EL PAíS › OPINION
› Por José Pablo Feinmann
Tengo un amigo gorila. Se empeña en eso. Hasta se hizo una tarjeta. Suele dársela a mucha gente. La tarjeta dice –como dicen las tarjetas– su nombre y su profesión. La tarjeta dice: “Manuel Lagos - Gorila”. Hace unos días cenamos juntos. Manuel es un brillante productor cinematográfico y tiene un agudo sentido del humor. Siempre es bueno estar con él. Cenando, todavía más. Le digo: “¿Siempre seguís diciendo que sos gorila?”. “No, ahora soy peronista.” Me sorprende. Le digo: “¿Peronista, vos?”. “Sí”. Se toma una buena copa de vino y dice: “Peronista de la rama gorila”.
Los buenos chistes políticos son conceptuales. Te hacen reír y además añaden conocimiento. Es difícil añadirle conocimiento al peronismo. Está colmado de definiciones, relatos, fechas y pasiones sin freno. Pareciera que nada nuevo se puede decir sobre él. Nada nuevo que no sea una repetición de algo (que alguna vez fue nuevo) que ya se dijo. La definición de mi amigo Manuel Lagos añade un matiz nuevo de algo que todos sabemos: el peronismo lo cubre todo. Es autoadhesivo. Es como la mancha venenosa. De aquí que pueda plantearse algo como lo que Manuel plantea: hay una rama gorila del peronismo. Y (esto ya viene de mi cosecha) tal vez esa rama sea de las más activas. Los gorilas son activos peronistas. Son todo el tiempo peronistas porque durante todo el tiempo son antiperonistas. Si no hubiera peronismo, muchos de ellos no tendrían identidad. Saben más lo que odian que lo que aman. O posiblemente su odio sea como ese odio de los boleros y los tangos: tengo miedo que mi odio sea amor. O recordando al irredento machista Julio Sosa: “Rencor, tengo miedo que seas amor”. El gorila tiene con el peronismo un metejón doloroso. No se lo puede sacar de encima. Mil veces lo vio muerto y siempre lo ve vivo. Ni siquiera renaciente, vivo. Ya que nunca lo ha visto decaer o eclipsarse. Tiene siempre el mismo grado ontológico. Siempre su ser tiene la misma densidad de sus mejores momentos. Lo que cambia son sus modos de aparición. Y si uno (como los buenos maestros de la filosofía fenomenológica) identifica al ser con sus apariciones, el peronismo siempre ha sido y sigue siendo ya que nunca ha dejado de aparecer.
Esta versión se completa con el relato de la mancha voraz. (Como ya ha tomado dominio público, no revelaré quién se dice largó la humorada concepto. O lo digo esta vez para poder, luego, no volver a decirlo, atribuyéndomela. Fue Alan Pauls, un peronista de la rama escritor.) Durante los años cincuenta se estrena una peli que traía como principal atractivo el debut de Steve McQueen. Todos sabían esto e iban a ver el fenómeno: “Vamos a ver esta película porque trabaja un actor que va a ser muy famoso”, decían. Y ahí estaba Steve, muy jovencito, rubio como habría de ser rubio siempre y algo inseguro como todo galán que por primera vez se mueve frente a una cámara. La peli se llamaba The Blob. Blob era una gelatina voraz que se comía todo. Era un asco. Todo lo gelatinoso es asqueante. Creo que en sus reglas para los relatos de terror Stephen King habla acerca de pisar algo viscoso en la oscuridad. También puede ser gelatinoso. Porque “blob” es una gelatina húmeda, blanduzca y creciente. Crece devorando. Se come autos, casas y –sobre todo– personas. Las personas se aterrorizan, se niegan, se retuercen, pero nada. Es inútil. La mancha se las devora. En su remake, la peli se habrá de llamar La mancha voraz. Como nadie habrá dejado de advertir, La mancha voraz pudo haber llevado, en este país, la Argentina, otro título. Pudo haberse llamado: El peronismo.
