EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
La carencia de iniciativas políticas propias y de proyectos alternativos hace que la oposición muerda todos los huesos que deja caer el Poder Ejecutivo. Los dos grandes debates de este año en el Congreso Nacional fueron dedicados a la reforma del Consejo de la Magistratura y a decidir si el 24 de marzo será feriado o hábil. Las polémicas fueron arduas y expandidas, multiplicadas además por la fanfarria mediática, como si ambos asuntos fueran centrales para la vida nacional. ¿Alguien los podría clasificar como prioridades de la agenda pública? Luego, nadie debería extrañarse de la mirada lejana o indiferente sobre las ocupaciones de los políticos con la que los observa la mayoría de los ciudadanos. Cuando el presidente Néstor Kirchner se concentra en los precios minoristas, el empleo o temas similares, por supuesto, atrae la atención generalizada como ningún otro, ya que además todos saben que es uno de los pocos que puede hacer que sus palabras se conviertan en hechos. Esta relación tan desequilibrada entre uno y los demás acentúa la verticalidad del mando y la unilateralidad en la toma de decisiones, características que definen las maneras presidenciales.
Los amigos de Kirchner lo califican de generoso y los subordinados de implacable. Perón solía decir que “todos los hombres son buenos, pero son mejores si se los vigila”. Héctor J. Cámpora, un leal como pocos de aquel líder, sentenciaba en la intimidad: “Dicho con todo respeto, el General no quiere a nadie”. En estos días, refranes y leyendas de la misma estirpe han vuelto a circular, provocados en particular por la dimisión del gobernador de Santa Cruz, Sergio Acevedo, quien invocó “motivos personales”, una razón que se usa cada vez que el renunciante no puede o no quiere revelar las causas verdaderas del alejamiento. Es una lástima que la vocación de autodeterminación del dimisionario no le alcanzara para exponer a los votantes sus resentimientos o decepciones, porque por muy dolorosa que sea la verdad es siempre preferible a las murmuraciones. En su lugar asumió el vice, Carlos Sancho, seguido de cerca por el matrimonio Kirchner. El apellido del sucesor remite con facilidad a la evocación de aquel fiel escudero de novela que fue gobernador de “la ínsula Barataria”, denominación que según el autor derivó “ya porque el lugar se llamaba ‘Baratario’ o ya por el barato con que se le había dado el gobierno”.
Hay opiniones que encuentran en el episodio otra muestra de extrema autoridad presidencial, para no abundar en adjetivos que le endilgan a su conducta algunas figuras de la oposición. Habrá que ver si los hechos que se mencionan en las crónicas del lugar sucedieron porque es la provincia que los Kirchner consideran como propia o si se trata de un castigo que mañana se aplicará también en Misiones, por ejemplo, donde los vecinos de una localidad rural, enfurecidos como los de Las Heras en Santa Cruz, incendiaron hasta los cimientos la sede municipal y lastimaron a varios policías. Debido a la centralización unitaria de los servicios informativos, salvo en casos muy escandalosos buena parte de las rebeliones comunales pasa inadvertida, pero es un dato a tener en cuenta porque muestra el apego creciente de los ciudadanos a pedir cuentas por sus intereses lastimados a través de actos de desobediencia civil, otra vía de participación en la democracia.
Desde hace más de un mes, alrededor de un millar de entrerrianos de Gualeguaychú se alzaron convencidos de que sus intereses estaban en riesgo por la instalación de papeleras, sería más propio decir pasteras, sobre la ribera uruguaya. Dado que se trata de actos basados más en emociones que en el rigor del análisis, se desbandan con mucha facilidad. Sin reconocer otra obligación que no sean sus propios deseos, la desobediencia civil que procuraba llamar la atención sobre un riesgo verdadero de contaminación ambiental devino a poco andar en una posición de terquedad caprichosa, impregnada de narcisismo mediático y absurda xenofobia. Ahora, en vez de aportar soluciones al problema pasó a ser parte del problema, lo mismo que la contraparte uruguaya.
