EL PAíS
› CARLA RICCIOTTI
Relato de una sobreviviente
› Por Cristian Alarcón
Carla Ricciotti le teme al año nuevo. Teme que vuelva con el brindis la angustia insoportable. Algunos días antes de Navidad algo hizo clic, dice, y comenzó a calmarse el dolor en el esternón. Después de un año, Carla, 31 años, adorada en el gremio movilero donde la conocen como Carlita, puede disfrutar del humor negro, puede reírse por ejemplo del día en que despertó después de pasar once en coma, inconsciente, en terapia intensiva. De a ratos se ríe con esa ronquera que le dejó como secuela la tragedia. Llora, sí, entre nota y nota de Crónica TV, donde es periodista hace cinco años, porque está más sensible que nunca. Llora, a veces. Cuando entrevista a una madre que perdió a su hijo en manos de la policía. O cuando escucha el argumento propietario de una vecina feliz porque han desalojado el edificio tomado de su cuadra. “Pero uno aprende a convivir con eso, con los desniveles psicológicos que puede tener un día”, dice. Uno se vuelve un conocido del dolor, un parcero del enemigo, hasta que puede, por fin, comenzar a desdeñarlo, preferir la alegría, dejar de rondar a la muerte. La noche del incendio, Carla apenas pudo caminar cuatro pasos de la mano de su novio cuando él se desmayó, para no volver a despertar nunca. Ella alcanzó a cubrirle la cabeza, arrodillada a su lado, cerca de los baños, con la mirada perdida en la escalera, hacia abajo del balcón de Cromañón, en el que murieron muchos de los doscientos jóvenes que escuchaban a la banda cuando estalló en el techo la maldita bengala.
Hacía seis meses que Carla se había puesto de novia con uno de los redactores de las placas rojas del canal, Luis Santana, 28, un flaco alto, medio colorado, de pelo largo y patillas, que hacía año y medio insistía con los piropos. Hablando de historia –él era alumno del profesorado del Joaquín V. González de la avenida Rivadavia–, la había seducido. Fueron seis meses a pleno. A los 30 años ella había podido alquilar el primer departamento sola. Luis la ayudó en eso. Y casi no iba a la casa de Monte Chingolo, así que fue como una convivencia. Compartían además la misma pasión por el rock. A los dos les gustaban las letras de Callejeros. Y preferían un recital a la disco, a la cena, a la mayoría de los planes. El jueves 29, Carla tuvo una nota en Lomas de Zamora. Y sus compañeros la llevaron a buscar entradas, pero no encontró. Por la tarde, otro colega la llevó hasta Locuras, en Once. Se hizo de sus tickets.
Busquen a Carlita
Los cámaras de Crónica llegaron a Cromañón primeros, como siempre. Y supieron que esta vez estaban ellos mismos metidos en la escena que les tocaba tomar. “Busquen a Carlita”, dijo uno por teléfono al canal. Comenzaron los llamados. En la casa de sus padres preguntaban por ella con la excusa de que tenía que cubrir la noticia. Su hermana, Paola, que estaba esa noche en Once, juraba que Carla había decidido no atender los llamados para no tener que salir a trabajar. A las seis en punto, Luis no se presentó. No sabe cómo su hermana terminó en un centro de información de la calle Junín. En las listas no aparecía. “No te pongas mal pero Carla vino con el novio al recital y no los encontramos”, escuchó el ex.
