EL PAíS › OPINION
Cómo es el juicio que los porteños viven como ajeno pero que puede constituirse en uno de los acontecimientos institucionales más importantes de los últimos veinte años.
› Por Mario Wainfeld
El microcentro estuvo bastante desierto en enero, lo que acentuó la ajenidad del trámite en la Legislatura. El juicio político a Aníbal Ibarra transcurre por fuera de la cotidianidad de los porteños.
Puertas adentro, Julio Maier parece haberle tomado la mano a su rol. En un ambiente tenso, con interlocutores intransigentes y (en su mayoría) mal preparados, el presidente del Tribunal Superior se ingenia para encauzar el debate, controlar sus tiempos, evitar desbordes y hacer alarde de bonhomía. Si se quisiera ser optimista podría aventurarse que el saber se impone, que la asimétrica capacidad de Maier seda y controla a actores menos preparados.
Julio César Strassera optó por un rol beligerante. Su discurso no suele ser el de un defensor sino el de un tribuno indignado por una convocatoria injusta. Apuntalado por su prestigio, es un fiscal que acusa al juicio. La pertinencia de ese perfil, de cara al público que sigue el juicio a través de los medios (el público, tout court), es opinable. La convicción con que lo ejerce queda fuera de discusión.
Si la eficacia (y aun la ponderación) de Strassera son controvertibles, el desempeño de los fiscales no deja resquicios para la duda. Lo suyo es una marcada incompetencia, que no le escapa a nadie en la Legislatura. “El juicio va bien, porque las pruebas son abrumadoras. Pero los fiscales no agregan nada, no dan pie con bola”, cuestiona en voz baja uno de los familiares menos enconados. Rubén Devoto casi no habla, Jorge Sanmartino toma la palabra en contadas ocasiones. Toda la carga acusatoria recae sobre Jorge Enríquez, cuyo histrionismo no disimula su dificultad para hacer preguntas coherentes, para no repetirse, para ir al grano. “Está más atento a su imagen que a los testigos”, le reprochan quienes desean con todas sus fuerzas que le vaya bien.
Algunos legisladores, los más, asisten con responsabilidad a los interrogatorios, otros van de a ratos.
El otro veredicto: Una constante del juicio político, ambigua en sus consecuencias políticas, es su nulo impacto en la gobernabilidad de la ciudad o en la vida diaria de los porteños. A ojo de buen cubero (instrumento de medición vulnerable, si los hay) no parece que ocupe mucho del menú de las conversaciones de café o de oficina.
La conclusión primera, simple e innegable, es un estado de desmovilización colectiva muy contrastante con la participación y el compromiso de los familiares de las víctimas.
Encuestas de opinión pedidas y difundidas por el ibarrismo dan cuenta de un estado de opinión muy drástico y definido sobre la materia. Las consultoras Analogías, CEOP y Snack que vienen midiendo desde hace meses concuerdan en varias observaciones, más allá de divergencias no mayores en su método o en sus preguntas. Según todos los sondeos:
a) el parecer crítico de los porteños sobre el juicio político es mayoritario y creciente,
b) son más lo que creen inocente al jefe de Gobierno suspendido que quienes piensan que debe ser depuesto,
c) la imagen positiva de Ibarra es alta y mejora también en las últimas semanas y
d) la imagen de la Legislatura y sus integrantes es establemente mala.
Los números son tajantes y no hay por qué dudar de ellos, pero su interpretación política necesariamente debería promediarse con la atonía ciudadana, un síntoma que algo dice.
Los que hablan y los que callan: Ibarra persiste en desafiar a Elisa Carrió y a Mauricio Macri para que sinceren su posición sobre el juicio. Estos no lo han hecho y todo indica que no lo harán, entre otros motivos porque sería cederle un punto. Ibarra argumenta que es una desmesura inconstitucional que el juicio político verse sobre la gestión del acusado. A su ver, respecto de funcionarios electivos la figura de “maldesempeño” no puede usarse en forma extensiva. Se refiere acotadamente a situaciones gravísimas como incapacidad o comisión probada de delitos, no es extensible a críticas de la gestión, que se convalida o rechaza mediante el voto. El argumento es interesante, aunque la Constitución de la Ciudad no da la impresión de haber sido redactada con criterio limitativo, sino al contrario, con una tendencia a magnificar los límites y controles al gobierno. De cualquier modo, un argumento institucional merecería que la oposición (que hace un culto de esos tópicos en la escena nacional) aportara su punto de vista. Sí se pronunciaron, en línea con Ibarra, los juristas Daniel Sabsay y Ricardo Gil Lavedra. Ambos comulgan con las posiciones de Carrió y Macri en la discusión sobre la reforma al Consejo de la Magistratura.
Desde “la política” Felipe Solá, Raúl Alfonsín y Daniel Scioli tomaron partido por la absolución de Ibarra. La irrupción más llamativa es la del vicepresidente, que no suele dar puntada sin nudo, que es astuto para remar a favor de la corriente y que no tenía ningún compromiso con el acusado. El ibarrismo lee estas intervenciones como indicador de una tendencia que se acrecentará en la medida en que se patentice el repudio al juicio, conforme auguran sus encuestas. La posición acusadora fue sustentada por Ricardo López Murphy y Horacio Rodríguez Larreta, que expusieron lo que Macri no quiere (o no sabe) decir.
El día después: El fallo será ajustado, como fue la decisión de la Sala Acusadora. La penuria del trámite previo, la intransigencia de las posiciones garantizan que no habrá conformidad extendida. Ibarra ha venido deslizando que, si es derrocado, podría acudir a la Justicia. Sus alegaciones actuales apuntan en parte a esa hipótesis.
Con cualquier veredicto, el gobierno porteño que “asuma” el 15 de marzo (el de Ibarra repuesto o el de Jorge Telerman) será débil, tendrá que resolver una crisis de identidad y deberá revalidar su legitimidad. Un virtual relanzamiento.
La oposición tendrá que metabolizar el nuevo contexto y la opinión pública (vale suponer) se inclinará a criticar cualquier decisión.
Todos los dirigentes porteños piensan en esa instancia, pero actúan afectando distracción. Buscan resguardarse de previsibles críticas de “la gente”. Imaginar escenarios, algo que cualquier político debe hacer, es traducido a menudo como una canallada. Debatir los temas en ámbitos colectivos (partidos, bloques, etc.) es considerado inferior a la “libertad de conciencia” por un discurso antipolítico de marcado cuño individualista. Esas percepciones son reveladoras de la formidable crisis del sistema político local, que la tragedia de Cromañón expresa y acentúa.
Faltan menos de cuarenta días, en cuyo transcurso la ciudad se irá poblando, el veraneo será un recuerdo, el tránsito fluido por las avenidas quedará solo como evocación. Pero es posible que el juicio político siga como en el despuntar del verano. Encapsulado, como en una burbuja, como si no fuera un precedente de fuste, uno de los acontecimientos institucionales más graves de los últimos veinte años.
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