Dom 12.03.2006

EL PAíS

El juicio, la caída y las instituciones políticas

Un debate sobre la destitución de Ibarra: ¿instituciones más fuertes o el “que se vayan todos” con disfraz nuevo? ¿Justo o injusto?

EMILIO DE IPOLA*.
El sino de Ibarra

La destitución de Aníbal Ibarra fue una decisión injusta tomada por un tribunal ad hoc cuya ineptitud, sus vaivenes y, en ciertos casos, sus argumentaciones falaces –a veces, ocultas tras una retórica vacía y altisonante, como en la intervención de la diputada albiguardapolvista Florencia Polimeni– rozaron más de una vez el ridículo. Algunos episodios previos, como la “renuncia” de Romagnoli, el escrache al domicilio de la legisladora Beatriz Baltroc, las amenazas, y, días atrás, la prepotencia patotera de algunos grupos que, al mejor estilo de las masas tan temidas y odiadas por el profesor de la Escuela de Guerra francesa Gustave Le Bon, no sólo impidieron sesionar a los legisladores, sino que hicieron temer por su integridad física, habían ya desnaturalizado lo que de entrada no fue otra cosa que una maniobra política desesperada, destinada esencialmente, con una decisión “ejemplarizadora”, a parodiar una ficción de Justicia. Dicho esto, debo agregar que el propio Ibarra colaboró eficazmente para que esa maniobra tuviera éxito. Su nula presencia y su actitud escasamente comprometida con las víctimas de la tragedia, la omisión de algo tan elemental como la de dirigir a aquéllas y al país unas palabras de condolencia y de solidaridad, la pose no exenta de soberbia de quien parece pensar “yo no tuve nada que ver” y luego advierte ofendido que dedos acusadores comienzan a apuntarlo (“¿y a mí por qué me miran?”), su total falta de espíritu sinceramente autocrítico: todo ello contribuyó a convertirlo en presa ideal de quienes deseaban que el hecho no quedara impune y también de quienes, menos sinceros, calculaban regocijados los beneficios de su defenestración. De todos modos, ironías de la política, compruebo sin alegría y con vergüenza que esta decisión injusta, además de pacificar espíritus demasiado exaltados, no tendrá sólo –quizás– consecuencias negativas. Para quienes reclamaban auténtica justicia la decisión que adoptaría la Legislatura era crucial: en ella se concentraba y se jugaba todo. Si Ibarra era absuelto habría triunfado la más execrable impunidad. Ibarra fue destituido. ¿Habrá que pensar que la justicia existe en la Argentina?

* Sociólogo.