Desde ese momento y hasta el mediodía, Claudio se dedicó a buscarla junto a su hermana. Desesperados, terminaron en el Hospital Argerich. En la guardia, una empleada les aseguraba que ya habían sacado de allí a todos los NN. Pero quizá, como Carla es la melliza de su hermana, como son dos gotas de agua, la mujer se acordaba. “¿Cómo es tu hermana?” “Es como yo.” “Pero vino gente rubia que está toda negra. ¿Tiene un tatuaje?” “Tiene un tatuaje en el cuello, tiene un tatuaje en el hombro.” “¿Tiene un tatuaje en el tobillo?”. “Sí.” “¿Tiene una estrella?” “Sí.” “¿Una o varias?” “Varias estrellitas.” La mujer se puso eufórica. Recordaba perfectas esas estrellas en las piernas llenan de hollín de la chica. “¡Corran! La mandamos al Fiorito”, les dijo. En el Fiorito entró Claudio. No la reconocía. Estaba inflada, dice. La cara era una enorme bola de hinchazón. Claudio levantó la sábana. Vio las estrellas. “Es ella”, dijo, como en las películas. “Era el mediodía. Ahí ya dejé de ser NN”, dice Carla, en un bar a la vuelta del canal, y se lleva a la boca el tenedor con ensalada, la dieta estricta que hace por estos días.
El club del Fiorito
“Cuando me desperté –cuenta Carla–, pensé que estaba internada por cualquier otra cosa. Hacía una semana me había ido a hacer una mamografía y por otro lado mis compañeros siempre me cargan y me dicen, ‘a ver si hacemos una vaquita entre todos así te ponés las tetas’. Entonces me imagino que por eso yo pensaba que me había ido a poner las tetas. Me desperté, en la terapia, desnuda, con una sábana. Yo me miraba y pensaba: ‘Qué raro, no tengo nada’. Se me mezclaban las cosas. Dormía un rato y creía que había pasado un día. Pensaba también que estaba embarazada. Primero decía ‘Luis no me viene a ver’, y estaba medio caliente. Pasaron varios días, yo me desperté el nueve, diez de enero, y a los dos días, cuando todavía estaba medio sedada, vino un compañero y me dijo: ‘Qué año nuevo nos hiciste pasar, ¡eh!’”.
Ese fue el punto. Ella no podía hablar, le habían hecho una traqueotomía después de la primera semana con respirador artificial. Ese agujero en la tráquea al que odió le salvó la vida, dice. “El Hospital Fiorito es de primera –reivindica–. Yo había ido a hacer notas, pero no conocía adentro. Los médicos, los enfermeros, son increíbles. Tenían reuniones, escuchaba que hablaban de una sonda brasileña especial, y pensaba, ‘¿estaré en Brasil? Me van a hacer cualquiera’. Pero mis compañeros estaban todos, todo el tiempo, iban a cualquier hora. Era un club, eso.” El año nuevo, ése fue el punto en el que Carla Ricciotti comenzó, después de la agonía, de estar bajo peligro de muerte, a recordar. Con Luis habían planeado pasar la fiesta en la casa de sus padres. Pero lo último que tenía en la memoria era un recital de rock. Escribió en un papel: “¿Tengo problemas respiratorios porque estuve en un recital que se incendió?”. “Fue una tragedia muy grande, murieron como doscientas personas.” Fue la primera referencia que tuvo de Cromañón.
“Recuerdo –dice– haber visto a un chico arriba de otro con una bengala en la mano. Empezó el recital, y los vi, pero había un montón con bengalas. Después sentí como una explosión y el techo se abrió como si fuera un plástico quemado, que no prende llamas, sino que se consume. El olor era insoportable. No sabíamos cómo ir para la puerta, pensamos que nos iban a apretar, entonces tratamos de ir al baño, pero avanzamos cuatro pasos y Luis me dijo “ya no doy más”. Y se desmayó”.
–¿Pensaste que podían morir?
–No tuvimos tiempo ni de tener miedo. No se si será por el trabajo que hago, en donde vos siempre ves lo que está pasando como en una película. Se prendió fuego eso y directamente, sin darte cuenta, te dormías, porque ya no respirabas más.
