Dom 19.02.2006

EL PAíS

Un poco de grandeza

Por José Pablo Feinmann
Artigas y Moreno


Hombre inquieto, culto, Artigas leía La Gaceta y conocía las tesis brillantes de Moreno: “Instrumentar al Estado popular para promover la transformación demoburguesa ante la ausencia de una auténtica burguesía nacional”. (¿Por qué será que no suenan para nada arcaicas estas formulaciones, sino actuales, casi urgentes?) Pero... “Pero Moreno fue de la idea a la vida y Artigas transita de la vida a la idea” (Vivian Trías, Juan Manuel de Rosas). Esto (que es definitivo en política) lo llevó a enfrentar al centralismo porteño, del cual Moreno fue el primer gran representante: “Si el objetivo (el de Artigas) era la nacionalización de las rentas aduaneras, la desaparición de la tiranía monoportuaria y el proteccionismo industrial, era indispensable para quebrar la hegemonía de Buenos Aires e integrarla en el conjunto de la nación, en un programa de interés común” (Trías).

Composición social del artiguismo

La pesadilla uruguaya, la cifra perfecta de su desdicha y de su fracaso latinoamericano, fue llegar a convertirse en “la fantasmagórica ilusión de la ‘Suiza de América’, vale decir: ser como su modelo europeo, amurallado en la perfección democrática, cerrado sobre sí mismo, conscientemente cismático de todo lo americano” (Oscar H. Bruschera, Artigas). El ejército popular artiguista no tenía nada de suizo. Era nuevo, no improvisado pero nuevo. Y convocaba a todo el que quisiera guerrear por una patria grande: “Allí estaban los hacendados, muchos de ellos vinculados, por su posición, a la sociedad montevideana, gente que acaso por primera vez iba a arriesgar su vida en una guerra; los caudillos regionales, que alzaron partidas y dominaron pueblos en los momentos iniciales (...) Y en el otro extremo de las jerarquías sociales oyeron el llamado aquellos a quienes Artigas había seducido en todo el territorio de la Banda: matreros, contrabandistas; los ‘hombres sueltos’ que aportaron a la revolución, junto con su afán indomable de libertad, la entrañable lealtad a quien ellos, espontáneamente, eligieron para que los expresara y condujera. Y la peonada de las estancias y los indios que, con indómita fiereza y odio secular al español, constituyeron contingentes valerosos; los charrúas y minuanos que forman una guardia de ‘naturales’ de vincha y alarido y también los tapes de la tierra misionera y los negros esclavos que se fugaban del dominio de sus amos y buscaban en el ejército patriota un refugio en el que pudieran concretar su derecho a la libertad” (Bruschera).

Otro uruguayo (muy nuestro, por cierto) agrega: “Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido de la dignidad, esclavos que ganaban la libertad integrándose al ejército de la independencia. La revolución de los jinetes pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Aires, que dejó en manos del poder español y las tropas portuguesas el territorio que hoy ocupa Uruguay, provocó el éxodo masivo de la población hacia el Norte. El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha” (Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina). Buenos Aires traicionó y entregó al Protector de los Pueblos Libres. Ramírez con el Tratado del Pilar. Y luego Estanislao López y por fin Urquiza que –retirándose en Pavón– entregó la causa federal que, nada en los hechos ni en ningún sentido de la Historia, condenaba. Sin embargo, he escuchado a Pepe Mujica decir: “Artigas es el gran caudillo de la argentinidad”. Y cuando Pepe dice “argentinidad” dice Argentina y dice Uruguay. Artigas es nuestro. El Colorado Ramos (tan injuriado durante la década socialdemócrata del ’80 en la Argentina) había olvidado a Artigas en la primera edición de “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina”. (Está otra vez en las librerías. Como antes: brillante, bien escrito, arbitrario. Esté o no de acuerdo, uno, a ese libro, se lo come.) Pero lo metió en las siguientes. Más exactamente: en la tercera. Y no se anduvo con vueltas: “Artigas se erigió en caudillo de la defensa nacional en el Plata. Y fue, en tal carácter, el más grande caudillo argentino”. Volviendo a Ramos y a las injurias de los ’80. El Colorado había escrito un pequeño libro sobre literatura argentina. Ni por asomo figura entre lo mejor de su obra. Pero, para colmo, hablaba muy mal de Borges, el dios intocable de esa década. Las iras cayeron sobre él. Alguien (un escritor que, dolorosamente, murió muy joven) lo tachó de fundamentalista. Sin embargo, y sin negar que Borges escribía mejor que Artigas y (ficción) mejor que Ramos, cabe decir que odiaba a Artigas como odiaba todo lo popular. Porque él, Jorge Luis, supo ser ciudadano ilustre de la “Suiza de América” y desdeñaba la patria grande artiguista. Como todo unitario que se preciara. Como todos aquellos que, unidos a la Francia eterna, guerrearon contra un dictador popular, proteccionista y sanguinario del que, un uruguayo, Vivian Trías, escribió una biografía (acaso la mejor) que termina así: “Fue un caudillo fascinante. Solía ocurrir –según cuentan reiteradas crónicas– que algún paisano, en apero dominguero, entrara achispado a una pulpería, clavara con furia el facón en el mostrador, y con ojos centelleantes de desafío, gritara a la concurrencia: ‘¡Viva el gaucho Juan Manuel de Rosas!’” (Trías).

