EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Democracias
› Por J. M. Pasquini Durán
Son dos aniversarios insoslayables: el jueves las Madres de Plaza de Mayo completaron la vigésimo quinta Marcha de la Resistencia y ayer, viernes, se cumplieron veinte años del veredicto en el primer juicio contra el terrorismo de Estado. Ambas fechas evocan la trayectoria de las luchas populares por la verdad y la justicia, por la libertad y los derechos humanos, así como la zigzagueante relación de esas demandas con la capacidad de gestión de las instituciones políticas y judiciales en la democracia. Son ejercicios para la memoria individual y colectiva, con toda su carga de emociones, pero de ninguna manera pueden conmemorarse como historias clausuradas. Las búsquedas iniciales aún no están satisfechas, pese al tiempo transcurrido y a los avances logrados, ni lo estarán mientras haya tumbas abiertas y verdugos impunes. La evolución de la conciencia social extendió el repudio de la impunidad a las viejas sectas de la picana y el gatillo fácil que todavía cobran víctimas y a las inseguridades de los nuevos tiempos. Los derechos humanos, además, ampliaron su alcance a las nociones económicas y sociales que fueron contempladas en la Declaración que sancionó en su momento la Organización de las Naciones Unidas. Por todo esto, las rememoraciones son, a la vez, compromisos vigentes hacia el futuro de la nación y del mundo.
Los derechos humanos, en su acepción completa, son asuntos prioritarios de la actualidad, no sólo en el país. En la cumbre del Mercosur que terminó hace pocas horas, en la que Venezuela formalizó su ingreso convirtiendo a esta alianza de 250 millones de sudamericanos en la mayor potencia energética de la región, los temas de la seguridad, del empleo, de la mejor distribución de la riqueza, figuraron en las agendas discursivas de los jefes de los Estados miembro. El gobierno de Lula, en el país más grande de la coalición, aún no pudo con el desempleo que entre los más pobres llega al 56 por ciento y la distribución de la renta es la peor del mundo después de Haití, según el Informe sobre los Derechos Humanos en Brasil 2005 elaborado por organizaciones no gubernamentales. En Chile, donde mañana se vota por la presidencia, los candidatos compiten con ofertas para la creación de empleos ante una tasa oficial de desocupación del ocho por ciento, con garantías de seguridad urbana y proyectos de créditos especiales para la pobreza. Con distintas proporciones y urgencias, en todas las naciones, aun en las más ricas, los problemas son parecidos, devastadas por el imperio de políticas conservadoras, el “pensamiento único” del neoliberalismo, durante las últimas tres décadas.
Aquí, en la Argentina, es cosa sabida que el veinte por ciento más rico se queda con el cuarenta por ciento de las riquezas producidas por el trabajo de todos, mientras que la pobreza y la exclusión atormentan a la mitad de la población. El Informe de Desarrollo Humano 2005, que se conocerá la próxima semana con el título de “Argentina después de la crisis, Un tiempo de oportunidades”, deja constancia de algunos datos alentadores, a saber: “La economía nacional recuperó en el año 2005 el tamaño –en términos reales– que tenía a mediados de 1998, cuando comenzó la caída” y “entre octubre de 2002 y el tercer trimestre de 2004, el empleo creció el 13,6 por ciento (una tasa anual del 7,6 por ciento) y recuperó la caída que se había registrado durante 2001 y en la primera parte de 2002”.
Refiere, al mismo tiempo, a la envergadura de lo que falta mediante el análisis de la economía y la sociedad en el norte (Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, Santiago del Estero, Chaco, Misiones, Formosa y Corrientes), habitado por el 21 por ciento de la población total y casi la mitad de la población rural. Para la zona, señala el Informe, “las remesas de coparticipación y las transferencias de recursos desde la Nación representan casi el 75 por ciento del total de los ingresos fiscales. El monto recibido por la región creció casi un ciento por ciento a precios corrientes desde 2002”. Sin embargo, agrega, “alcanzar una brecha de desigualdad del orden del 25 por ciento respecto de la media del país requiere aproximadamente 5000 millones de dólares al año, lo que equivale al 80 por ciento de la Coparticipación, 1,3 veces todos los impuestos del comercio exterior y casi 1,5 veces la seguridad social en 2004”. Esto es la necesidad de una región, pero vale para medir el tamaño de la distancia a recorrer para que el bienestar sea distribuido con equidad, para que los derechos humanos plenos sean realizados en el país.
