EL PAíS
› OPINION
La estridencia ensordecedora
› Por Mario Wainfeld
Hace unos meses, un disidente de Autodeterminación y Libertad, Héctor Bidonde, acusó a Luis Zamora de apelar a métodos peores que los de la dictadura militar. El parangón, claro está, nada serio, sugiere acerca de Zamora pero dice mucho acerca de cómo se discute política en esta comarca. La desmesura cunde, las analogías disparatadas son moda. La estridencia, que procura llamar la atención, a menudo consigue el efecto inverso, que es ensordecer o hastiar. El zarandeo de las hipérboles sirve para promover titulares en los medios pero no da cuenta de la magnitud de los debates. Si cualquier cosa es “genocidio” o “dictadura”, el genocidio o la dictadura stricto sensu se desdibujan en su gravedad. Si Zamora puede compararse con la dictadura, una inferencia posible (o aun ineludible) es que la dictadura no era para tanto.
La polémica acerca del proyecto de reforma del Consejo de la Magistratura derrapa en ese sentido. La oposición exagera sus razones, imagina escenarios apocalípticos y asimila un mal prospecto de ley al incendio del Reichstag. Definir que toda mala decisión del gobierno es inconstitucional, inmoral o autoritaria es un modo sesgado de discutir. Este cronista opina, por caso, que el proyecto de ley no es inconstitucional sino malo e inoportuno. Puntos de vista de ese jaez suenan atípicos en controversias que siempre coquetean con la exageración.
A su turno, el Gobierno se enardece porque la oposición hace de oposición. El Presidente desarchiva la infausta expresión “máquina de impedir” que hasta donde llega la memoria de este cronista, tiene copyright de un apologista del decisionismo autoritario (y del menemismo) poseedor de escasas credenciales republicanas.
Una norma que regula un organismo creado por la Constitución merece (más bien exige) un debate previo de nivel, esto es pluralista y con tiempo para que se contrapongan los argumentos. Nada obligaba a proponer la ley de forma inconsulta, entre gallos y medianoche. Nada justificaba sacarla de la manga sin proponerla, por ejemplo, al debate electoral de un par de meses atrás.
También es deseable que una reforma de esta naturaleza sea aprobada por mayorías más amplias que los mínimos que impone la Constitución. El nuevo régimen se propone para durar mucho tiempo y los consensos vastos no son un adorno superfluo sino una cobertura de cara a polémicas ulteriores.
La postura pechadora del gobierno le ha valido dejar en la vereda de enfrente a Hermes Binner, a Claudio Lozano y a los abogados del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Desde la Rosada y en el Congreso se diagnostica que esos contradictores (que han avalado varias de las acciones más auspiciosas y progresistas del Gobierno) viraron a la derecha. Es un análisis estrecho, exento de autocrítica, alusivo a un indeseable ensimismamiento del kirchnerismo.
El modus operandi oficial no parece conducir a ningún desemboque virtuoso. El mejor de los escenarios para su actual táctica sería obtener una mayoría ajustadísima, a cambio de ser derrotado (como viene siéndolo) en el debate público, judicial y académico. Es imaginable que, si se aprueba la ley, será impugnada en los tribunales.
La soledad política oficial, en parte autoinfligida, podría agravarse si Binner y Lozano se diferencian de la coalición de centroderecha y enfrentan al proyecto desde una postura progresista y republicana. Queda dicho, es el oficialismo por ser quien desató el conflicto y por llevar la iniciativa el mayor (ir)responsable de un nuevo episodio de intolerancia política.
Pero hay culpas compartidas en la obstinación de estrenar todas las semanas una nueva remake de la madre de todas de las batallas. Remakes que suelen ser demasiado estridentes para ser escuchadas.