A esta altura, desde cualquier mirador de la Capital, aun compartiendo el deseo de salvar al planeta, da la impresión de que los ambientalistas más intransigentes se mantienen apoyados por los que no quieren volver a la vida opaca y anónima de antes. En las dos orillas, los rebeldes descolocaron la autoridad de ambos presidentes desoyendo sus llamados a la tregua y la cooperación. Los alzados de Entre Ríos deberían saber que el éxito de su misión ya fue logrado, puesto que en verdad se trataba de hacer escuchar la voz de alerta y resonó más lejos de lo que nunca imaginaron. Llegó el turno de los Estados, a los que ellos no pueden ni deben reemplazar, y en un próximo momento, si es necesario, tendrán que volver a la lucha para reclamar un sitio en el sistema de control del impacto ambiental. Bien se lo han ganado.
Gobernantes y legisladores, en los distintos niveles de la república, tienen que habituar sus oídos para escuchar y reaccionar a tiempo a fin de canalizar la desobediencia civil por el cauce más adecuado. No fue lo que pasó en Gualeguaychú, porque muchos políticos todavía creen que pueden manipular los desbordes populares para encenderlos o apagarlos a su antojo. Pese a sus eventuales desbordes, la desobediencia civil es una conducta posible en democracia. Su práctica es factible en la más pequeña villa o en la capital más importante y puede abarcar desde uno a miles de ciudadanos. Sucede en estas orillas y también en París donde esta semana miles de jóvenes salieron a las calles para detener un infame proyecto de ley que precariza el trabajo de toda persona menor de 26 años, permitiendo el despido sin indemnización. El capitalismo salvaje depreda a la naturaleza y a las personas allí donde se lo permiten, en naciones pobres o ricas, grandes o pequeñas. Bien hacen los ciudadanos en permanecer alertas y defenderse de las arbitrariedades.
Otra calidad muy diferente tiene la rebeldía de algunos eslabones de la cadena productiva de la carne, porque la especulación nada tiene que ver con la desobediencia civil, la democracia o la república. Han desafiado la autoridad presidencial porque están convencidos que su lugar en la pirámide social está por encima de las convenciones temporales del sistema democrático. Son oligarcas y fundamentalistas. Sin referirse al caso en particular, pero sí a las ideas de esos núcleos socioeconómicos, Eduardo Galeano lo explicó así en un mitin en Montevideo: [El fatalismo es] “El más jodido de los muchos fantasmas que acechan, hoy por hoy, a nuestro gobierno progresista, aquí en el Uruguay, y a otros nuevos gobiernos progresistas de América latina. El fatalismo, perversa herencia colonial, que nos obliga a creer que la realidad puede ser repetida, pero no puede ser cambiada, que lo que fue es y será, que mañana no es más que otro nombre de hoy. La realidad es un desafío”.
El sistema político nacional en su gran mayoría no tiene costumbre de confrontar con las corporaciones y la tendencia predominante acepta la fatalidad, conformándose con pequeñas concesiones. Tal vez por eso produce sobresaltos la actitud de Kirchner cuando llama a la población a boicotear determinados productos. Lo hizo con la compañía Shell y ahora enfocó hacia el consumo de carne. Aunque su relación directa con el ciudadano es bastante fuerte, ni los aparatos partidarios o el propio Estado son consecuentes portaestandartes de sus consignas. No se conocen movilizaciones ni informes de vecinos, organizados por los intendentes, para controlar los precios minoristas, y el propio partido del oficialismo, cuyas fracciones aparecen antes de cada elección, se vuelve casi invisible cuando llega el momento de sacar a la calle la consigna presidencial. La vieja política es eso, no importa si la realizan veteranos o debutantes. En batallas como la de Gualeguaychú o la de la carne, está en juego mucho más que sus motivos específicos. Hacen falta cambios culturales en el modo de hacer política y en los ejercicios del poder. Eso no implica estar a la moda ni abandonar en la banquina algunos viejos principios. Al contrario, aunque la realidad presente formas novedosas, hay valores tan antiguos que ya los escribía Don Quijote al gobernador de Barataria: “Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos, que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que el hambre y la carestía”.
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