Sáb 22.10.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Después de las elecciones

› Por Luis Bruschtein

Aplacado el ajetreo de la campaña, el país vuelve a surgir con sus propios ritmos, incomodidades y soñolencias, poco dispuesto a dejarse domar por los esquemas y las consignas de alto impacto publicitario con que han tratado de atraparlo los candidatos en sus discursos. Así son las campañas electorales y el país no es así, es más remolón y complejo y sobre todo, concreto. Esta fue una campaña con poca publicidad si se la compara con otras y prácticamente sin concentraciones ni marchas callejeras. Como todas las campañas, no ha sido rica en contenidos y los discursos oscilaron entre la ambigüedad y la consigna.
Pero éste no es un pecado de los políticos sino, en todo caso, una consecuencia de ellos, porque es lo que esperan escuchar los electores. Los asesores de imagen saben que una campaña de contenidos es aburrida para la gente. Saben que las elecciones legislativas por sí mismas no despiertan gran expectativa y que deben atravesar una gruesa capa de desinterés por parte de la sociedad. Aquel candidato que se detenga a desarrollar sus ideas pierde votos, en gran medida porque el doble discurso desacreditó las palabras y las promesas electorales.
Después de la vorágine del 2001 con la sensación de que todos los días se abría un precipicio que había que salvar, con un país movilizado, crispado por un fuerte instinto de sobrevivencia ante la inminencia de la catástrofe, se llegó a un tramo de aguas calmas. El país crispado se replegó a una nueva rutina de expectativas más caseras. La descripción del país de hace cinco años parece historia antigua, como los ecos lejanos de otras conmociones más distantes y ajenas, menos personales.
Así como esos corcoveos titánicos se produjeron en pocos días, los cambios que provocaron tienen un desarrollo más lento. Y se mantienen muchos rasgos de la crisis que provocó el 2001. La desconfianza con los políticos y la política es uno de ellos. La diferencia es que el fuerte rechazo de aquellos días se trocó en una actitud más displicente, más de desinterés que de rechazo.
El entusiasmo de los candidatos, que alcanzaba también a un primer círculo de sus entornos, tiene una explicación que no sólo se asienta en la disputa por espacios de poder. En realidad, en estas elecciones se están produciendo cambios importantes en el esquema de partidos sobre el que se asentó el sistema tradicional de representación política. Y se trata, probablemente, de la modificación más profunda de los últimos cincuenta años. Ese contraste expresa una obviedad, está diciendo que se necesitan nuevas formaciones políticas que sean capaces de perforar la coraza que las separa de la sociedad. Lo interesante es que ese proceso está abierto y las agrupaciones de todo el espectro ideológico se han esforzado por mostrar su nueva sensualidad, todavía con éxito regular. O sea, tendrán que esforzarse más todavía.
Pero esa sensación de apatía puede llevar a conclusiones falsas. En las elecciones correntinas pasadas muchos analistas pronosticaron que habría un alto abstencionismo, lo cual no ocurrió, y por el contrario se verificó una asistencia un poco más alta que en comicios anteriores. Los tiempos de la sociedad son distintos a los de los políticos. Sin embargo, el discurso antipolítico que cundió en el 2001 ha sido reemplazado progresivamente por una actitud crítica, distante, pero al mismo tiempo reflexiva sobre el voto. Un dato que surge de las encuestas es que mucha gente decidió su voto en los últimos días, prefirió ver a los candidatos, reflexionar sobre la situación y decidir sin que pesaran tanto como antes las identidades políticas previas. La misma polarización que se produce en la ciudad de Buenos Aires, en el distrito bonaerense o en la provincia de Santa Fe, pone de manifiesto que se trata de un voto pensado y no automático.
El proceso de transformación del sistema de partidos se va produciendo a los tropezones y en las condiciones que subyacen en la misma sociedad que los ha criticado. No se trata de un cambio instantáneo sino que es un momento de transición, sin que los mismos protagonistas ni la sociedad tengan en claro cuál será su culminación. Algunas ideas apenas esbozadas apuntan a la formación de dos grandes fuerzas que aglutinen el centroderecha y el centroizquierda. Es una visión razonable que no termina de definir con claridad bajo qué formas, con qué vertientes, cuáles dirigentes y qué visión del país. Y que parte de presuponer que los dos partidos históricos, el PJ y la UCR, se dividirán para aportar a las dos ramas de esa bifurcación.
Lo real es que se trata de un escenario abierto donde subsisten los partidos y las lógicas históricas así como muchos de los viejos dirigentes y donde la mayoría de los protagonistas no comparte ni tiene la voluntad de marchar hacia esa configuración. Y en la sociedad, en la mayoría menos politizada, tampoco podría leerse por ahora una expectativa clara en ese sentido, más allá de que esa imagen pueda ser positiva. El futuro es incierto y no se definirá en una sola elección sino a lo largo de un proceso en que las nuevas propuestas interactúen con la sociedad y puedan reformularse y transformar la práctica de la política. Esa será la verdadera reforma política.
Al mismo tiempo que se produce esa modificación un tanto caótica y a los tropezones, el país mismo va sufriendo cambios profundos en su conformación social y en sus procesos económicos. Tampoco estos cambios han sido la consecuencia de un camino previo de crecimiento político o de un programa o de un proyecto de país, sino que se produjo, al igual que en el plano político, como rebote de la crisis terminal del modelo anterior. La crisis podría haber derivado, como en Ecuador, hacia la profundización del modelo, con dolarización y acuerdos de libre comercio con Estados Unidos, pero se encaminó hacia un esquema basado en la producción y la exportación.
Hubo un cambio objetivo que produjo un beneficio general, pero también es cierto que benefició más a unos que a otros. Si bien bajaron los índices de pobreza y desempleo, no es que la pobreza haya desaparecido sino que es otro tipo de pobreza. La única respuesta posible a la pobreza estructural del modelo neoliberal, por ejemplo, era el asistencialismo, los planes sociales. La respuesta a la pobreza en este nuevo esquema pasa centralmente por la generación de trabajo genuino, de salarios justos y por la democratización de la salud, la educación y la creación de vivienda. Las capas medias, que tendían a la desaparición y la marginalidad, tienen otro tipo de inserción en este cuadro a partir de la reactivación del mercado interno y la revaloración de los técnicos y profesionales. Y el cambio del patrón de acumulación produjo también movimientos entre los factores de poder económico.
Hay un nuevo país, un nuevo escenario, dentro del cual se abren proyectos diferentes y que juegan también de manera totalmente distinta a como lo hacían los proyectos que confrontaron en los 30 años del modelo, desde izquierda y derecha. La política no termina de dar cuenta de esta nueva realidad, los nuevos proyectos por ahora son apenas esbozos y la discusión implícita es como si el país todavía estuviera en los ’90. Por lo que el debate político es coyuntural alrededor de medidas o críticas puntuales. Más que un esfuerzo programático sería necesario enriquecer el lenguaje de la política con esta nueva realidad para que trascienda con una mirada más abarcadora. La imagen es la de un país que se va transformando por inercia sin que haya una descripción consciente de esa transformación que permita orientarla. Las elecciones de mañana forman parte de este proceso y ayudarán a aclarar un panorama que apenas empieza a tomar forma.

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