Dom 23.04.2006

EL PAíS  › LA CULTURA POLITICA Y LOS MODOS DE PROTESTA

Una sociedad en emergencia legal

Una peculiar manera de discutir el uso del espacio público. Un repaso del pasado reciente y del peso de la protesta. La lectura del Gobierno, lo que consiguió, lo que le falta. Algunas razones para no ser legalista en la Argentina. Otras razones para pedir ejemplos. Una parábola oficial y un relato de Mitterrand.

Opinion
Por Mario Wainfeld


“El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón”, (se) exculpó Neris Bouvet, el colonense que sacó de prepo a sus conciudadanos del puente que lleva a Paysandú. Puesto contra las cuerdas por comunicadores porteños que cuestionaban los modos con que saldó un arduo dilema sobre representatividad, el dueño de la gasolinera no eligió el discurso políticamente correcto. Campechano, aceptó como pocos argentinos aceptan que estaba violando la ley. Pero se arrogó, como tantos argentinos, el supremo derecho a hacer justicia por mano propia contra otro que (a su ver) delinque o pone en riesgo sus derechos básicos. Juez y parte, alegó defensa propia y a otra cosa. En eso no se diferenció nada de otros transeúntes del ágora, capaces de emitir discursos más presentables.

La legalidad es, en los hechos, una referencia parcial, sujeta a interpretaciones sectoriales, que pueden alterarse en cuestión de horas. Es un sistema ansiógeno que no cambiará por encanto pues lo motivan sobrados motivos sociológicos e históricos.

Muchos piensan, muchos pensamos, que la Argentina estaría peor (y ya es decir) de no haber mediado cortes de ruta, cacerolazos, puebladas. Los ahorristas habrían sido sisados de peor manera, el movimiento de desocupados no existiría, el balsámico Plan Jefas y Jefes de Hogar no se hubiera implementado. Tuvo sus costos, más vale, que Fernando de la Rúa acortara abruptamente su mandato, pero hubiera sido peor que la sociedad hubiera acatado su decreto de estado de sitio y que el hombre siguiera desvariando en soledad en la Rosada. Fueron letales las causas que llevaron a Eduardo Duhalde a adelantar las elecciones y la supresión de las internas partidarias fue una añagaza, pero los candidatos aceptaron las reglas, la ciudadanía votó en masa y ahora hay más estabilidad que antes. Los neopiquetes de Gualeguaychú violan normas internacionales, pero no hay un dirigente político de primer nivel que los cuestione y prima un consenso formidable que les otorga razón.

En el trance de una fenomenal crisis de representatividad y de entropía del poder político, lo insensato es pensar que toda la emergencia cesó.

Casi nadie lo piensa, de hecho. Hablando del dilema que plantea los eventuales abusos de la protesta social y los riesgos de la represión, el filósofo Tomás Abraham aceptó en un artículo escrito en La Nación que “no hay otra alternativa que la flexibilidad, el día a día de la coyuntura y el uso de una cintura y una muñeca hábiles para sortear las trampas de un país ingobernable”. Despejando algunas cuestiones de vocabulario, Néstor Kirchner podría haber dicho lo mismo. No se trata, claro, de sugerir que Abraham es oficialista sino de resaltar que aun un intelectual independiente detecta que “no es fácil acostumbrarse a una tensión permanente (y) sin embargo nuestra sociedad es así y seguirá siendo así”. Y, por consiguiente, asume que un legalismo distraído de la realidad puede ser más peligroso que la rectificación cotidiana de las reglas, sistema estresante, pleno de incertezas y de bronca.

Emilio De Ipola (otro intelectual calificado, crítico y democrático) asume en un reportaje de la revista Debate, “creo que es bueno para la democracia que se busque extender ciertos derechos ignorados por la ley vigente y que para ello no haya otro camino que actuar, sin excesos ni violencia, en los márgenes de la legalidad”. Aun con los atenuantes que propone De Ipola, su tolerancia a (su proselitismo por) “los márgenes” denuncia que es argentino. Si hablara así en Suiza le costaría mucho conservar respetabilidad académica y aun pertinencia. Dicho por acá, lo suyo es sentido común calificado, una lógica adecuación a los límites de un momento histórico.