Por el momento, entre otras medidas, el Gobierno intenta aliviar las presiones inflacionarias mediante acuerdos de precios para las mercaderías de consumo masivo en las mayores góndolas, pero la lógica del mercado, después de una fuerte concentración oligopólica remachada en la década del 90, intenta resistir, de manera franca o solapada, a toda lógica de responsabilidad social. Las cadenas de producción y comercialización de la carne muestran en crudo esas contradicciones. Demandadas por mayor consumo interno y sobre todo por una coyuntura externa muy favorable, aumentaron los precios minoristas en promedio 28 por ciento en los dos últimos años, pero se niegan a congelar el precio, así sea por unos meses, aduciendo que no se puede perder nada en época de vacas gordas. Si los que tienen, no quieren, ¿quién debe? El Estado tiene la obligación de encontrar la respuesta debida. El Informe aludido, con el respaldo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, contesta así: “En una sociedad en la que el tamaño de la pobreza ha alcanzado cifras intolerables, la solidaridad tiene que ser el eje de la tarea de reconstrucción social”.
Solidaridad no es la norma que rige las relaciones entre naciones. Nada más ajeno, por cierto, a los organismos internacionales de crédito. Los mismos que cargaban las alforjas del país en crisis con préstamos que comprometían el destino de varias generaciones, ahora cancelan créditos y donaciones porque el gobierno de turno no quiere suicidarse políticamente aplicando las recetas de los años ’90. Hasta la Asamblea General de la ONU, después de tres semanas de duras negociaciones, aprobó el jueves una resolución promovida por la Argentina en la que destaca que “los acreedores y los deudores deben compartir la corresponsabilidad de prevenir las situaciones de endeudamiento insostenible” y, todavía más, “la sustentabilidad de la deuda a largo plazo depende, entre otras cosas, del crecimiento económico, la movilización de los recursos y las perspectivas de exportación de los países deudores”. Buenos argumentos para que la ministra Felisa Miceli invoque la próxima semana en Europa, cuando le toque hablar sobre la renegociación de las deudas pendientes con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otros organismos similares.
En cualquier caso, la solidaridad hay que encontrarla dentro del propio país. Para conseguirla, hace falta más que doblarle la mano al egoísmo del mercado. Es preciso que la sociedad vuelva a confiar en sus propias fuerzas y en quienes la representan allí donde hacen las leyes, las aplican y deberían respetarlas. Después de estudiar el ánimo colectivo, el citado Informe reconfirma una impresión evidente: “La desconfianza resulta de la falta de credibilidad en la eficacia de las instituciones y sus administradores. Sin embargo, antes que rechazo de la vida pública, lo que los argentinos demandan es un cambio que transforme el poder público en servicio público. Los argentinos y argentinas no se resignan a la corrupción y a la falta de eficacia. Por el contrario, demandan una democracia caracterizada por la ética y la transparencia”.
No es ninguna novedad, ya que debió quedar en claro desde los redobles de cacerolas en diciembre de 2001, pero los políticos, después de los temores iniciales, vuelven a las andadas una y otra vez. Los episodios en el Congreso nacional con las renuncias de diputados electos que fueron exhibidos en la vitrina electoral como simples cazavotos para retirarlos luego con absoluto desdén por la opinión de los votantes, es un claro síntoma de esa incomprensión. ¿Es tan difícil entender que los ciudadanos viven esas mudanzas como un fraude a su voluntad? La sensación provoca indiferencia y mantiene divorciada a la democracia ciudadana de la democracia de los políticos. El “dilema moral” de Rafael Bielsa –no fue el único, pero otros al parecer no sintieron ni cosquilleo– entre honrar al voto o cumplir con la responsabilidad de gestión sirvió para revelar que, por lo menos, todavía es incompleta la vocación de servicio que pueda transformar al poder público en un espacio de encuentro real con los ciudadanos, fuente legítima de solidaridad y sustento último de la gobernabilidad.