Sáb 24.12.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Diferencias

› Por J. M. Pasquini Durán

Desde hace años, en todo el mundo, hay registro de la decadencia de los poderes legislativos, mientras que se acentúa el presidencialismo, sólo atenuado en algunos países por la calidad y la independencia de los ámbitos judiciales. En paralelo, los partidos políticos tradicionales pierden influencia y prestigio y sus roles dirigentes son sustituidos, de manera imperfecta, por fuerzas sociales que representan a núcleos comunitarios que guardan alguna afinidad entre sus miembros pero sin la precisión de una clase social o una ideología acabada. Estas mutaciones, por supuesto, no se producen de manera lineal y sucesiva sino que, por lo general, lo viejo y lo nuevo conviven superpuestos y más de una vez mezclados, pero con alboroto.
Bolivia está viviendo en estos días una experiencia de ese tipo, con la victoria electoral del MAS (Movimiento al Socialismo) que llevó a la presidencia a Evo Morales, surgido en Cochabamba desde la defensa de los intereses de los cocaleros (cultivadores de la hoja de coca), con un porcentaje aluvional de votos (54 por ciento en el escrutinio casi terminado), un fenómeno en la historia política de ese país. A mitad del siglo XX, los bolivianos vivieron una revolución nacionalista, cuya fuerza social dinámica fueron los trabajadores mineros, cuando la producción de plata primero y luego de estaño dominaban su economía, que llegaron a crear, entre otras transformaciones impactantes, una red de radios que era única de su tipo en la época. La revolución fue traicionada y los mineros terminaron detenidos y abandonados en el desierto, pero al despuntar el siglo XXI un idéntico sentimiento nacionalista volvió a levantarse, esta vez en manos de indígenas y campesinos. De sus 8,8 millones de pobladores, distribuidos en un territorio de 1,1 millón de kilómetros cuadrados, son más de la mitad las etnias originarias, quechuas y aymaras, más una tercera parte de mestizos.
Pese al nombre de su fuerza política, el MAS, al presidente electo con seguridad le resultaría imposible definir el socialismo que figura en su horizonte con los parámetros de la experiencia europea o, para acercarlo a las vivencias americanas, con los de la revolución cubana. Lo mismo sucede en Venezuela cuando se trata de ahondar en las conexiones que realiza su presidente, Hugo Chávez, entre revolución bolivariana y socialismo del siglo XXI. En estos tiempos, las nociones de izquierda y derecha han perdido la carnadura de la sofisticación ideológica, pero conservan el esqueleto casi intacto: la izquierda y el socialismo todavía representan la voluntad de transformar la realidad existente para beneficio de las mayorías, en primer lugar de los más desamparados, en tanto la derecha se distingue por su identificación con los intereses de los más ricos y poderosos. O sea, la izquierda es más que derechos ciudadanos, respeto institucional y anticorrupción, porque si se limitara sólo a eso, tiene razón el director de Sociología de la UBA, Lucas Rubinich, cuando dijo: “Entonces el Banco Mundial es de centroizquierda” (Página/12, 20/1/05).
La adición de “centro” a las nociones de izquierda y derecha fue para limar las asperezas originales, sobre todo después de la implosión del comunismo europeo, o “socialismo real”, y la revalidación mundial de la democracia liberal capitalista. Los comunistas italianos (PCI), el mayor partido en Occidente de esa estirpe, pasaron a denominarse “democráticos de izquierda” (PDS) y fueron ellos los encargados de adaptar la economía de su país a los cánones de la Unión Europea basados en los parámetros del capitalismo moderno, del mismo modo que lo hicieron en otros países gobiernos de centroderecha. De tanto alisar las asperezas, ahora cuesta bastante distinguir las diferencias. Por lo mismo, aquí hay quienes llaman al ARI de centroizquierda lo mismo que al gobierno de Néstor Kirchner, como si fueran idénticos. El gobierno nacional es, primero que nada, peronista, lo cual para algunos evoca memorias de tiranía populista y para otros implica potencial revolucionario. En rigor, hoy en día la definición de peronista quiere decir todo y nada. Cada cual lo refiere a su experiencia personal o a su interpretación particular de la historia, ya sea que invoque al primer Perón, el del justicialismo a manos llenas, el de la caída con iglesias en llamas, el del exilio con la resistencia y las formaciones especiales, o el del retorno, un “león herbívoro” según sus propias palabras. A fin de arrimar una precisión, podría decirse que este es un gobierno peronista de centroizquierda, pero eso no sería otra cosa que sumar dos generalidades casi abstractas para construir una tercera ambigüedad.