Recolocar el arco

Tras mirarse en el espejo de De la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá y Duhalde, el actual Presidente hizo un diagnóstico bastante certero acerca de su vulnerabilidad y de las impaciencias de una sociedad con mucho más poder de veto que de propuesta, dotada de golpe de knock out. La legitimidad, piensa el Presidente, es precaria, cualquier ventarrón de furia ciudadana puede dar por tierra con ella. Por consiguiente, hay que construir poder todo el tiempo y negociar en paralelo con el mutante humor social.

Hasta ahora, cabe reconocerle que ha leído la situación mejor que sus contradictores que vienen fracasando desde que predijeron que el país caería bajo el caos piquetero en los primeros tiempos o que sería imposible la restauración de un capitalismo exitoso en los segundos. Ahora se propala la impresión de que se va cayendo en la anomia protagonizada por actores surtidos. Habrá que ver. Hasta aquí, en un balance siempre transitorio, la administración Kirchner ha conseguido una gobernabilidad inimaginable años atrás, sustentada en mayor estabilidad política y económica. Se ha ampliado el horizonte de previsibilidad. Esos indicadores “conservadores” no se construyeron arrasando con la expresividad de la protesta social, que más bien se ha diversificado. La movilización conserva standards altos, alcanzó una eficacia impensada en los ’90 y, en términos argentinos, los niveles de represión han sido bajos.

Asumir la emergencia legal y la relativa destreza del Gobierno para timonearla no es contradictorio con interrogarse acerca de si no es hora de explorar (en pos de consolidar) una nueva legalidad que regule la acción directa y la discrecionalidad del Gobierno, dos características conjuntas del contexto actual.

Mucho ha cambiado desde los ’90, cuando brotó un nuevo repertorio de métodos de protesta social, ante el fracaso de las tradicionales. Vale recordar que en aquel entonces huelgas y marchas masivas eran ineficaces frente al arrasador poder del menemismo. La ecuación ha cambiado ahora. Algunos sectores del movimiento obrero han recuperado peso y, en líneas generales, los reclamos tienen alguna respuesta pública. En ese nuevo acontecer resultan excesivas algunas apropiaciones del espacio público, como la que realizó el Smata el año pasado en medio de una paritaria o la de estudiantes de colegios privados que cortaron calles porque fueron estafados por una agencia de viajes.

Un par de implícitos acompañan ese desborde de protesta en los que la lesividad puede tener escasa relación con la gravedad de la afrenta que se reclama o con la representatividad de quien la causa. El primer implícito es que la relación costo-beneficio de reclamar, así sea un dislate, es muy bajo. El segundo (que goza de una amplia repercusión mediática) es que toda protesta tiene una solución sencilla, que no fue prevista por desidia o maldad, y que esa solución depende de algún estamento del Estado. Tales supuestos son, en muchas oportunidades, incorrectos, distraídos de la complejidad de una sociedad capitalista y democrática. Merecerían una bordaje más responsable, en una poliarquía casi nada es monopolio del poder político, tampoco la demagogia.

Es muy peliagudo debatir una nueva regulación de la ocupación del espacio público, asumiendo que debe ser mucho más laxa que en otros países o que en la Argentina de otras épocas. Es difícil y puede ser más costoso en el corto plazo que el confortable recurso de “estar con la gente”, sin distancia crítica ni responsabilidad. Pero va siendo una necesidad que se pospone por un acuerdo colectivo inexpresado, hasta tanto explote un escándalo o una tragedia.

Una ficha sobre la mesa

No es imaginable un desarme unilateral absoluto. Nadie lo haría en medio de una cultura política intransigente y crispada, y menos que nadie un gobierno peronista. Pero sería saludable que el Gobierno aportara una señal en pro de remendar la destartalada institucionalidad. En términos metafóricos, si jugara al poker sería demasiado exigirle que arriesgue su caja, pero sí se le puede reclamar que ponga una ficha, “una luz” sobre la mesa.

El ejemplo es una herramienta eficaz en política. Kirchner ha de creerlo pues predica de modo permanente, denuncia, cuestiona. Su gobierno hizo un aporte enorme cuando designó a la nueva composición de la Corte y cuando autorreguló sus respectivas facultades. El sistema político se oxigenó y el precedente derramó sobre el resto del Poder Judicial, revitalizó a los mejores, generó emulación.

