Sáb 31.12.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

REPUBLICAS

› Por J. M. Pasquini Durán

A punto de ingresar a un nuevo año calendario, el festival de consumo y los demás indicadores de la reactivación económica o los choques discursivos entre Gobierno y oposición, ninguno alcanza para que las mejores conciencias dejen de lado a la mayor tragedia nacional: cuatro de cada diez argentinos adultos y seis de cada diez chicos malviven en la pobreza, la indigencia y la exclusión. Todavía hay dos países separados y mientras uno celebra los progresos, el otro no tiene siquiera la certeza de la esperanza. Muchos de ellos casi se han resignado a purgar cien años de soledad, la condena de las estirpes malditas, antes de llegar a la Eutopía, el lugar feliz. ¿Será posible que esos dos países de carne y hueso, de realidades tan diferentes, puedan erigir juntos la pirámide de la república con instituciones para todos? ¿O se trata, quizá, de una construcción ideológica de políticos y académicos pero ajena todavía a esa sociedad dual, polarizada, en la que algunos están concentrados en la excitación consumista mientras que los demás sobreviven ensimismados a la fuerza en la austeridad salvaje? ¿Cuánto lugar queda para la consideración republicana en todos los que han sido devastados por la tragedia de Cromañón, para los que el equilibrio de la ley tiene que encontrar (sin Talión ni linchamiento) un peso de reparación que compense la carga de infinita amargura?
Desde La República de Platón muchas son las versiones teóricas y prácticas que recorren la historia de las ideas en Occidente. Tomás Moro, decapitado por arbitrariedad monárquica, imaginó a la república éticamente constituida con equidad y gobierno de la mayoría, instalada en una isla. Hasta inventó un poeta para que le componga estos versos: “Utopía era mi nombre. / Es decir un lugar adonde nadie se dirige. / Compárome con la República de Platón / Aunque soy quizá en este campo vencedora; / Porque aquella era sólo un mito en prosa; / Pero sobre lo que él escribió yo soy ahora, / En hombres, riqueza y ley consolidada, / Un lugar adonde todo hombre sabio se encamina: / Eutopía es hoy mi nombre”. En estos días finales del año, se han escuchado muchas invocaciones a la fe republicana, sobre todo desde el combinado de la oposición formado ad hoc. Del socialista Hermes Binner al conservador López Murphy, en un arco variopinto como no se veía desde hace mucho, los opositores con representación legislativa se arracimaron para impedir, según sus pregoneros, que la voracidad del Gobierno engulla al Poder Judicial mediante una reforma del Consejo de la Magistratura, un instituto emergente de la reforma constitucional de 1994, cuyo balance de siete años de gestión no acumuló los méritos que a lo mejor imaginaron sus diseñadores de origen.
Por cierto, es improbable que los coaligados para la ocasión piensen la república y la Justicia en términos idénticos. Habrá quienes estén más cerca de los sueños de Moro y quienes coincidan con aquellas ideas de fines del siglo XIX, sobre las que el historiador Romero escribió: “Había que transformar el país pero desde arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio arrancara de las manos patricias el poder ... Su propósito fue desde entonces deslindar lo político de lo económico, acentuando en este último campo el espíritu renovador en tanto se contenía, en el primero, todo intento de evolución” (en El orden conservador, N. Botana, ed. Sudamericana, 1985). Mantener al pueblo fuera del poder, impedir el despliegue de ideas políticas transformadoras y preservar al poder económico por encima de las vicisitudes políticas, incluso de las urnas, fue la permanente visión oligárquica de república y para sostenerla no vacilaron en aplicar el terrorismo de Estado. Dadas estas previsibles diferencias, sería sensato suponer que la reforma del Consejo de la Magistratura fue la ocasión, pero que el intento del rejunte apunta a instalar en el Gobierno la idea de la necesidad de abrir espacios de negociación a los opositores, en todos los campos de la gestión. Aunque, es verdad, no todos en ese palo están dispuestos a tanto, como la diputada Carrió que calificó al Gobierno de “fascista” delante de sus aliados sin que ninguno le corrigiera la plana. De ser cabal el adjetivo, ¿hay diálogo o consensos posibles? Ninguno, ya que lo único que se puede hacer es todo lo posible para que la “causa” derrote al “régimen”.