A los que temen el crecimiento de la figura presidencial, viene a cuento otra reflexión del académico Rubinich: “El panorama actual está centrado sobre figuras políticas porque hay ausencia de partidos”. También acierta cuando apunta a las dificultades que provoca la fragmentación sociocultural: “Ante la ruptura de los grandes colectivos sociales, producto de las transformaciones económicas y de la exclusión social, hay entonces un problema de interpelación política”. ¿Quién defiende qué? Otra vez: no es un problema de exclusividad nacional. ¿A cuál PT representa el presidente Lula o viceversa? ¿Cuál fragmento de la sociedad venezolana encarna el 25 por ciento que acudió a las urnas para respaldar a Chávez? ¿Cómo podrá gobernar Morales con un movimiento de tan escasa experiencia en la materia? Durante los últimos meses, uno de sus principales operadores políticos, Chato Peredo (un apellido de resonancia en el último diario del Che), fue y vino varias veces a Buenos Aires acompañado de posibles funcionarios del futuro Ejecutivo que recibían aquí seminarios intensivos de gestión gubernamental. Sería absurdo deducir de ese dato que entonces hará una gestión peronista o “argentinizada”.
Si son individualidades diferentes, ¿dónde radica la identidad común de estos gobiernos sudamericanos para que puedan ser considerados un bloque y sus líderes piensen en la posible integración económica y política? Tienen dos características comunes: el origen democrático y la voluntad de defender los intereses de cada país. El nacionalismo popular y democrático de este tiempo de globalización sólo puede resolverse en la formación de espacios comerciales más grandes que cada mercado local, es decir en la integración subregional, lo más ancha posible. Esta condición, más que la disposición individual de sus miembros, hace del Mercosur una opción estratégica, a la que no le conviene renunciar a ninguno. En este contexto general habría que ubicar las particularidades y estilos de cada gestión.
En Argentina, lo mismo que en el resto del mundo, el Congreso perdió peso específico por lo que se llama la “crisis de representación”, pero aquí con taras adicionales: la ineficacia y la corrupción que lo incapacitaron para expresar los intereses de los votantes, por lo que, casi de manera simétrica, se abrió un abismo entre la política y la ciudadanía similar a la brecha que existe entre pobres y ricos. Las dos cámaras se convirtieron en máquinas perezosas encargadas del protocolo legal de las iniciativas presidenciales. Hay un dato del oficio periodístico que vale como referencia: dejó de existir hace varias décadas la especialidad de la crónica parlamentaria por la cruda realidad que esa fuente se secó para el interés de las audiencias. Por supuesto, durante buena parte del siglo pasado los gobiernos de facto contribuyeron a desdibujar la imagen del Poder Legislativo. En democracia, el peso de los asuntos económico-sociales que requieren de un ritmo más vertiginoso que el “tempo” de los torneos de oratoria de los congresistas y de una mayor capacidad de decisión en el Ejecutivo, hicieron normal la cesión de facultades extraordinarias y la calificación de emergencia para facilitar la flexibilidad de maniobras presidenciales. La última renovación de legisladores vigente desde el corriente mes hizo suponer que esta vez, a lo mejor, el Congreso recuperaba una dimensión del tamaño de las expectativas republicanas. Esta semana quedó demostrado que, por el momento, no hay motivos valederos para suponerlo. Por un lado, después de los resultados electorales del 23 de octubre, el Gobierno considera que su condición de vencedor lo hace merecedor de todas las facultades y requisitos que considera necesarios para cumplir con sus planes, sin más vueltas. Y avanzó con la consigna de no perder tiempo. La cualidad de mayoría, por supuesto, no otorga razón por el simple recuento de votos, pero tampoco es cierto, como pretenden algunas minorías, que la mayoría nunca tenga razón valedera.
Por otro lado, lo que no le permitieron decir a la oposición, salvo poquísimas excepciones, era poco más que objeciones de procedimientos, según se pudo deducir escuchando las acusaciones contra los métodos oficialistas que los amordazados desgranaron ante la prensa. Sobre los contenidos de las leyes en votación casi nada nuevo se pudo escuchar, pese a que se supone que el rol de la oposición no se reduce a comentar los actos oficiales sino a proponer alternativas. El debate más jugoso que se pudo oír en el Senado, a propósito del proyecto de reforma del Consejo de la Magistratura, ocurrió entre la autora de la iniciativa, la senadora bonaerense Fernández de Kirchner, y la directora ejecutiva del CELS, una organización no gubernamental, una minoría ciudadana. La historia del Congreso tiene muchos momentos en que hubo voces solitarias en disenso, pero valía la pena escucharlas.

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