El Gobierno hizo eso cuando no tenía capital político acumulado, a puro riesgo. Hoy, con más capital en ese banco, está en grave mora con la designación de dos cortesanos. No los nombra, no reduce tampoco el número de jueces. Se reserva la facultad de decidir el día que le convenga, del modo que le convenga. Supedita las reglas a su conveniencia táctica, indeterminada hasta vaya a saberse cuándo. El resultado es una regresión enorme, el Gobierno transgrede no ya la legalidad anterior sino la suya propia.

El procesamiento de Miguel Campos y la decisión oficial de no hacer nada al respecto es también una mala noticia. Se suponía que el actual gobierno se proponía cotas más altas de autoexigencia que el menemismo. Claro que un procesamiento no es una condena, pero la responsabilidad política, diferente a la penal, tiene sus bemoles y sus precios. La respuesta que dio Alberto Fernández a quienes le preguntaron sobre el futuro de Campos fue decepcionante. Sonó a déjà vu, evocando decires de tiempos viejos. El jefe de Gabinete explicó que el secretario está disconforme con la decisión, que la apelará y que si la Cámara la confirma “se estará en otro estadio procesal” cuyas consecuencias tampoco precisó. Traducido al castellano: a) para el Gobierno es la opinión de Campos la que determina la seriedad de la decisión que lo incrimina y b) el Gobierno rehúsa fijarse reglas con sus funcionarios procesados, así sea por sentencia firme. Con lo cual, la eventual responsabilidad queda diferida al caso de condena (¿firme?), esto es, a los parámetros vigentes en tiempos del menemismo. Un paso al costado o así fuera una suspensión mientras se sustancia el recurso en el que parecen confiar Campos y Fernández serían un antecedente estimable. Hipotéticamente, ese procedimiento podría ser injusto con Campos, algo que se corroborará en un futuro muy distante, cuando los tribunales se expidan. Pero políticamente hubiera sido un gesto encomiable.

La autolimitación de los gobernantes tiene valor de ejemplo y puede incidir sobre las actitudes de otros actores, pero la predisposición dominante es demostrar quién tiene la obcecación más larga.

La parábola del líbero

“La oposición es como un zaguero al que el delantero rival gambetea siempre. El tipo ya no piensa en cómo neutralizarlo, en la forma mejor de marcarlo, sino en cómo sacarlo de la cancha.” La parábola futbolera la contó Alberto Fernández ante el bloque de diputados del Frente para la Victoria. Resignificada apenas, expresa que el Gobierno domina la situación, controla el juego. Si es cierto lo que describe Fernández, es sensato esperar que, como hacía Maradona en sus buenos tiempos y ahora hacen Messi y Tevez, el nueve de la casaca oficialista mantenga su buen juego pese a las patadas. Y que no sobreactúe las lesiones o las faltas del adversario. Que juegue, si tiene las de ganar.

Nada es sencillo de cara a una oposición perezosa, autolimitada a hablar sólo del Gobierno y a criticar todo lo que de él provenga. Casi todos los demás partidos prefieren no tener programa ni bases sociales y apostar a la catástrofe antes que a tomar los riesgos de obrar de modo más responsable.

Hace ya un tiempo François Mitterrand comparaba los pactos políticos con un acuerdo entre dos prisioneros ubicados a ambos lados de un alto alambrado en un campo de concentración. Los presos pactaban, por ejemplo, intercambiar un atado de cigarrillos y un trozo de comida. Para que el contrato se cumpliera acabadamente los dos objetos debían pasar simultáneamente por arriba de las púas. Si uno no pasaba, por torpeza o por malicia de alguno, habría una ventaja para un preso pero se acabaría la relación. Si faltaba simultaneidad, el guardia podía percatarse de la transacción y acabar con ambos o con uno. Con tantas contras, no hace falta ser Adrián Paenza para calcular que las chances de éxito son mínimas. Y sin embargo, enseñaba Miterrand, muchos acuerdos se concretan básicamente porque el interés conjunto existe, más allá de la eventual ventaja de la mala fe en el corto plazo, de los riesgos y de las complejidades cotidianas.

La necesidad de consolidar un sistema político flexible pero estable, adecuado a los cambios pero no impredecible, puede ser un beneficio para muchos. Pero la moraleja que a Mitterrand le parecía de cajón, de momento, no tiene mayor rating en este agitado confín del sur.

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