EL PAíS
› OPINION
Inflación y distribución
› Por Alfredo Zaiat
El movimiento de los precios seguirá siendo un tema molesto en los próximos meses. Un índice coqueteando el 1 por ciento provoca incomodidad en los principales despachos de la Casa Rosada y el Ministerio de Economía. Genera incertidumbre en la mayoría de la población por esa herida marcada a fuego de vivir años de inflación elevada y otros varios de reprimida, como en la última mitad de la convertibilidad. Y convoca a los sectores más conservadores de la sociedad, con la infaltable colaboración para esa tarea del Fondo Monetario, para presionar por una política más ortodoxa en el frente fiscal y monetario. El principal desafío del Gobierno luego de los resultados que surgieron ayer de las urnas se revelará, si está con voluntad de abordarlo, en la forma que maneje esa cuestión tan molesta como el índice de precios al consumidor. Y de cómo reaccione a una inflación ubicada un escalón por encima del que se encontraba el año pasado se probará si está convencido de enfrentar ese desafío clave, que no es otro que acelerar medidas para mejorar la aún regresiva distribución del ingreso.
Se sabe que la inflación no es solamente una cuestión económica, sino que también genera impacto en la política. Una identidad que no tiene mucha discusión en Argentina es que precios en alza es igual a un escenario de desequilibrios políticos. Esto explica la reacción que tuvo en su momento Néstor Kirchner ante los aumentos de Shell, y ahora al confesar que la inflación es un “tema que lo desvela”. Existe consenso de que ese índice no tiene que superar el límite de dos dígitos en el año para no perder márgenes de maniobra política. O sea, espacios de libertad para avanzar en modificar la matriz de reparto de la riqueza. El riesgo, por lo tanto, reside en que por ese ineludible condicionamiento político se piense que la mejor estrategia es la de no alterar ni un poco el actual rumbo económico. O, peor aún, la de girar el timón hacia una posición más conservadora en cuestiones de gasto público como de expansión monetaria.
Sin ignorar ese factor político, el actual movimiento de precios no reconoce su motor en los aumentos salariales ni en el crecimiento del gasto ni en el alza de la cantidad de dinero en circulación. Quienes proponen frenar los precios atacando esos frentes, en realidad, pretenden no alterar la presente estructura de reparto del ingreso, ejerciendo de ese modo todo su poder en la siempre existente puja distributiva, en la cual ha estado llevando la de ganar en los últimos treinta años. La puja distributiva no se dispara por reclamos salariales, sino que esos pedidos son simplemente mecanismos de defensa y, en algunos casos, de reacción para tratar de recuperar un poco el terreno perdido en un contexto de ganancias extraordinarias en la mayoría de los sectores económicos.
El objetivo de mejorar la distribución del ingreso, entonces, estará atado en gran parte a cómo el Gobierno habrá de enfrentar el desagradable problema de la inflación. Cualquier medida que implique enfriar la economía con el ilusorio deseo de controlar los precios implicará un retroceso en el camino de alcanzar esa meta. El dilema no es fácil: la paz de los cementerios, con precios contenidos consolidando así un núcleo grande de marginados, o una molesta inflación con iniciativas que impulsen la recuperación para los sectores postergados de porciones de la riqueza que está obscenamente concentrada en pocas manos.