EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Después que el Gobierno suspendió por seis meses la exportación de carnes para detener la escalada de precios internos del producto, en el Mercado de Liniers hubo ayer la mayor oferta de ganado de los últimos cinco años y el precio de los novillos para consumo bajó 16,5 por ciento. La semana que viene habrá que observar si la jornada fue el comienzo de una tendencia y, sobre todo, si las rebajas llegan al consumidor. De ser así, el Poder Ejecutivo habrá logrado su mayor éxito temporal en el control de precios minoristas, aunque la cadena de producción cárnica no se rinde. Pese a que la suspensión afecta sólo a una parte de la exportación, ya que respeta los compromisos de la Cuota Hilton, sobre todo en los compradores europeos, y los acuerdos bilaterales, los frigoríficos lanzaron una campaña mediática con amenazas de desempleo para alrededor de diez mil trabajadores de la industria.
Esta es una pulseada que el Gobierno no puede perder porque está en juego la autoridad del Estado como regulador del mercado en favor del bienestar general y, además, la inflación en alza creciente desarticularía el delicado equilibrio de las variables económicas. ¿Qué ascendiente tendría para contener otras avideces del patronato, retenidas de momento, o para contener los aumentos salariales en el tope del veinte por ciento? Voluntad oficial no falta, pero a veces no alcanza porque, según la teoría y la práctica, el Gobierno sólo maneja el cincuenta por ciento del poder real y la otra mitad anida en distintos centros, uno de ellos si no el más importante el de los oligopolios que forman los precios. Subordinarlos al comando institucional, que tiene el mandato de la voluntad popular y el deber constitucional, no siempre reconocido, de propender al bien común, removería una de las cuñas más fuertes del proyecto conservador.
Durante décadas, el factor de poder decisivo, aunque nunca elegido, reposaba en las Fuerza Armadas que disponían del gobierno a su antojo. Por suerte, ese tiempo ya pasó, aunque todavía quedan secuelas de importancia. Esta semana la Fuerza Aérea ensayó una autocrítica sobre la participación de sus cuadros en el terrorismo de Estado, gesto que será siempre bienvenido aunque no todas las veces tengan la amplitud de ideas y el vocabulario apropiados para evocar las causas y los efectos de aquellos años de plomo. Pese a estas revisiones críticas del pasado militar, todavía hay civiles que defienden la dictadura, aunque no todos dan la cara, no obstante que nunca el resto de la comunidad democrática los exhortó a que guardaran silencio.
En estos días, la esposa de un oficial del Ejército, que pasó a retiro debido a una carta de la señora en la que defendía a monseñor Baseotto y a su recomendación para arrojar al ministro de Salud al mar con una piedra en el cuello, increpó en público al Presidente alegando que le falta libertad de expresión. Extraña, injustificada demanda, ya que la mujer ha tenido espacios mediáticos cada vez que asomó, empezando por el matutino La Nación que la exhibió en el correo de lectores. De ese diario, después de cincuenta años de servicios, acaba de despedirse el subdirector, José Claudio Escribano, entre alabanzas emocionadas, y nadie recordó que fue uno de los más consecuentes defensores de las tareas cumplidas por la dictadura que asaltó el poder hace treinta años. Hicieron mal sus panegiristas en ocultarlo porque de esa solidaridad él jamás renegó. Tras el triunfo de Kirchner en 2003, con su firma Escribano hizo suya una profecía que le adjudicó al Consejo de las Américas: este gobierno no dura más de un año, anunció en la primera plana del diario de Mitre que él subdirigía.
En materia de defender las parcelas de autoridad, la Iglesia Católica se lleva el campeonato. La controversia más fuerte con el actual gobierno se debió al caso Baseotto, pero no tanto para defender el contenido sino porque el Poder Ejecutivo le retiró al obispo la autorización para ejercer el vicariato castrense, una atribución que las autoridades eclesiásticas reclaman como propia y excluyente. Hicieron falta muchos buenos oficios para que en días pasados el ministro del Interior, Aníbal Fernández, uno de los dos portavoces gubernamentales, acudiera a la presentación de un libro que recopila documentos sobre la relación de la Iglesia con la democracia. Aun con este gesto de deshielo, nadie, con sotana o sin ella, está en condiciones de vaticinar cuándo se encontrarán el presidente Kirchner y el cardenal Bergoglio, para liberar tensiones que en su momento álgido fueron peores que las que provocaron las papeleras de Uruguay. Quienes pusieron las cuotas de tolerancia y diálogo necesarias pensaron, con sentido común, que ningún gobierno democrático puede regalar la influencia episcopal para que la usen los enemigos de la libertad.
El Gobierno también tuvo que asimilar la destitución legal de Aníbal Ibarra, otra derrota oficialista en el ámbito porteño, donde nada menos que el jefe del Gabinete nacional, Alberto Fernández, es el encargado del mayor aparato partidario entre los varios que declaran lealtad kirchnerista en el distrito. En la Casa Rosada ya no quedaban lágrimas porque habían hecho el duelo antes, cuando la Legislatura, por el voto afirmativo de dos tercios de sus miembros, decidió iniciar el juicio político que terminó esta semana. A partir de entonces, nadie quería quedar pegado al enjuiciado y, ahora, en cuanto a los aspirantes a la sucesión la consigna del alto mando es: “Sonreírle a todos, pero sin alentar a ninguno”.