FRANCO CASTIGLIONE*.
Bajo amenaza

Ante la emoción provocada por algunos de los discursos de los legisladores durante el juicio político, no han sido pocos los que interpretaron que se trató de una lección importante para la democracia. En la Argentina de la impunidad por primera vez los políticos no habrían actuado de forma corporativa y ante la dimensión de un drama como la muerte de 194 personas, debía pagar por ello –y no sólo judicialmente– nada menos que la cabeza de la administración pública donde ocurrió esa masacre. Y que, de ahora en más, quienes se postulan para gobernar saben que lo deberán hacer con responsabilidad y con la atención cotidiana que un cargo ejecutivo obliga a tener. Y que, finalmente, la destitución de un jefe de Gobierno sería un precio mínimo a pagar ante tanto dolor. Pero hay que ser prudente cuando se evalúa esto como una sanción merecida. Las instituciones quedan demasiado expuestas y vulnerables cuando una exigencia, fundamentada por el sentimiento de los principales afectados, se manifiesta en un reclamo innegociable. Lo ocurrido en estos días no es ajeno a aquello del “que se vayan todos”. Nos recuerda aquellos momentos, hace sólo cuatro años, cuando la dirigencia política no podía salir a la calle sin ser repudiada y agredida, hasta físicamente. En este sentido, el reclamo de la cabeza del jefe de Gobierno nos remite también al movimiento encabezado por Juan Carlos Blumberg. Ante hechos en los que están directamente involucrados familiares de víctimas fatales, la clase política en vez de ser dirigente termina por achatarse ante el pedido sufriente. Curiosamente, no es que se aleja de “la gente”, sino que queda pegada a ella acríticamente. ¿Acaso no tenemos presente la imagen de Blumberg, padre de un muchacho asesinado, dictando a senadores y diputados cuáles debían ser las reformas del Código Penal para que los delincuentes “no entraran por una puerta y salieran por la otra”? ¿No recordamos cuando el padre de Axel tomaba lista de los legisladores presentes y ausentes, evaluaba los discursos y hasta llegaba a proponer el veto a la designación de funcionarios bonaerenses? El resultado fue un Código que cualquier penalista define no sólo como reñido con las tendencias jurídicas más importantes en derechos humanos, sino incongruente en lo operativo. Ese sentimiento de amenaza física asimila a Blumberg a los familiares. Y pone de manifiesto cierta mediocridad en una parte consistente de la clase política. El juicio político a Ibarra fue cuanto menos irregular en procedimiento y, así como no hay suficientes pruebas para involucrar al jefe de Gobierno, sí existen para funcionarios de orden menor dentro y fuera de la administración. Los argumentos allí vertidos son tan opinables como el de asociar la tragedia con una medida drástica, como fue la limpieza de los órganos de control y su reemplazo por personal presuntamente “no idóneo”. Es notorio cómo este pensamiento es al que recurre la derecha toda vez que un gobierno progresista hace limpieza de los servicios de inteligencia y la policía. Así ocurrió con el ministro León Arslanian en su primera gestión. Lo ocurrido, más allá de conveniencias circunstanciales, es un llamado de atención en lo institucional para la política del gobierno nacional.

* Politólogo.



ALBERTO KORNBLIHTT*.
Destitución vs. no restitución

No estoy contento porque Ibarra haya sido destituido. No obstante, vista su actitud antes y durante el juicio, me parece bien que no haya sido restituido después de su suspensión. El juicio por la destitución no era la respuesta política adecuada para la soberbia de Ibarra, pero su restitución hubiera llevado esa soberbia a niveles insospechados. Desde la misma noche de Cromañón pensé que Ibarra no era culpable, pero que sin duda era responsable. No hace falta ningún juicio ni presentación de pruebas para demostrar que alguien es responsable. Se es responsable simplemente por ser autoridad. Justamente éste es uno de los grandes problemas de nuestro país: el deporte de zafar, de no ser responsable de nada. Aunque no hubiera habido coimas, Ibarra es responsable. Aunque no hubiera nepotismo, Ibarra es responsable. Aunque él no hubiera sabido que esa noche la puerta de emergencia estaba encadenada, Ibarra es responsable. Aunque no se le pasara por la cabeza que los pocos (¿llegarán a una decena?) eventos de más de mil personas que tienen lugar una noche en una ciudad geográficamente acotada deben ser controlados rigurosamente, Ibarra es responsable. Aunque no hubiera familiares, Ibarra es responsable. Porque la responsabilidad no es ni guiño de ojo ni solidaridad con los familiares. La responsabilidad es porque murieron 194 personas, trágicamente, estúpidamente, en la ciudad que él gobernaba. Sin duda habrá quienes no piensen como yo, pero hay algo que me horroriza aún más, y es que él no se siente responsable. Y éste es el gran problema ético. No sólo no se siente responsable sino que no ha dado ningún indicio de bajarse del pedestal de prócer atacado injustamente. Parece sentirse inmunizado, protegido por una batería de anticuerpos “progresistas” de los males que lo acechan. El progresismo no es una vacuna. Tampoco lo son el haber sido fiscal adjunto en el juicio a las juntas, ni el haber militado en la Juventud Comunista, ni el tener el apoyo de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, ni el nombrar como defensor a Strassera. De progresismo ya se vacunaron un presidente y un vice y veamos como terminaron: con un felices Pascuas y renunciando por las coimas en el Senado instrumentadas por su propio presi. Es fácil opinar, pero ¿qué hubiera hecho yo en su lugar? Pues me habría bajado del caballo, me habría mezclado en el lodo sinceramente, sin especular, sin temor, o mejor dicho, con temor pero con valor para ensuciarme y ensuciar a los que me rodean en el gobierno. Valor para decir a viva voz que sí, que soy responsable, que ofrezco mi renuncia, pero que antes de irme quiero liderar el esclarecimiento de la tragedia hasta los más mínimos detalles. Si Ibarra hubiera actuado así, no habría necesitado para defenderse de esa pátina progresista que da tanta vergüenza ajena. Hubiera sido coherente y no contradictorio con los principios y la lucha de los organismos de derechos humanos que lo apoyan. Además, la derecha de Macri, tan fácilmente demonizable, se habría quedado sin argumentos. Pero eso ya es otra historia.