Si hay algo que le resulta triste de la vida después de Cromañón es el escepticismo, el descreimiento, la sensación de haber sido traicionada. Hay quienes le han intentando sugerir que son pruebas de la vida. “¿Pruebas para qué? No te sirve para nada, nadie debe pasar por una tragedia para recapacitar sobre su vida o hacerse más fuerte.” Carla vive la calle desde el micrófono de Crónica, y su devenir como cronista es el de la tragedia nacional recreada día a día por el ojo cínico de la TV. Pero lo que antes podía ser algo dado, hoy le resulta insoportable. “Pensás en esta sociedad y no entendés cómo por un chico que mataron, como Blumberg, fueron a la calle 150 mil personas. Es lógico que no se puede comparar y que toda muerte es repudiable, pero por 200 pibes no hubo lamisma convocatoria, van solo los familiares y los sobrevivientes. Yo misma antes no era capaz de sumarme a un reclamo.”
Depilaciones
La debilidad de Carla los primeros días de conciencia, después del coma, impedía que le contaran la verdad sobre el destino fatal de Luis. La familia prefirió no decirle la verdad hasta el 17 de enero. Sus compañeros juraban no tener información. Pero pronto le restringieron las visitas. La mudaron del Fiorito a la Clínica de la Providencia, donde la volvieron a la terapia intensiva. Desde la cama, ansiosa como nunca, le enviaba mensajes al celular, llamaba por teléfono a la madre de él. “Veía que había un chico que lloraba y lloraba y me preguntaba por qué llora –recuerda–. El podía hablar, podía caminar. Yo estaba postrada, enchufada por todos lados, no podía hablar. ‘No llorés’, le escribía. Estaba mal por un amigo. A veces le digo a la depiladora que sufro mas ahí cuando me voy a depilar que cuando estaba en terapia intensiva.”
El humor de Carla, la honestidad brutal con que avanza en su relato y con que lanza sus opiniones la hace un ser adorable. No cree que Aníbal Ibarra sea el culpable de la tragedia, pero sí que le cabe la responsabilidad por la falta de controles. Se encontró en un consultorio con Pato Fontanet, pero él no quiso dar explicaciones a su madre. Luego Callejeros, a quien seguía por sus letras comprometidas, dieron entrevista a Radio 10 y se sintió defraudada. Pero de todas formas cree que es una exageración que los imputen del mismo delito que Chabán. Lo que más odio le da es la actitud de los funcionarios y el fallo de Cámara que los deja sin peligro de cárcel. Creía en San Benito. Ahora considera que si hay un Dios, no es ni tan bueno, ni tan justo como le habían dicho. Desde que supo que Luis era una de las víctimas, su fe, su confianza, su capacidad de creer se quebraron.
En su vida con la tragedia volvió a entrar el antiguo amor de Claudio. La ausencia de Luis pesa. De pronto lo ve cuando está por tomar el subte, en el cuerpo de otro que hace un gesto parecido con la mano y el pelo. A Claudio, que espera, sabio, le consta. Pero él siempre estuvo. Desde que se instaló en el hospital día y noche se convirtió en quien recibía los partes médicos y los pasaba, en el que conseguía la medicación, el colchón contra las escaras, la bienvenida el día del alta cuando la llevó a su casa porque el cumplía 31. El la ayudó a mudarse, la acompañó a decenas de estudios, la vez en que la volvieron a dormir para lavarle los pulmones. Claudio la ve mejor. La ve comprar los regalos de Navidad entusiasmada. Claudio es como el capo del batallón de ángeles de la guardia que tiene, sus compañeros de Crónica, hombres fuertes de cámara al hombro y chiste de doble sentido, nobles, los que la cuidan como a una princesa de cristal, los que no la dejan cubrir los incendios que a Crónica le siguen tocando.
–¿A qué te suena la palabra sobreviviente?
–Me suena a un ente que va por ahí tratando de sobrellevarla, y en definitiva es un poco así. Quién no se ha preguntado alguna vez: “si yo me muriera, ¿quién iría a mi velatorio?”. Yo sé quiénes irían.
Carlita tose, ronco, y vuelve a reír.