EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
La prensa española informó en estos días que “la empresa hispano-argentina Repsol-YPF” obtuvo ganancias el año pasado por valor de 3120 millones de euros, 29,2 por ciento mayores que las del año 2004. La estadística nacional, por su parte, reveló notables porcentajes de crecimiento por tercer año consecutivo y, además, dice que los salarios industriales en blanco subieron más que la tasa de inflación. Ayer se anunció también que desde el próximo 1o de marzo ningún docente en el país ganará menos de 840 pesos mensuales, suma que en la actualidad marca la línea de la pobreza. En el comercio, en enero los supermercados aumentaron las ventas en 7,2 por ciento respecto del mismo mes del año anterior, y esa tasa interanual fue de 10,8 por ciento en los shoppings. Existen otros indicadores sobre los progresos alcanzados, acerca de los cuales habla a diario el presidente Néstor Kirchner en persona, debido a su método de realizar un acto público cotidiano, con cualquier pretexto, en el que comenta la actualidad.
Negar esos avances sería de una necedad tan torpe que no se animan ni los opositores más enconados. Sin embargo, hay un dato que es como una llaga entre tanta tersura: sigue creciendo la injusticia en la distribución de la riqueza. Si en los años ’70, el diez por ciento más rico de la población ganaba siete veces más que el diez por ciento más pobre, ahora esa diferencia es de treinta veces.
Durante el apogeo de las políticas del neoliberalismo, sus críticos sostenían, con argumentos teóricos y prácticos, que el “modelo” fabricaba una sociedad dual, polarizada, con una fabulosa concentración de la riqueza en el polo minoritario de los privilegios, mientras la pobreza y la exclusión se extendían hasta volverse masivas y extremas.
Todo el aparato institucional, económico y financiero fue acomodándose a la lógica de esas doctrinas: el sistema tributario, por ejemplo, elevó las imposiciones al consumo masivo (IVA), mientras liberaba de toda carga a las operaciones financieras, así fueran especulativas. En lugar de emplearlo como instrumento para el desarrollo y el bienestar, se convirtió en el estigma de los tontos y los débiles, porque los astutos meritorios eran los que evadían en provecho propio. Tenían hasta excusas justicieras: no entregaban su dinero para que se aprovechen los corruptos o lo malgasten los burócratas ineficientes.
Hoy en día, ninguna de esas justificaciones puede ser convalidada con honradez. Si los términos de la economía son la producción y el trabajo y el “mercado” dejó de ser la vara única para medir la economía, cae de maduro que los engranajes del “modelo” tienen que ser modificados o reemplazados para que sirvan a las nuevas pautas. La gestión gubernamental de Kirchner hizo bastante más de lo que esperaba la mayoría para revertir los daños ocasionados por el proyecto conservador apoyado por la megacorrupción. Hay resultados positivos como algunos de los que se mencionaban al comienzo de esta nota, pero subsisten y se agrandan cada vez más el desequilibrio y la injusticia en la distribución de la riqueza. Si es verdad que esa inequidad era producto del modelo neoliberal, quiere decir que todavía algunas de sus partes permanecen vigentes. Una de ellas tiene que ver con los criterios regresivos del sistema tributario.
Pese a las evidencias, el presidente Kirchner se opone con énfasis a cualquier posibilidad de reforma impositiva, ni siquiera la estudia, según sus recientes afirmaciones que contestaban a versiones periodísticas. No pueden ser motivos económicos o financieros, ya que no hace falta ser un especialista para comprender que un régimen progresivo de tributación no perjudica a la recaudación fiscal y puede beneficiar, en cambio, a varias capas de la población. Basta repasar las demandas de núcleos de trabajadores en favor de la exención a la cuarta categoría de indebidos tributos, para advertir la necesidad del pensamiento reformista.
De manera que deben existir razones políticas para una negativa tan cerrada. Investigando sobre esa posibilidad y atendiendo a la opinión de quienes suelen escuchar las reflexiones presidenciales, lo que aparece es una relación aún desfavorable entre el modelo renovador y las corporaciones de los núcleos privilegiados. Las debilidades de la renovación se compensan por el mayoritario apoyo popular a la gestión y a una infatigable capacidad de negociación que impide la formación de bloques sólidos de hostilidad. Con el poder económico que poseen y la capacidad de influencia mediática, bastaría una causa que los unifique para confrontar en bloque con la administración del Estado que, a su vez, aún no tiene un sólido movimiento popular decidido a movilizarse en defensa de lo que considera justo y apropiado. En opinión del Presidente o de sus asesores más cercanos, la reforma impositiva podría ser una de las posibles banderas de unidad, no sólo para la oposición política sino para los poderes corporativos fácticos, aliados a los enemigos externos.