Como un hábil surfista, Ibarra avanzó en su carrera política montado en la cresta de la ola, pese al vértigo de las mutaciones desde el Frente Grande hasta Kirchner. La gestión tenía defectos múltiples, pero su sentido del equilibrio lo mantuvo en ascenso, hasta que perdió pie. Por un tiempo largo, los especialistas debatirán si fue merecido lo que le pasó, si se lo buscó, si le tendieron una trampa o el destino le jugó una mala pasada. Para los que siguieron el veredicto de la Sala Juzgadora por TV, tampoco será fácil olvidar el festejo de los familiares de la víctima, más propio de una competencia deportiva, con esa alegría feroz que produce la venganza consumada. No fue el único grotesco trágico que mostró la trayectoria del trámite en todos los bandos.
La mayoría ciudadana fue de palo. Ibarra no pudo hacer su plebiscito, pero tampoco a sus perseguidores les importó nunca la opinión de los vecinos. Incluso los políticos que viven obsesionados con las encuestas ignoraron los resultados porque no favorecían la destitución. Lo único que importaba es lo que aparecía con más ruido en los medios masivos, sobre todo en la TV, donde hay preferencias por madres llorando y padres estremecidos, mezcladas con imágenes repetidas hasta el infinito de cuerpos humeantes, recién salidos del infierno. El espectáculo del dolor humano sube los índices de audiencia más que la mejor ficción. Ni qué decir de las ejecuciones en público, que en todos los milenios atrajeron multitudes.
Igual que en cualquier debate enconado, los contrincantes llegaron a los extremos. De una punta, creyeron ver a la serpiente ovulando y a la república en escombros, mientras que de la otra proclamaban el renacimiento de las instituciones y el coraje de las nuevas generaciones de políticos. Ambas versiones parecen exageradas, pero habrá que esperar a que las aguas calmen un poco para percibir con claridad si la naturaleza de cada oponente responde a las definiciones del contrario. Por cierto, como se vio en Nueva York después del ataque a las Torres Gemelas, las tragedias pueden ser aprovechadas por las extremas derechas en su propio beneficio. No es una ley absoluta: los deudos por las víctimas de la AMIA, pese a la bronca y la desesperación por la ineptitud (¿deliberada?) de los investigadores y del tribunal, jamás llegaron a la prepotencia que exhibieron algunos familiares en duelo por Cromañón. En cualquier caso, esperar no será peligroso para nada si la comunidad metropolitana se propone obtener de la experiencia las referencias adecuadas para vigilar a sus gobernantes y para elegirlos por los méritos más que por las apariencias novedosas. Por el momento, la mayoría de los porteños no estuvo involucrada en ninguna de las trincheras y sigue opinando en las encuestas que la destitución le parece exagerada. El número, es cierto, no otorga razón, como quedó probado con la reelección de Menem, pero tampoco el dolor. En cuanto a las instituciones, ninguna puede perder lo que no tiene y es pronto para saber si ganaron algo.
La Legislatura que vino a reemplazar la insoportable decadencia del Concejo Deliberante hasta ahora no consiguió ni el prestigio de la escoba nueva. En la primera hornada integraron el cuerpo las dos cabezas de los mayores partidos que se proclaman de izquierda, el PO y el PC. En la última elección los votantes los abandonaron y de su paso no quedaron huellas públicas memorables. Ahora, el jefe de la primera minoría, Mauricio Macri, está en las antípodas ideológicas, pero su identidad es tan ambigua que todavía los ciudadanos no saben cuál es su opinión sobre el juicio político que consumaron sus seguidores. La segunda congresista nacional más votada por los porteños, Elisa Carrió, jefa indiscutida del ARI, no tuvo nada para decir hasta que se conoció el veredicto. Luego, los comentaristas más frívolos dicen que el electorado de la ciudad es veleidoso, volátil, superficial. ¿Qué tal sus dirigentes? ¿Qué es primero, la gallina o el huevo?
Como todos los centros urbanos cosmopolitas, la ciudad tiene características propias, complejas, contradictorias y en muchos sentidos apasionantes. Por obra de las políticas conservadoras que buscaban organizar al país en una sociedad dual, con polos de pocos ricos y muchos pobres, la Capital perdió uno de los emblemas nacionales, que distinguían al país en América latina, su vasta clase media y quedó fragmentada en segmentos separados y ajenos cuya ubicación geográfica pueden denominarse norte, centro y sur. Franjas enteras de clases medias bajas derivaron hacia la pobreza con una velocidad que los dejó sin aire. Esta democracia debería reponer esa gradualidad en la pirámide social, con políticas específicas hacia la clase media. Por el momento, el gobierno municipal hizo gestos hacia los más atrasados, que tienen prioridad sin duda debido a sus urgencias, pero ninguno en mejor posición para diagramar políticas que le devuelvan identidad y posición a las clases medias. Cada cuña conservadora que se remueva, hace más fuerte a la democracia y más justa a la sociedad.
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