco en la presunción de que así es como vendrá el “Argentinazo”? ¿O a “la gente” le da igual porque los que están le satisfacen seguir como se está?
Si la indiferencia electoral fuese sinónimo de repulsión efectiva, en las cantidades astronómicas que se menean, cabría esperar en las urnas una deserción de similar tamaño. Y/o el voto masivo o considerable hacia alguna opción claramente antagónica al oficialismo y a los partidos y fuerzas tradicionales. Nada de eso ocurrirá, como no ocurrió que el “que se vayan todos” se transformara en una herramienta política y social capaz de que no volvieran los que nunca se fueron: una vez acomodados los tantos de la economía, en las proporciones de quien se saca la soga del cuello, pero sigue en el cadalso, todo volvió a la normalidad de las estructuras dominantes. Acerca de eso, mucho deberían decirse (no culparse, sí responsabilizarse) los sectores más dinámicos del pueblo. Los progresistas, la izquierda, los luchadores sociales. Pero no nos engañemos: antes que eso, hay un grueso popular tan crecientemente liberal en sus costumbres y su movilidad cultural, como marcadamente conservador en lo político.
Desde allí, va de vuelta la pregunta: ¿la apatía electoral es eso o es conformismo?

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