La reforma agraria

Félix Luna inicia su libro Los caudillos con Artigas. Todavía Luna andaba lejos del acérrimo antiperonismo de años –alfonsinistas– posteriores (que le deteriorara libros como Perón y su tiempo) y se acercaba a lo nacional y popular y escribía libros formidables, imprescindibles como El 45 y se ocupaba, y muy bien, de Artigas. “Porque (explica) fue, realmente, el fundador del federalismo rioplatense, estuvo infundido por una obsesión emancipadora que lo aparea con San Martín o Bolívar y pasó con dignidad la prueba suprema del infortunio.” Esta prueba es la del exilio, solitario, áspero. El Dr. Francia lo mete en un convento mercedario. Alguien, cierto día, le pregunta sencillamente cómo le va. Artigas dice: ‘Cómo me ha de ir... ¡Soldado entre frailes!’ Frase que recuerda la que Sarmiento le atribuye al Chacho Peñaloza, prófugo en Chile: ‘¡Cómo me ha dir, amigo! ¡En Chile y a pie!’”

Las medidas proteccionistas son prioritarias. (¡Y Artigas no había leído a Marx! Porque recién el 9 de enero de 1848, en Bruselas, Marx habrá de decir: “El sistema proteccionista es solamente un medio para crear en un pueblo la gran industria”. Y el Código Agrario es de 1815.) Escribe Galeano: “Artigas había promulgado un reglamento aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la importación de mercaderías extranjeras competitivas con las manufacturas y artesanías de tierra adentro (...) Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que ‘los más infelices serán los más privilegiados’. Los indios tenían, en la concepción de Artigas, ‘el principal derecho’.” (También, no hay argentino que no lo haya advertido, Artigas anticipó a Perón en eso de “los más privilegiados”. Sólo que eligió a los más infelices y no a los niños.)

Una reforma de este tipo entrega al gaucho a la tierra y no a la errancia. A la producción y no a la guerra. Al trabajo y no a la frontera. Con Artigas, Hernández no escribía el Martín Fierro. Pero “desde 1820 hasta fines de siglo fueron desalojados, a tiros, los patriotas pobres que habían sido beneficiados por la reforma agraria. No conservarían otra tierra que la de sus tumbas” (Galeano). En suma, la aniquilación de Artigas era necesaria para la burguesía importadora porteña y sus socios ingleses (que actuaban militarmente por medio de los portugueses, sus representantes más directos en el continente) para que todo quedara librado al monopolio del puerto único. El de Buenos Aires. Así, los portugueses invaden la banda Oriental (15.000 veteranos expertos y letales formados en las guerras contra Napoleón) y derrotan a Artigas el 22 de enero de 1820 en la batalla de Tacuarembó. Una de las fechas más tristes del sueño de la unidad de América latina. Los portugueses no estaban solos. Los directoriales de Buenos Aires, con su caudillo Pueyrredón, querían la aniquilación de Artigas para controlar a López y Ramírez, los caudillos del litoral. Pueyrredón pide a San Martín y Belgrano que vengan a colaborar. San Martín se niega. Belgrano no y se le sublevan las tropas en la Posta de Arequito (una gesta de la patria que la patria no recuerda salvo como un oscuro “motín”).

En cuanto a San Martín, no a todos les resulta tan gloriosa su frase acerca de no desenvainar su sable en guerras fratricidas. José Luis Busaniche (nuestro gran historiador, nuestro Alberdi del siglo XX) cita palabras en las que San Martín elige a los portugueses antes que a Artigas. Y concluye: tendría que haber hecho absolutamente lo contrario. Al optar por los portugueses y no jugarse por la causa artiguista, San Martín “se verá detenido en su gloriosa carrera y tendrá que volver desengañado a Europa por haberse encogido de hombros ante la tragedia argentina y haber preferido la vecindad de Portugal a la vecindad de Artigas y de todo lo que Artigas representaba” (José Luis Busaniche, Historia argentina). Alberdi, en fin, que tiene con él muchos reparos, no puede sino afirmar: “Artigas despreció los galones de oro que le brindaron todos sus enemigos, los de Buenos Aires, los portugueses, los españoles: no quiso ser sino oriental” (Escritos póstumos, tomo V).

Los caminos del Mercosur

Un Imperio Global que se asume como el Centro nos condena a ser su Periferia. Ese Todo es falso, porque no es más que la universalización de un particularismo. Se trata de una nación que busca nacionalizar(se) en las demás. Una nación que impone sus rasgos a todas las otras, occidentoxicándolas. No renegamos de Occidente. Somos Occidente. Más aún: Occidente se hizo capitalista por el saqueo de la periferia. Nosotros, la periferia, somos la condición de posibilidad del centro. ¿Qué es, hoy, Artigas? Es el rechazo del Falso Centro. Del Falso Todo. La periferia debe totalizarse a sí misma. Hacerse Centro. No ser lo Otro de una Mismidad hegemónica. Ser el Centro de sí misma. Esto es, sencillamente, la necesaria unidad de América latina. Sus caminos son los del Mercosur. Los de la moneda única que propone Astori. Los de la identidad nacional, regional y latinoamericana.

Aclaración final

Las líneas que acaban de leerse fueron escritas a propósito de la llegada del Frente Amplio al Gobierno. El triunfo de Tabaré alentaba las esperanzas del Mercosur, que, a su vez, traducíamos como la posibilidad de unidades regionales que nos llevarían hasta la tan anhelada unidad latinoamericana. ¿Por qué, hoy, a causa de haber escrito estas cosas, uno se siente un ingenuo, un tonto y hasta un irredento idiota? ¿Por qué no arreglan de una maldita vez esta cuestión de las papeleras? ¿Por qué, aquí, en nuestros países, en América latina, la esperanza nos condena al ridículo? ¿Es culpa nuestra, de los que juntamos los viejos pedazos y nos volvemos a armar un sueño, una módica utopía? ¿O de los que despanzurran todo a patadas urgidos por los vaivenes del Poder, de la terquedad y la ambición? Terminenlá. ¿O ni siquiera les queda, en algún lugar, un poco de grandeza?

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