Más aún: en círculos cerrados del oficialismo opinan que cualquier flanco de debilidad que muestre el Gobierno atraerá a los enemigos como el rastro de sangre llama a los tiburones. Por eso, dicen, cada objetivo que se propone –para el caso, la reforma del Consejo de la Magistratura– tiene que terminar en victoria, aunque a veces parezca que los costos son mayores que las ganancias. Es cierto que esta manera de hacer política obliga a propios y ajenos a los alineamientos forzados, porque pareciera que la vacilación pone en peligro la gobernabilidad, cuando no la estabilidad institucional. Hace muy poco tiempo que la Argentina tuvo a cinco presidentes en una semana, como para que los políticos acepten el riesgo de hacerse responsables por desatar una crisis similar. Dicho de otro modo: si la reforma al Consejo de la Magistratura no se proponía a marcha forzada, ¿hubiera podido el Gobierno reunir la mayoría que logró en Diputados?
Hay una contraparte en ese modo de hacer las cosas: construye autoridad suficiente para negociar acuerdos con las corporaciones, algunas de ellas oligopólicas, como los que se están acordando en los precios de algunas mercaderías, pero no ayuda ni acostumbra al debate político sobre la sustancia de cada iniciativa. Todo se vuelve antinómico: a favor o en contra del Gobierno. En un sistema de libertades democráticas, los espacios para la disidencia, aun las minoritarias, son indispensables y ayudan a que los estallidos de furia social sean más esporádicos y aislados. En estas circunstancias, cuando el espacio no viene dado, los disidentes y las minorías deberían crearlo con ingenio, astucia, flexibilidad y capacidad de iniciativa. Kirchner tiene razón cuando critica a los opositores porque no presentan proyectos propios.
Esas proposiciones deberían ser más que frases anotadas en el programa partidario o consignas en la pancarta de campaña. A esta hora, en lugar de dejarle las manos libres al oficialismo para que instale su propia agenda, la disidencia política y también el movimiento popular organizado deberían elaborar una agenda propia y movilizarse para que sea atendida. ¿Dónde está o quién tiene un plan para reformar al Poder Judicial en serio, para que sea verdad la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos? ¿Quién auspicia un proyecto de ley para la reforma impositiva que obligue a la polémica franca? ¿Cuántas son las voces que se han levantado para hacerse oír por encima del vocinglerío del corte de ruta y poner en su debida perspectiva el conflicto creado entre Buenos Aires y Montevideo? La verdad es que la oposición va detrás de la gestión de gobierno, rezongando porque no hay diálogo con el Poder Ejecutivo, aunque en realidad deberían preocuparse por la capacidad de escuchar y de hacerse oír por la ciudadanía. Disputar el apoyo popular en lugar de reclamar a cada rato que el Gobierno distribuya cuotas de poder entre sus adversarios. La conducta actual, como se vio en estos días, sólo agrava el desmoronamiento interno y los aleja de la racionalidad pública para ensimismarlos de nuevo en su pequeño mundo.
Ya no se trata de partidos centenarios o novísimos, porque está visto que la edad no hace la diferencia. Tampoco proclamarse de izquierda o de derecha tiene significados transparentes. ¿Cómo caracterizar al legislador porteño que llegó a su poltrona de la mano de Luis Zamora, luego se volvió monobloque y ahora acaba de renunciar a la tarea de juzgar al jefe de Gobierno de la ciudad? ¿Qué decir del resto de la Legislatura porteña que pasó el último año atendiendo a la manipulación política del dolor provocado por la tragedia en Cromañón, mientras el resto de la población no logra que sus problemas lleguen a considerarse en ese recinto? Lo único que provocan los políticos con sus juegos particulares es la indiferencia cívica. La mayoría de la población soporta todos esos debates alambicados como algo ajeno y lo único que desea de verdad, basta con escuchar el rumor de la calle, es tener gobiernos decentes y serios, que cumplan con lo que prometen y terminen con las injusticias flagrantes. No es poco, atendiendo a la historia, pero tampoco es demasiado.
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