EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La discusión acerca del Consejo de la Magistratura, opinó días atrás este cronista, es demasiado estridente, lo que conspira contra su audibilidad y su avance. Lo antedicho no niega pertinencia al interés creciente por la calidad institucional, que a medida que cesa la emergencia se torna más acuciante.
El exceso de decibeles no favorece un debate serio, que debería ser pluralista. Tampoco lo robustece el marcado silencio que acompañó a dos hechos amenazantes para la ecología institucional ocurridos en los últimos días: las amenazas de muerte a dos jueces y la feroz represión sucedida en el Chaco. El factor común de ambos sucedidos es que los actores no fueron el gobierno nacional, sino ciudadanos particulares y un gobierno provincial opositor. Así las cosas, la oposición, autoerigida como adalid de las libertades públicas, eligió callar, de modo por demás expresivo.
La golpiza a familias enteras, incluyendo mujeres y chicos, tuvo amplia repercusión en medios electrónicos. Pero no estimuló a ninguna fuerza política a formular una reflexión, ni qué decir un reproche a “las fuerzas del orden” o a la administración radical de la provincia. Dado que los reprimidos estaban acusados de intrusar propiedades, hasta podría admitirse que la derecha nativa (muy despreciativa de las movilizaciones populares) justificara la acción policial. O, si se permite un modesto sarcasmo, que Jorge Sobisch o Mauricio Macri conjeturaran que los uniformados, que repartieron como para que hubiera, se quedaron cortos.
Es intolerable que un atentado contra la integridad física de ciudadanos inermes, pobres para más datos, no diera pie a un comentario, así metiera un poco de ruido en la Arcadia opositora.
También fue unánime la pasividad política ante las amenazas a los camaristas María Laura Garrigós de Rébori y Gustavo Bruzzone proferidas por un grupo minoritario de familiares de víctimas de Cromañón. Quienes consideran fascista que se reduzca la representación corporativa de magistrados y abogados en el Consejo omitieron hacerse cargo de un apriete a dos jueces intachables, que fue informado por este diario y luego corroborado por otros medios.
Nada justificaría las amenazas, ni siquiera una supuesta inconducta de los magistrados, que debería sustanciarse con otros modales y por otros carriles. Pero, aunque sobreabunde, valga subrayar que ha sido marcada la independencia con que se condujeron Bruzzone y Garrigós de Rébori en la causa Cromañón. Tanto que su decisión de excarcelar a Omar Chabán motivó furibundas invectivas del gobierno nacional y cuestionamientos del gobierno de la ciudad. El peronista Jorge Casanovas intentó forzar su juicio político, pero el Consejo lo desechó, con intervención activa de la diputada del ARI Marcela Rodríguez. Ese correcto proceder se contradice con la falta de acción, de palabra, de solidaridad, con los jueces amenazados.
Si la independencia y la tranquilidad de los magistrados es un valor tan sentido, las amenazas contra su vida o las de sus hijos deberían erizar a la oposición un poco más que una transfugueada de un tránsfuga crónico como Eduardo “Borocotó” Lorenzo.
Es imaginable que la cautela opositora tenga que ver con un cálculo político. Quizá se presuma impopular cuestionar en público actitudes de los familiares de las víctimas y, en estos días, cualquier movida en ese sentido puede ser emparentada (sin razón) con una defensa oblicua de Aníbal Ibarra. Callar, entonces, sería un modo mezquino de maximizar posiciones del espacio opositor sin enemistarse con nadie. Como poco, de ahorrarse eventuales costos que, a veces, insume la coherencia.
Más allá de resaltar que los familiares que quisieron amedrentar a los jueces no representan al conjunto ni a su mayoría (aunque sus pares no se distanciaron de ellos esta vez, como sí hicieron cuando la agresión a Estela Carlotto), una especulación de esa naturaleza es mezquina en términos políticos y culturales. Ni un comunicado, ni una reunión ni mucho menos una conferencia de prensa ameritó un magno apriete a dos jueces.
Es ocioso presumir cuál hubiera sido la reacción si algo similar o menor hubiera tenido como sujeto activo a algún funcionario o a algún militante oficialista. O si la represión hubiera tenido sede nacional o bonaerense.
En un país con marcadas carencias institucionales, es siempre esencial mirar qué hace el gobierno nacional al respecto y celar para evitar sus excesos. Pero es sesgado atribuir al oficialismo de turno el monopolio del autoritarismo, la violencia, los derrapes o las desprolijidades. Los riesgos acechan, pero no están sólo en la Casa Rosada o en el peronismo. Esa tendencia gobiernocéntrica permite que la oposición (incluido el ARI) proponga como paradigma moral a cualquier crítico del Gobierno, así sea el obispo Jorge Bergoglio, de infausta conducta durante la dictadura.
Más como un rizo que como una digresión, vale redondear esta columna repitiendo lo desdichado y anacrónico del esquema “peronismo– Unión Democrática” que parecen procurar (más allá de cómo lo proponen discursivamente) oficialismo y oposición. Lo que ambos bandos parecen anhelar es una regresión que seguramente es imposible y que indiscutiblemente es indeseable.
La sociedad argentina es ahora más compleja, más exigente, más fragmentada, más desigual, más pluralista y (aunque su dirigencia no termine de expresarlo) más consciente de lo que valen las libertades públicas. En esa diversidad, es de libro que la amenaza autoritaria anida en muchos corazones. Y que las banderas democratizantes y progresistas no son monopolio de partido alguno.
La cristalización entre “republicanos” y “populistas” olvida demasiado. De un lado, que el peronismo cayó en 1955 tras años de decadencia, transformado en una parodia de sí mismo, aquejado de sus peores lacras, odiado por enardecidos sectores de clase media a quienes maltrató de modo innecesario. En momentos en que se propagan mausoleos para Arturo Jauretche, vale la pena recomendar a sus apologistas que lo relean. El forjista explicó y lamentó la agresión excesiva que el primer peronismo propinó a quienes debían ser sus aliados o al menos sus vecinos en buena convivencia.
A su vez, la oposición debería preguntarse si vale la pena incurrir en las desmesuras de ayer, cuando los “contreras” se amucharon en un conglomerado “suma todo”, sólo unido por el antagonismo con la mayoría electoral. Su victoria resultó pírrica para muchos de ellos, para los mejor intencionados. Su interna inevitable, que acallaron en su brega contra la contradicción principal, germinó cuando desplazaron al peronismo. Luego se dilató durante casi dos décadas, conservando como único factor común y perdurable la proscripción del adversario en nombre de las libertades políticas.
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