EL PAíS
› OPINION
Los fiscales que no releen
› Por Mario Wainfeld
Cualquier pronunciamiento ciudadano obliga a releer y, eventualmente, a resignificar lo que se dijo durante la campaña. Las denuncias de clientelismo, que motivaron encendidos discursos opositores y generosas coberturas mediáticas, ameritan una revisión a la luz de los resultados del domingo.
La provincia de Buenos Aires, epicentro de los respectivos debates preelectorales, produjo un veredicto tajante a favor del oficialismo. Tras mirar los datos básicos disponibles, sería necio sugerir que es una derivación mecánica, causal de las prácticas denunciadas. El porcentual que obtuvo Cristina Fernández de Kirchner no es función del prorrateo de electrodomésticos. Un 46 por ciento en la realidad argentina expresa un apoyo policlasista, conclusión que corrobora la distribución territorial (muy pareja) de su victoria.
La senadora (todavía) santacruceña arrasó en las barriadas populares en las que hubo repartos de bienes. Pero también en casi todas las ciudades acomodadas de la provincia. Para complejizar un poquito más la cosa también apabulló en los distritos gestionados por sus adversarios duhaldistas sospechosos (y como los kirchneristas, a menudo responsables) de ejercitar clientelismo. Por no hablar del interior chacarero cuyos habitantes son tradicionalmente sensibles al radicalismo y, gracias al boom exportador, están en condiciones de comprarse DVD sin apelar a mediación alguna.
El fenómeno del voto urbano, conurbano, rural, a Cristina Fernández es, en sustancia, de raíz política. Su interpelación exitosa trasgredió límites territoriales y de clase. Dicho sea de rondón, algo similar puede decirse del aval que recibió Mauricio Macri en la Capital, primando en todas y cada una de las 28 circunscripciones electorales. Por cierto que Cristina se hizo más fuerte entre los más humildes y Macri obtuvo mayor ventaja en los barrios más ricos de la ciudad. Pero, así como Macri se impuso en Caballito o Lugano, Cristina ganó en Vicente López y Mar del Plata.
Los escrutinios nacional y provinciales revelan semejanzas no menores entre quienes son tildados de “rehenes” (supuestamente con intención de defenderlos) y aquellos argentinos más dichosos a quienes se “reconoce” el monopolio de la ciudadanía plena.
La palabra “clientelismo”, de densa significación sociológica, se bastardiza en su traducción “compra de votos mediante favores”. Bien mirado, esto lo explica inmejorablemente el sociólogo Javier Auyero, el clientelismo es algo más complejo y dialéctico. Son relaciones de poder perdurables, injustamente asimétricas contra los ciudadanos. Pero no tanto como para reducirlos a la impotencia total, a la falta de destrezas y de rebusques, incluido la de ser mañero con el voto.
La discusión retrospectiva respecto de las invectivas anti clientelares no es bizantina ni académica. La recusación previa de los que quedaron muy lejos en el favor popular (no sólo de los estratos bajos, en rigor) se redondea tras los comicios, negando sentido a lo que se votó. Con lo cual, por un camino laberíntico, se llega a lo que se reprocha a los otros, es decir a invalidar el voto de los pobres, cual si fueran inimputables.
El voto es la más alta expresión de la voluntad ciudadana. Lo es cuantitativamente porque condensa en un momento la mayor participación que se conozca. Lo es cualitativamente, tal como propone el sociólogo francés François Rosenvallon, porque exige de los ciudadanos opinión, implicación y ejercicio del poder vía intervención. Es, por añadidura, una de las contadísimas ocasiones en que un pobre vale lo mismo que un rico. Es una pena o algo peor que dirigentes que buscan con afán ser votados, erigidos en fiscales, elijan un ejercicio argumental que despoja de sentido a lo que dicen los humildes en el cuarto oscuro.
Vaya para terminar una aclaración. Este cronista cree largamente que las políticas sociales actuales son demasiado focalizadas y confieren excesivo poder discrecional a los funcionarios. Está convencido de que políticas universales más extendidas limitarían sensiblemente el poder de los sucesivos gobiernos. Y postula que el actual gobierno (ese que ganó por paliza la elección a lo largo y a lo ancho del mapa social y política) está muy en mora con su implementación. Es más, no las tiene en agenda, en parte por un pensamiento adocenado, en parte por razones de caja (que justifican una discusión serena) y en parte porque anhela mantener los piolines del clientelismo. Que existe, más vale, pero que bajo ningún concepto puede considerarse el móvil de decisiones complejas que cruzan sabidurías, experiencias e identidades. Decisiones que pueden molestar a cualquiera pero que todos, en especial los que aspiran a representar al pueblo, deberían escuchar, elaborar y respetar.