* Profesor FCEyN - UBA, Investigador - Conicet



ATILIO BORON*.
Amargas reflexiones

Los responsables de la tragedia de Cromañón se van vaporizando en los laberintos de una justicia que siempre llega tarde, mal o nunca. En consecuencia, sus causas profundas –la corrupción de los encargados de ejercer el poder de policía, la improvisación, ineptitud y dilettantismo de las autoridades, la irresponsabilidad y la voracidad mercantil de quienes lucran con esos espectáculos– permanecen incólumes y prestas a desencadenar una nueva tragedia. Segundo, la persistencia de estos factores no fue amenazada en lo más mínimo por la politiquería barata que transformó al juicio, legítimo instrumento de control de los actos de gobierno, en un circo mediático al servicio de intereses ni siquiera partidarios sino mezquinamente personales. Tercero, es fácil pronosticar que la destitución difícilmente podrá sentar jurisprudencia dado que, en caso de ser aplicada, los días de Kirchner, Bachelet, Lula, Morales, Bush, Blair y cualquier jefe de Estado estarían contados. Cualquier incidente que ocasionara una tragedia involucraría a la autoridad máxima sin mediaciones, lo que constituye un mamarracho que no amerita mayores argumentaciones y que sólo en la Argentina, para nuestra desgracia, es considerado seriamente. Cuarto, lo que este affaire demostró es el coma irreversible en que se encuentra la institucionalidad, ejemplificado en las tres incompatibles posturas que adoptaron los tres “representantes” del kirchnerismo en la Legislatura, luego de lo cual un observador que llegase desde la Luna podría preguntarse, sin la menor sorna, ¿qué diablos es el kirchnerismo? Pregunta que, por supuesto, podría extenderse sin demasiado esfuerzo a eso denominado “la izquierda”, el ARI o el macrismo. Quinto, es difícil ver quién puede beneficiarse políticamente de este desaguisado, aunque parece que quien quedó mejor parado es el sucesor de Ibarra, que trató de mantenerse lo más alejado posible del bochorno y a quien le bastará una apenas prolija gestión para cosechar un importante apoyo ciudadano en un distrito ávido de buen gobierno. Sexto, que la larga sombra del “que se vayan todos” sigue pesando aunque las formas en que se manifiesta todavía transitan por senderos poco propicios para crear un genuino poder popular y construir una verdadera alternativa política. Esta vez culminaron en el sacrificio de un chivo expiatorio satanizado para lograr que “algo cambie para que todo siga igual”. Séptimo, la destitución fue el acto “triste, solitario y final” del Frepaso, muerto sin pena ni gloria luego de haber levantado tantas expectativas en una sociedad que con tal de creer cree en cualquier cosa. Y así nos va.

* Secretario ejecutivo de Clacso.

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