Durante estos días visitó el país el –creo– sociólogo francés Alain Touraine. Este hombre tiene una virtud excepcional. Viene una vez por década a la Argentina y los presidentes lo reciben. Creo que muchos intelectuales argentinos no le dedicarían ni media hora o ni siquiera diez minutos a Alain Touraine. Pero ahí está el hombre. Viene en los noventa y Menem lo recibe. Se sacan juntos una foto. Y Touraine declara: “Me gusta el presidente Menem. Está haciendo muy bien todo lo que hace”. Y se va. Ahora volvió. Se retrató con el presidente Kirchner y dijo lo mismo que había dicho cuando se retrató con Menem. Sólo se tomó el trabajo de reemplazar “Menem” por “Kirchner”. Touraine es peronista de la rama visitante-ilustre.
También durante estos días sucedió algo más importante que la visita de Touraine. Sucedieron sesenta años desde el triunfo electoral del coronel Perón en las elecciones de febrero de 1946. El proceso de acumulación de poder que Perón realiza hasta esa fecha es uno de los más perfectos de nuestra historia. Desde su llegada a la Secretaría de Trabajo, Perón detecta un sujeto nuevo en la escena política. Un sujeto social, económico y racial nuevo. Desde comienzos de los cuarenta se venía intensificando en el país la sustitución de importaciones. Crisis en la metrópolis, prosperidad en la colonia, decía cierta interpretación de este hecho. Lo que ocurría era que, ante la imposibilidad de los países centrales de enviarnos manufacturas, había que empezar a fabricarlas aquí. La guerra europea creó a los migrantes internos de la Argentina. Los llamados aliadófilos no tomaron nota de esa presencia. Seguían inmersos en la contradicción democracia-fascismo. Que desplazaban a la interpretación del país. Perón era el fascismo, ellos (todos ellos, desde la oligarquía hasta los comunistas) la democracia. Perón se concentró en los migrantes. Tenían la piel oscura, eran morochos. Para los aliadófilos (que eran racistas: demócratas racistas) eran los negros, sin más. Perón les dio el Estatuto del Peón y les dio sindicatos, viviendas, trabajo. Se sabe cómo le birló a José Peter el sindicato de la carne. Peter, dirigente comunista, recibe órdenes del PC estaliniano. Esas órdenes prohibían autorizar una huelga de los obreros de la carne porque los ejércitos aliados en Europa necesitan eso, carne. Peter, obediente, no autoriza la huelga. Los obreros van a ver a Perón, quien les dice hagan la huelga, muchachos. Peter pierde el gremio de la carne. Lo notable de este primer Perón es que no se dejó enceguecer por las opciones internacionales. Miró la situación del país sin prejuicios. No fue más bueno ni más malo que los otros.
Ya se sabe que si buscamos una historia de buenos y malos no la vamos a encontrar. Perón fue más inteligente, fue mejor político, supo ver dónde estaba lo nuevo y se alzó con el triunfo de febrero del ’46. Tuvo además –en esa hora suya, la más inspirada– el coraje de meterse con una actriz, profesión que, en esa época, era sinónimo de mala vida. Ni hablar entre los militares, de donde Perón provenía. A Perón no le importó. Se metió con ella y la llevó al palco de gala del Colón. “Ella” (quién no lo sabe) fue Eva Perón, y si uno quiere decir algo con fuerza y hasta con verdad tiene que decir que el peronismo fue y es muchas cosas y hasta quizás sea todas las cosas, pero hay una que jamás volvió a ser y posiblemente jamás será porque fue irrepetible. Evita hubo una sola. Es cierto que murió joven y morir joven siempre ayuda a ser una llamarada sin contradicciones, con un solo gesto, un solo porte y un solo rostro en el corazón de la historia. Morir joven es morir sin envejecer, sin decaer, sin tener tiempo para las aflojadas, para los desgastes. Morir joven es morir sin sufrir la fiera venganza del tiempo, sin ser la mueca de lo que soñamos ser. Eva murió a los treinta y tres años. El peronismo acaba de cumplir sesenta. Tiene todas las heridas, las tristezas, las muecas, los desengaños y las ilusiones rotas que tiene el país. Decir que es “incomprensible” es cosa de europeos petulantes. Somos incomprensibles; ellos, transparentes, cartesianos. No, todo se ha vuelto incomprensible y trágico en el mundo de hoy. ¿Cómo y por qué habría de sucederle algo distinto al peronismo?
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