Por otra parte, diálogo y consenso son prácticas inútiles sin preguntarse para qué se realizan en cada instancia particular. Carlos Menem y Raúl Alfonsín, adversarios en el bipartidismo, alumbraron el Pacto de Olivos, que abrió paso a la reelección del riojano, a la Corte Suprema loteada con mayoría automática y a la Justicia federal de la servilleta, a los tres senadores por provincia que luego absorbió el peronismo por la debacle radical y a otros frutos indeseables o frustrados por la interpretación maliciosa del nuevo texto constitucional. Alfonsín, otra vez, dialogó con Carlos Alvarez para engendrar la Alianza, cuyo final fue de todo menos feliz. De la historia reciente podrían señalarse más incoherencias o contradicciones, pero sería mezquino reducir el análisis a esos flancos, como si se tratara de presentar la cuestión como un mero pretexto de la oposición actual para hacerse notar. Hay que indicar en el paisaje, con la mayor precisión posible, la presencia del Gobierno como potencial detonador de esta movida.
Sus críticos mejor intencionados reconocen que usa un lenguaje áspero, un estilo crudo de confrontación y de identificación del adversario y que ejerce el poder con mucha energía, sin distinguir siempre la línea que separa al decidido del prepotente. También el Presidente prefiere el contacto directo con los ciudadanos en mitines cotidianos antes que someterse a la intermediación mediática o de otros representantes partidarios o sociales. Aunque Néstor Kirchner suele exhibirse como propietario de verdades relativas y reconoce la posibilidad de errores, nadie pudo explicar en público por qué a veces mira la realidad con la altura de estadista y a continuación se ocupa de operaciones pequeñas y, para peor, inoportunas. Para la referencia: las relaciones con Sudamérica y Estados Unidos, primero, y después la foto con Borocotó o el vaudeville con Rafael Bielsa. Sus colaboradores calculan que con las horas de vuelo que lleva acumuladas podría haber dado cuatro veces la vuelta al mundo, pero igual planifica sus actividades de tal manera que deja la impresión de que se ocupa de todo lo local en persona, hasta el mínimo detalle, es decir con una máxima concentración del poder de decisión.
Ni sus adversarios más enconados podrían decir que los resultados obtenidos por su gestión fueron magros. Hace tres años, era un gobernador patagónico semidesconocido que llegó a la Presidencia de la Nación como ahijado del bonaerense Duhalde, pero hoy gobierna con mayoría propia, sin Duhalde ni oposición de alternativa a la vista. En un plano más general, tiene objetivos logrados, desde la formación de una nueva Corte a la renegociación de la deuda, pasando por otros rubros, que le han dado un nivel de aceptación popular que era impensable cuando comenzó. Desde el antiperonismo, se lo acusa de utilizar el poder y el concepto de mayoría con la arrogancia tradicional de las peores experiencias de ese movimiento. La sociología política puede atribuir sus procedimientos a la cultura adquirida en la práctica provincial, donde la gobernación suele actuar con una mezcla de paternalismo y puño de hierro. Lo más cercano a una visión desprejuiciada podría afirmar que expresa, con sus hábitos y estilos personales, la mayor crisis en la historia del peronismo, porque no tiene formación orgánica que unifique el comando de sus múltiples tendencias, porque los diez años de menemato terminaron por anular su identidad, ya que en los ’90 reemplazó los principios justicialistas por los neoliberales, y porque si bien sigue influenciando al sesenta por ciento de los votantes perdió su condición de partido de los trabajadores.Hoy en día, según un reciente informe sobre desarrollo humano en el país, pesan más las individualidades que los partidos. Esto obliga a tener la mente abierta para formular juicios sobre las iniciativas políticas, la conducta y las obras del Gobierno, ya que sin parámetros ideológicos o partidarios definidos, cada acto debe ser analizado por separado y, al mismo tiempo, como parte del contexto global. Entre las tareas de Kirchner también está la de liderar la transición del peronismo, del repudio popular generalizado a los políticos en diciembre de 2001 hacia un probable porvenir que reconozca al pasado pero lo supere. Eso también espera el país del Gobierno y de la oposición, sobre todo que la justicia social permita edificar una república democrática que le provea a sus habitantes en cada fin de año de la posibilidad de celebrar un presente de dignidad y la buenaventura de la esperanza. Sería bueno que juntos o separados hagan pie de una buena vez en lo que anhelan sus votantes.

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