EL PAíS › OPINION
Se está convirtiendo en clamor el reclamo de que termine de una vez y para siempre el régimen de detención privilegiada de que disfrutan los responsables de los más graves crímenes que se hayan cometido nunca en nuestro país. Nada justifica, ni norma legal alguna ampara que, en forma automática, a quienes tienen 70 o más años se les conceda el beneficio del arresto domiciliario. Tampoco que los imputados menores de dicha edad gocen, en la inmensa mayoría de los casos, de la prebenda de ser instalados en dependencias militares o de las fuerzas de seguridad a las que pertenecen o pertenecían en el momento de perpetrar sus delitos. La persistencia de esta práctica no sólo atenta contra el principio, elemental en una sociedad democrática, de igualdad en el cumplimiento de la ley y contradice acuerdos y resoluciones internacionales relativos al cumplimiento de penas y medidas cautelares de prisión preventiva para los responsables de la comisión de crímenes contra la humanidad, sino que, como secuela de las leyes y decretos de impunidad de los que los afectados se beneficiaron durante tanto tiempo, establece un profundo disvalor social. Paga menos quien más adeuda. Y, paradójicamente, ello no sólo está consentido sino que es promovido por los encargados de administrar justicia.
Es imprescindible que, en tal sentido, sea atendida la exigencia de los organismos de derechos humanos y ese importante sector de la sociedad argentina que, contra todo pronóstico, logró poner fin a la impunidad consagrada legalmente. Sin perjuicio de las necesarias iniciativas que al respecto adopten los jueces, el Gobierno –que tanta legitimidad ha obtenido al receptar y traducir a través de importantes medidas y mensajes el reclamo social de justicia– tiene un papel trascendente que cumplir. Debe proclamar alto y claro que existen cárceles para alojar genocidas, que es inadmisible que las mismas no sean ocupadas por los autores de delitos aberrantes y que en la clausura de la discriminación positiva de que éstos se benefician se juega la credibilidad y prestigio de la democracia y del concepto mismo de justicia. Es de esperar que no por mucho tiempo más se prolongue esta situación y que la clamorosa evidencia de que la misma comporta una forma más sutil pero igualmente lacerante de impunidad determine a los distintos poderes e instituciones del Estado a ponerle fin en fechas próximas.
Con ello se habrá dado otro importante paso en el desbrozamiento de la impunidad, pero quedarán aún pendientes los decisivos, los que con fundamento han de acreditar que se inaugura una nueva y promisoria etapa histórica en nuestro país.
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